miércoles, 23 de diciembre de 2009

El señor cerdales

Le llamaban "el señor cerdales" y es que era tan guarro como el integrante de la más selecta piara. No vivía en una pocilga pero su hogar bien podía ser considerado como tal. Adolecía de escrúpulos y había enfermado, además, de ese mal tan molesto para los vecinos y que los expertos conocían como Síndrome de Diógenes.

Ave que volaba iba a su cazuela. Carros, chinchetas, pinzas, cordones, camisetas, bolsas, cajas, anillos, juguetes, baratijas... todo valía. Incluso hubo un día que encontró un escorpión en una urna y, sin preguntar ni denunciar, la hizo suya como animal de compañía.

Sucedío otro día que se encontró una rata merodeando entre sus juguetes favoritos y la metió en una especie de jaula con noria que había encontrado para tal ocasión. Sucedió que encontró un cachorro de perro que fue criando con mimo y con hambre hasta que se fue haciendo mayor y se convirtió en un ogro de dientes afilados y gruñido permanente. Y sucedió que completó el zoológico con un gato pardo que encontró entre cubos de basura en busca de una raspa de pescado que él ya había tomado prestada con anterioridad.

Sucedió que el perro vio al gato, que el gato vio a la rata y que la rata vio el escorpión. Sucedió que el perro se lanzó sobre el gato, el gato hurgaba en la jaula de la rata y en su huída y persecución tiraron la jaula del escorpión. Sucedió que el escorpión picó al señor cerdales antes de desaparecer entre la montaña de desperdicios, que el señor cerdales cayó desnudo al suelo y que la rata buscó su ano como escondrijo. Sucedió que el gato se aferró a su piel para defenderse del perro y sucedió que el perro mordió su cuello por confusión. Al final el escorpión murió de viejo, la rata se comió las tripas del señor cerdales y el perro se comió al gato, al señor cerdales y a la rata.

Desde hace meses solamente se escuchan ladridos y lamentos en el interior de la casa. Huele tan mal como siempre, incluso algunos dicen que peor. Pero nadie se atreve a pasar porque tienen miedo a infectarse. Una sirena de policía rompe el silencio. Una patada en la puerta rompe la monotonía. Y una cascada de vómitos se camufla con el hedor. No hay nada más que basura y un perro flaco que va directo a la perrera. Nadie volvío a ver al señor cerdales.

jueves, 17 de diciembre de 2009

El bicho raro

Jaime era orejón, caminaba encorvado y tenía más granos en la cara de los que su edad debía permitir. A menudo le regañaban en clase por andar mirando a las musarañas e igual se hacía sus necesidades encima como vomitaba la leche del desayuno en mitad del recreo. Era un bicho raro.

Sus compañeros lo sabía y por ello aprovechaban para reírse de él. Jaime les veía llegar en silencio y en silencio permanecía mientras agotaban su repertorio de burlas. Que si orejón, que si chepudo, que si gafotas, que si meón. Todo valía y Jaime callaba.

Cada vez que decía algo se reían de él, si le preguntaban algo antes de iniciar una respuesta ya se estaban riendo y cuando terminaba de responder se cachondeaban por completo. Era un tipo raro que decía cosas muy raras. Que si la biomasa, que si la física cuántica, que si un tal Arquímedes o los cuentos de chalado de un tipo al que llamaba Froid. Demasiado difícil para un niño de ocho años. Siempre sería un bicho raro.

Se acercaron de nuevo y le preguntaron por los deberes del día anterior. Los enseñó y le rompieron la hoja del cuaderno. Cuando le preguntaron qué más había hecho contestó, casi entre sollozos, que resolver la ecuación de Fermat.

¡Se había inventado otro cuento! Volvieron a reirse y volvieron a probar el sonido de su cabeza, menos hueca de lo que ellos imaginaban. Mientras el profesor entraba en clase y Jaime lloraba en silencio, los niños le miraban con sorna porque sabían que Jaime siempre sería un bicho raro.

lunes, 14 de diciembre de 2009

El reino casto

A Durbina le gustaba abrirse de piernas más de lo que para una bella y educada dama era recomendable. Hacía el amor a escondidas porque el rey había prohibido el coito pecaminoso como medida de castidad ante el pecado mortal del deseo carnal.

Cosas curiosas lo de este rey. Le gustaba matar infieles como quien cascaba nueces a la hora de la merienda, pero sin embargo, la simple mención de un torso desnudo le provocaba tal escándalo que era capaz de castrar hombres, ablacionar mujeres o incluso cortar cabezas de hijos bastardos.

Cosas curiosas. Durbina era la hija del rey y se había acostado con más de la mitad de los vasallos del reino. Ellos temían por su aparato viril pero ninguno podía resistirse a los encantos de la princesa cuando, vestido en el suelo y cuerpo desnudo al aire, ofrecía sus placeres a cambio de nada.

Se conspiró contra el rey y Durbina encabezó la revuelta. Deponer a propio padre le supuso poder, libertad y, sobre todo, autoridad sobre todos los caballeros, vasallos y obreros del reino. Colgó un cartel y espero desnuda sobre su cama. Las mujeres se quedaron sin maridos, las fulanas perdieron a sus amantes y las prometidas se quedaron compuestas y sin altar. Todos estaban obligados a copular con la princesa.

Como hay ocasiones en los que la enfermedad es mucho mejor que el remedio, las hembras se revelaron en armas y decapitaron a la princesa para volver a establecer los plenos poderes del antiguo rey. Practicar el coito volvió a estar prohibido pero todos estaban más felices que nunca. En secreto, seguían follando como conejos y en público ponían cara de escandalizado cada vez que se enteraban de quien incumplía el voto de castidad. A veces, un cabrón puede ser mejor remedio que una hijaputa.

jueves, 3 de diciembre de 2009

El barrio

El barrio es un lugar solitario y triste. De vez en cuando refulge el brillo del acero de un par de navajas a medio camino entre el susto y la venganza. Cuando hay luna llena, apenas se ven dos estrellas florescentes haciendo hincapié en destacar por encima de la cortina de humo. En invierno hace demasiado frío como para salir a la calle y las estufas desgastan el color de la pintura, y en verano hace demasiado calor como para quedarse en casa y el sol desgasta el gris claro del asfalto. Hay niños peleándose en el parque, juegan, ya desde pequeños, a la ley de selección natural. El más fuerte acabará en la cárcel y el más débil, con un poco de suerte, terminará sus días cubierto de grasa en cualquier taller de un callejón perdido. Resuenan las motos trucadas con el estruendo del mediodía y llaman las madres a sus hijos para que dejen las pelotas de reglamento recién robadas y suban como rayos a beberse la sopa y a comerse el filete. Los jóvenes en edad de prometer ya no van a la escuela porque allí solamente enseñan tonterías y los que tienen un poco más interés por aprender a menudo ven sus ilusiones cortadas en una furgoneta al ralentí y una buena paliza bajo los columpios del parque. Nadie se acuerda de nosotros y si alguna vez viene la televisión es para enseñarle al mundo la mierda en la que nos han convertido. Hay demasiada luz en los desguaces y demasiada oscuridad en los portales, desde lo alto de la azotea se ven a los hombres como hormigas y a los niños como pulgas. El suelo está cada vez más cerca, hace años que no vivo sin soñar ni sobrevivo sin estar colgado a un pico de heroína. La azotea cada vez está más arriba y los hombres ya no son hormigas y los niños cada vez son menos niños. Definitivamente me he convencido de que es imposible volar sin un caballo cabalgando por mis venas, el suelo está cada vez más cerca y mi vida está cada vez más lejos. Realmente nunca tuve vida. Dejaré para el recuerdo un buen charco de sangre que pintará de rojo el gris claro del asfalto. No dejaré de ser un ciudadano anónimo más dentro de estas calles, pero con un poco de suerte igual consigo que la televisión vuelva al barrio y quizá mi nombre salga una vez en el periódico.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Cinco minutos más

Un día demasiado apacible dentro de mi monotonía. Me gusta dormir hasta tarde, sentir que la sensación de pereza se apodera de mí y alargar la alarma del reloj hasta un par de horas en periodos de cinco minutos de asueto. Me gusta refugiarme en mis sábanas y sentir como la lluvia golpea contra el cristal de mi ventana, como el viento azota los toldos de las terrazas vecinas y como los coches circulan de un lado para otro sin pararse a mirar el cielo. De fondo, una radio suena regalándome canciones de otros tiempos, es un regreso a mi infancia, a las melodías que tatareaba mi abuela mientras zurzía un jersey para mi y otro para mis hermanos. El grifo de la ducha del vecino se siente pared contra pared y me refugio en el pensamiento mientras recreo el calor del agua tibia bajando sobre mis hombros. Hace ya tiempo que debería haber puesto pie en tierra y coche en marcha. Suena el teléfono y rechazo la llamada. Un pitido me anuncia que tengo un mensaje en el buzón de voz. Perezoso e incómodo llevo el auricular a la oreja. He vuelto a dormirme y me han despedido. Mejor, así no me voy con lo puesto. Vuelvo a dar media vuelta en la cama y pienso que le diré al jefe cuando vaya a firmar el finiquito. Quizá que celebro no volver a verle, quizá que no he conocido capullo como él o quizá que se meta su empresa por donde le quepa porque yo no pienso volver a trabajar.

Me gusta dormir hasta tarde, sentir que la sensación de pereza se apodera de mí y alargar la alarma del reloj hasta un par de horas en periodos de cinco minutos de asueto. Sobre todo después de saber que has acertado los seis números del sorteo de la primitiva.

martes, 24 de noviembre de 2009

Sin pecado concebida

- Podéis ir en paz.

El padre Montero terminó su homilía y recogió los bártulos. Aún palpitaban en su interior las últimas palabras de su querida madre. La habían matado cruelmente por un puñado de monedas de oro. De haberlo sabido, él mismo habría arrojado aquella colección a la basura o, aún mejor, la hubiese donado a alguna obra de caridad. No podía sobrellevar la culpabilidad por haber dejado a su madre sola, tan lejos de su destino y sin el amparo de un hijo en el que gustaba alojar sus temores. Temía a la muerte y la muerte la había encontrado sola, mientras veía su programa favorito y un alma malvada había irrumpido en su casa con palabras engañosas para hacerse con la famosa colección de monedas antiguas que llevaba con la familia durante más de seis generaciones.

Habían encontrado al culpable y lo habían ejecutado, a sangre fría sin que le hubiese dado tiempo a arrepentirse. Seguramente, después de tratar con Dios durante un par de horas de meditación, hubiese llegado a la conclusión de que el perdón debía haber sido merecido en el caso de haber sido solicitado. Pero no llegó a serlo. Le encontraron con las monedas en el cajón de su armario y el cuchillo, aún ensangrentado, con el que había asesinado a su madre.

Encontró a un hombre esperando en el confesionario.
- Ave María purísima. - No podía ver su rostro.
- Sin pecado concebida.
- Padre, me mata la culpa.
- Qué hiciste, hijo.
- Yo maté a su madre.

Sintió desvancerse. La cabeza contra la madera y el sonido de mil campanas retumbando en sus oídos. Cuando quiso reaccionar el confesor ya se había marchado. Dos inquietudes le hacían estremecer desde el alma hasta el corazón. La primera era una certeza por sus votos y se llamaba "secreto de confesión". La otra era una duda casi certera que le impulsaba a salir corriendo y mandar toda su carrera al infierno. Quería pero no podía. No estaba seguro, pero hubiese prometido ante Dios que la voz que le había hablado era la misma que la del policía que había dirigido toda la investigación.

martes, 17 de noviembre de 2009

Obsesión

Vivir obsesionada hasta el límite es para ella tan desalentador como vivir acompañada por la más absoluta de las soledades.

Cada mañana se levanta y corre como un rayo hacia la ventana. Le ve pasar y por las tardes le ve llegar. Todo empezó el día en que se cruzó con él y se dejó embriagar por su perfume de diseño. Le besó e hicieron el amor hasta que el amanecer les sorprendió desnudos.

Le ve bajar de nuevo. Ahora con una de sus hijas agarrada a su mano. Le sigue con la mirada hasta que no quedan más milímetros de calle por recorrer. Hubo un día en el que ella quiso aquella niña también fuera suya, pero todo terminó como lo hacen las historias tristes.

Le ve venir. Sigue siendo el mismo hombre que besó por vez primera. El mismo que aún no sabe que ella vive allí, junto a él, porque quiere verle cada día al llegar del trabajo. Ahora está con su mujer, la besa y ambos sonríen. Ella llora. Por un momento quiere volar con la imaginación y se lanza en picado hacia su amado.

El golpe es brutal. Él vuelve la cabeza y regresa a sus años de juventud con la imagen de un rostro que hace años creyó que podría olvidar. Durante años se preguntó donde se había metido y resulta que había estado allí mismo, tal y como él había soñado. Se despide de ella y le pide perdón. "Yo también morí el día en que te dejé", le susurra en silencio. Y mientras ve llegar a la ambulancia disimula su pasado y vuelve a besar a su mujer con la misma mentira de siempre. En cada beso siempre soñó los labios de la mujer a la que un día dejó en la estacada y ahora era conducida hacia un depósito de cadáveres.

jueves, 12 de noviembre de 2009

El último envite

Ruperto Aníbal estaba demasiado viejo como para aguantar un envite. Sus años en el cuerpo policial le habían aportado valor y miedo en proporciones iguales, un, a la postre, inservible grado de experiencia vital y una pandilla de cabrones como compañeros.

Él mismo había elegido su último caso y él mismo había deseado dar carpetazo al asunto para marcharse a casa de una vez por todas, esta vez para no volver. Ya le había extrañado demasiado lo del turco que pasaba droga en carritos de bebé. La historia del barco fantasma en el puerto le había sonado a cuento chino, pero cuando se vio solo en la oscuridad del embarcadero quiso creer que aquello no podía ser el final de una larga carrera como agente ejemplar.

Vio pasar una sombra y, tras él, un viejo carrito de bebé rodaba cuesta abajo buscando estrellarse contra la primera pared que interfiriese su camino. Decenas de bolsas cargadas de polvo blanco se esparcieron por el suelo y, cuando quiso reaccionar sintió el tenebroso ruido de un barco que no podía ver. La noche era oscura pero tenue, la luna estaba en su cuarto menguante y no había nubes ni niebla que impidiese ver un reguero de luces surcando el mar. Sin embargo, el ruido del barco seguía allí. Buscó con la mirada en dirección a la sombra que le había sorprendido un par de minutos antes y se vio sorprendido con la imagen del turco a dos palmos de él. Había perdido el envite.

Aferrado a su pistola, y con la mirada impregnada en rabia, el turco que tantas veces había reconocido por foto, le apuntaba directamente a la cabeza. Cuando quiso apretar los ojos, sintió como el estómago le flojeaba en demasía, estaba a punto de hacérselo encima. Fue entonces cuando le deslumbraron los focos, atronaron las carcajadas e irrumpieron los aplausos. El turco se quitó la peluca, el bigote y la nariz postiza y pudo reconocer a uno de sus compañeros tras el disfraz.

Una broma de despedida demasiado pesada. Aún con el corazón en vilo, le condujeron a un club de lujo donde le obligaron a escoger entre la más guapa. Llevaba demasiado tiempo sin conocer el placer carnal como para negarse ante tamaña ofrenda. Subió tras la chica a la habitación de arriba y se desnudó en silencio. Se abalanzó sobre la cama y buscó el agujero negro del placer. Solamente encontró un chasquido en la espalda, un dolor horrible y un gatillazo para olvidar. Hizo jurar a la chica que no le contaría nada a nadie y se marchó al cuarto de baño para expulsar toda la mierda que tenía acumulada en su interior. Era la segunda vez que se cagaba a lo largo de la noche. Lloró sin lágrimas y rió sin carcajadas. La vida ya no volvería. Ruperto Aníbal estaba demasiado viejo para aguantar un envite pero demasiado vivo como para seguir aceptándolos.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

El olvido

¿Se había vuelto loca? ¿Por qué no le conocía?

Llevaba viviendo con su mujer el tiempo suficiente como para conocer cada una de sus miradas y aquella no era una de sus miradas. La encontró vacía, perdida, sin encanto. Intentó profundizar en aquellos ojos y no vio más que vacío.

- ¿Qué te pasa?
- A mí nada.

Y entoces volvió en sí. Le besó con mucha ternura y se encogió entre sus brazos.

- ¿Por qué no volvemos al parque? - Le preguntó

- ¿A qué parque? - Contestó él cargado de duda.

- Al parque en el que me diste el beso.

Entonces lo recordó. Hacía demasiado tiempo y aquella tarde había sido tan desastrosa que nunca la había rememorado en cincuenta años de matrimonio. Aquel primer beso en el parque donde fue a pedir su mano y terminó rompiéndole una muñeca por accidente.

Permanecieron en silencio durante unos minutos hasta que ella volvió a girarse hacia él.

- ¿Quién eres?

Corrieron hacia el médico, él cargado de preocupación, ella cargada de melancolía. A menudo iba y a menudo venía, como si de una noria desmemoriada se tratase.

Cuando escuchó la palabra Alzheimer quiso creer en los sueños. No podía ser verdad. La miró en silencio y después preguntó al médico.

- ¿No recordará nada?

- Dentro de un tiempo, no.

- ¿Ni siquiera recordará nuestro primer beso?

- Me temo que no.

Entonces se acercó hacia ella y la besó por penúltima vez. Si habría de dejar una esquirla en su memoria que mejor manera que rememorar aquella tarde en el parque. Cogió su mano y lloró. Juntos se marcharon a casa y juntos se fueron olvidando de todo hasta que la vida se olvidó de ellos.

jueves, 29 de octubre de 2009

Contraespionaje

Había visto demasiadas películas de James Bond como para dejarse asustar por un cañón de nueve milímetros. Avanzó por la cornisa mientras jugaba a cubrirse con los antepechos de las ventanas y escuchó los disparos que se perdían calle abajo, buscando una víctima que esta vez, una vez más, sería inocente.

Aquellos malditos criminales de “Calendario Perpetuo” no iban a evitar que largase toda la información al jefe. Faltaría más. Llevaba demasiados años de entrenamiento y demasiados años al servicio del gobierno como para intimidarse y dejarse perder ante tres matones de segunda categoría.

Trepó hacia un ventanal abierto y buscó un refugio tras la puerta del salón de estar de un domicilio costumbrista. Suplicó silencio con ambas manos a dos tortolitos a los que se les atragantaban las palomitas y la película de miedo, y salió por la puerta en busca de su destino más cotidiano; matar.

Montó su arma y subió a la azotea en silencio, como un profesional. Se ocultó tras algunos voladizos y repartió tres silenciosos disparos sobre las cabezas de sus rivales. Descolgó el teléfono y buscó el número de las ocasiones especiales.
- Contraseña.
- Es más fácil matar que vivir.
- Calendario Perpetuo al habla.
- He cumplido mi trabajo. Tus tres matones no te darán más problemas.
- ¿Y la información?
- Cuando tenga el resto del dinero.
- Sabes que tu país perderá mucho poder con esto.
- Cuando alguien gana, siempre hay alguien que pierde.

Escuchó la siniestra carcajada y cortó la comunicación. Bajó a la calle y buscó su coche. En su línea de seguridad sonaba una llamada del gobierno. Tenía tantas cosas que contar y tan pocas ganas de hacerlo que pisó el acelerador y dejó que el tono telefónico se perdiese en el tiempo mientras él se perdía en busca de su fortuna.

viernes, 11 de septiembre de 2009

De mentira

Llevaba demasiados años en el cuerpo de policía como para evitar que una noticia le pillase por sorpresa. Había estado dando vueltas durante toda la noche, arrugando las sábanas e intentando no despertar a Roberto por miedo a romper el silencio y no dar tregua a ninguna de sus desesperanzas. Le habían dado un indicio durante tantas ocasiones y durante tantas ocasiones había caído en el saco vacío de la pista falsa, que no quería romper la paz de la noche para contar lo que posiblemente no fuese cierto.

Se despertó más temprano que de costumbre y, tras despedir a Roberto en un beso silencioso se marchó a comisaría para estudiar los avances a los que había llegado su compañero. Desde el asesinato de su hija no había dejado de buscar al criminal que le había roto la vida.
- Esto no te va a gustar. – Le advirtió su compañero.

Llamo una vez más a Roberto pero su teléfono seguía apagado. Desde que se habían conocido jamás había dejado de responder una llamada telefónica. La sentaron frente a una fría mesa de metal y una mano bien cuidada apretó el botón del play de la grabadora.
- Hace ya un año que cumplí mi trabajo, joder. Me cargué a la niña tal y como me ordenasteis y aún no me habéis dado la pasta.

Cayó de espaldas al suelo antes de escuchar la respuesta del interlocutor. Había reconocido, tras el minúsculo altavoz de la grabadora, la voz de Roberto, el mismo hombre que había conocido justo después de quedarse viuda y heredar la inmensa fortuna de su marido.

Volvió en sí con la ayuda de su compañero y de un pequeño sorbo de agua, pero no tardó en caer de nuevo en la profundidad de la inconsciencia cuando escuchó la voz de su adorable hermana.
- No pienso consentir que esa puta se lleve todo el dinero. Cuando la mates y me haga rica por ser única heredera te daré el doble de lo estipulado.

martes, 8 de septiembre de 2009

Mirando al tejado

Me dijeron que era una nave espacial y yo me lo creí como un bobo. Tenía sólo siete años y de aquel viaje por los aires me quedó el recuerdo de un vómito y la mano temblorosa de mi madre sobre la mía.

Hace ya veinte años que vivimos en el pueblo y aún hay cosas a las que no me acostumbro. Recuerdo que en nuestra antigua casa podía tocar los pájaros y podía caminar sobre el río. Y no entiendo porque ahora no.

Allí, los coches no tenían ruedas y las personas podían saltar para alcanzar los tejados de sus casas. Cuando lo cuento no me creen y con los años he llegado a creer que he soñado toda mi infancia. La cuestión quedo aclarada el día que mis padres me dijeron que habíamos llegado a casa en una nave espacial. Qué cosas. Han pasado veinte años y aún no sé porque sigo soñando con todo aquello que no existió, ni sé porque hace un momento papá estaba en el jardín y ahora está deshollinando la chimenea subido en el tejado si no hay ninguna escalera apoyada en la fachada.

martes, 1 de septiembre de 2009

Los albores de la tormenta

- A veces me aburro y sueño que mato. Otras veces juego a desnudar con la mirada a las mujeres que pasan por la calle. Cuando no puedo dormir escribo historias horribles y cada mañana, de camino a clase, siento deseos de colgar de un árbol al gato de mi vecina de al lado.

“El otro día me mandaron hacer un trabajo con una compañera de clase. Mientras ella revisaba todos los libros de la biblioteca, yo solamente podía estar atento a su generoso escote. Llegué a pensar que se había vestido así por mí y sentí el impulso de violarla encima de la mesa. Me gusta que me provoquen y me disgusta no poder hacer nada por evitarlo. Cuando intento mover un dedo me recuerdo a mí mismo la poca cosa que soy y en lugar de pasar a la acción termino mis actos en una sonrisa bobalicona. Sé que me miran raro y sé que piensan que soy un imbécil. Y yo los quiero matar a todos.

“Mi madre me dijo que viniese al psicólogo porque me nota cambiado y yo he tenido que pelear mucho con ella hasta que me he convencido de que lo mejor es venir a verle.

- ¿Y por qué has venido a verme? – Preguntó el psicólogo.
- Porque a usted no le conozco. – Contestó con la voz apagada mientras sacaba del bolsillo la vieja pistola de policía de su padre. – Y tendré que empezar por alguien.

viernes, 28 de agosto de 2009

Un lugar demasiado oscuro

- Mamá, la abuela es un diablo.

No le gustaba que hablasen así de su madre, y mucho menos que fuese su propia hija quien se lo dijese.

Llevaban tiempo viviendo con su madre, exactamente desde que su marido había muerto en accidente de tráfico y se habían quedado sin ingresos, sin alegría y sin un techo donde cobijarse. Desde entonces, la pequeña Cristina se había vuelto huraña e introvertida.
- Cosas de la edad y del shock por la muerte de su padre. – Le había dicho el psicólogo en el que se había gastado los pocos ahorros que le quedaban.

Abuela y nieta no parecían llevarse del todo bien, se miraban de manera extraña y, cuando ella regresaba a casa de trabajar, a menudo se encontraba a su hija con los ojos vidriosos y a su madre con una extraña sonrisa de satisfacción.
- Mamá, la abuela es un diablo.

Un día regreso y no encontró lágrimas, sino sangre. Alguien había apuñalado a su niña a la salida del colegio.

Tras el entierro y el derroche de lágrimas se levantó a medianoche y creyó ver una luz encendida al final del pasillo. Una vieja cabra, con pasos torpes, recorría la casa y entraba en la habitación de su madre.
- Madre, me pareció ver una cabra.
- Hija, estás demasiado cansada.

Despertó al día siguiente en un lugar demasiado oscuro como para poder caminar sin agudizar la vista. Al final de la escalera pudo ver como su marido y su hija la esperaban con los brazos abiertos con el rostro dibujado en una enigmática sonrisa.
- ¿Qué hacéis aquí? – Les preguntó.
- Ella nos trajo. – Contestó el marido señalando una sombra irreconocible al final de la galería.
- Mamá, la abuela es un diablo.

A medida que se iba a acercando a la sombra pudo distinguir las patas arqueadas y la cornamenta desgastada de la vieja cabra que vio paseando por su casa durante la noche anterior. La miró fijamente creyendo reconocerla y cayó de espaldas cuando comprobó en sus ojos la misma extraña sonrisa de satisfacción que tenía su madre cada tarde cuando regresaba a casa.

Fue entonces cuando volvió a quedarse profundamente dormida y despertó al día siguiente en un lugar demasiado oscuro como para poder caminar sin agudizar la vista.

lunes, 24 de agosto de 2009

Una de dos

El bar volvía a estar lleno hasta arriba, como cada noche de sábado, y a Mario ya le aburría tanta rutina. Ser guapo no era sencillo; le obligaba a mantener el nivel de exigencia y eso, con el tiempo, terminaba por convertirle en un inconformista.

Pidió un ron con coca cola y sintió el deseo en la mirada de la camarera. Ya se había acostado dos veces con ella y la segunda fue más por darle otra oportunidad que por verdadero deseo de repetir. Sonrió desganado mientras miraba al resto de clientes comérsela con los ojos.

Repasó cada esquina del local y en cada rincón encontró a una de sus últimas conquistas. Todas le miraban con ganas de volver a ser la elegida y Mario no tenía ninguna gana de volver a repetir plato. Apuró la copa y decidió volver a casa para repasar el ejercicio de sus dudas.

Entonces la vio. Hacía más de un mes que no coincidían y le había costado un mes olvidar su tacto de seda bajo el edredón. Volvieron a reconocerse con la mirada y Mario se acercó, feliz, seguro de que aquella noche iba a terminar mejor de lo que había imaginado. Estaba sola y, como una reina en palacio de hielo, esperaba a que los hombres terminaran de derretirse al contemplarla.
- Hola. – Dijo Mario dibujando aquella media sonrisa que tantos corazones había conquistado.
- Lo siento. – Dijo ella. – No soy de las que repiten.

Y se marchó moviendo sus caderas con aquel paso que amansaba a todas las fieras. Mario la vio cotejar a una nueva víctima y se sintió presa de su propia insatisfacción. Tendría que darle una tercera oportunidad a la camarera. O eso o marcharse a casa para hacerse viejo ejerciendo el onanismo.

jueves, 20 de agosto de 2009

Turbulencias

Hacía mucho tiempo que Alfonso sentía pánico a volar. Exactamente desde el día en que una turbulencia les había hecho descender doscientos metros en picado y había terminado el viaje con el pelo despeinado y la congoja bailando en su garganta. Por ello, cuando el comandante encendió la radio para anunciar problemas y las mascarillas de oxígeno saltaron de su compartimiento, se arrepintió firmemente de no haberse bebido dos botellas de ginebra antes de subir al avión.

Envalentonado por la amenaza de muerte que pendía sobre su cabeza se volvió hacia la rubia que le acompañaba y magreó sus carnes al tiempo que le plantaba un sonoro beso en la boca. Como siempre había soñado con ser cantante, improvisó un micrófono con el periódico de actualidad y se marcó una actuación a lo Tom Jones que ni Carlton Banks hubiese superado. Sacó a bailar a una ancianita risueña y pidió matrimonio, rodilla en moqueta, a cada una de las azafatas que se dirigían a él para suplicarle un comportamiento mucho más cuerdo.
- Da igual, vamos a morir. – Repetía. – Solamente quiero dar rienda suelta a mis instintos. – Y volvía a repartir besos en la boca de quien se acercaba a apaciguarle.

Pero el avión regresó a su rumbo.
- El peligro ha pasado. – Anunció, aliviado, el comandante.

Alfonso regresó a su sitio y, con la cabeza baja, sintió sobre su nuca la mirada de cada uno de los pasajeros que le acompañaba. Entre el murmullo, la rubia que viajaba a su lado se levantó para cambiarse a un asiento libre que había en la parte de atrás. La ancianita seguía tan risueña como antes y las azafatas pasaban de largo cada vez que llegaban con la bandeja cargada.

Por primera vez en su vida deseó que el avión se hubiese estrellado de verdad.

lunes, 3 de agosto de 2009

Pozo con fondo

Me trastabillé y caí al fondo del agujero sin apenas darme tiempo a poner las manos para amortiguar. Debí pasar inconsciente un par de horas porque cuando desperté el cielo estaba estrellado y un molesto aire frío perforaba mis músculos. Hice inventario de mis huesos y todos parecían sanos, más la sangre que brotaba de mi frente delataba una escandalosa brecha. Con los brazos magullados intenté aferrarme a los salientes del pequeño pozo y trepar de nuevo hacia el campo de la luna. No era demasiado largo, pero sí lo suficientemente profundo como para propinar un buen golpe. Con la pierna a rastras conseguí llegar a mi casa y casi caigo desmayado cuando comprobé que la llave no entraba en la cerradura.

Intenté serenarme por un instante y observé, inquieto, como el color de mi vieja casa de madera había mutado del gris al rojo sin haber dado yo el visto bueno a aquel cromatismo. Hubiese creído que me había confundido de casa sino fuese porque mi gran veleta de hojalata en forma de nave espacial seguía bailando sobre lo alto del tejado. Golpee la puerta con ímpetu y un joven a punto de entrar en la treintena me observó con detenimiento nada más abrir la puerta. Súbitamente me reflejé en un espejo que había tras él y que no recordaba haber puesto allí; mi aspecto no era de lo más halagüeño. Tenía las ropas sucias y raídas, la cara ensangrentada y el pelo ennegrecido y alborotado. Tras un suspiro de desaprobación, observé como el chico me miraba atónito, como si quisiera recordar quién era el tipo que se encontraba ante su puerta.

“¿Quién eres?”, preguntamos al mismo tiempo y casi sin darnos tregua para reflexionar volvimos a contestar al unísono, “Soy el dueño de esta casa”. Desesperado tras el portazo supliqué en voz alta por una ducha caliente y un colchón en el que descansar. Pasados unos minutos, el chico volvió a salir y me encontró recostado en el porche, tarareando una vieja canción popular. Me sorprendió comprobar que se la sabía y, juntos, tarareamos la melodía justo hasta el final. En aquel momento, el muchacho se enjugó las lágrimas y me enseñó una vieja fotografía que yo mismo había hecho el día anterior. Allí estaba yo junto a mi pequeño.
- Padre. – Me susurró al oído antes de darme un abrazo.- No estás muerto. – Y antes de soltarme para observar mi rostro con detenimiento, sonrió. – Creo que lo encontraste.

Hacía más de ocho años que nos habíamos mudado a aquella casa. Mi esposa había dado a luz en ella y, desde entonces, yo seguía buscando la razón por la que me habían contado que aquel campo era mágico. Durante años, que se me hicieron eternos, anduve buscando el abismo tras el cual, contaban, existía el milenario agujero del tiempo. Durante meses me habían tachado de imbécil y durante muchos años después, habían colocado mi esquela con un ejemplo a seguir para no caer en la locura de los sueños. No había estado muerto, sino viajando veinte años hacia adelante.

viernes, 24 de julio de 2009

Vuelta a casa

Hacía meses que no regresaba del tajo con ilusión. Ya no esperaba el beso de bienvenida de su mujer ni la sonrisa de agradecimiento de su hijo. A ella la perdió el día en que se dieron cuenta que el amor no dura para siempre y al niño lo había perdido mucho antes, justo el día que le dio permiso para llegar más tarde de medianoche siendo aún menor de edad.

Como todos los hombres que nacen para sudar y llorar, Rafael sabía que el pan nacía de su esfuerzo. Ella, como una reina de sus caprichos en cada noche de regocijo, había dejado de trabajar el día que se casaron para convertirse en una maruja sin dueño y sin deberes. “Si quieres la cena te la haces”, “Si quieres ver fútbol te compras otra tele”, “Si quieres dinero espérate a cobrar que me lo he gastado todo en trapitos”.

Durante años consintió la holgazanería y la casa sucia porque seguía sintiendo la misma pasión que en los días de instituto en los que la buscaba tras las esquinas para robarle besos a espaldas de los profesores. Después llegó el niño y más tarde el abandono. Durante un tiempo ella volvió a pintarse los labios y a echarse perfume tras sus duchas semanales y él pensó que el tiempo quería darle una segunda oportunidad. Sus ilusiones se vieron abajo el día que llegó pronto de trabajar y se la encontró en su propia cama cabalgando a horcajadas sobre su vecino del quinto.

Desde entonces se aguantan por instinto y por una hipoteca que sigue acribillando tres cuartas partes de su sueldo. Mejor aguantar cuernos que vivir debajo de un puente sin sofá donde dormir y sin niño al que regañar. Porque lo del niño ya era cuento aparte. De estudiante modelo había pasado a niñato rebelde. Se gastaba las pagas semanales en costo barato y tinta para tatuajes. Aspiraba a ser nadie y rechazaba cada regañina con un desplante y una amenaza de muerte. Le dejó irse de casa tantas veces como pudo y hubo de recogerle de nuevo tantas veces como el frío sentenciaba sus noches de soledad.

Una tarde llegó a casa y no vio nada. Ni mujer, ni hijo, ni sofá, ni televisor donde ver el fútbol. Como cena quedaba un mendrugo de pan duro y sobre la encimera de la cocina una nota de abandono que le supo a fracaso y a desaliento. Se sentó en el suelo y esperó a que la noche le diese una respuesta. No había dinero bajo el colchón, ni libretas de ahorro en las que buscar un número de reintegro. No había nada. Por haber, no había ni vecino del quinto en quien desfogar su rabia. Se asomó al balcón y buscó remedio en el vacío que quedaba entre los coches aparcados pero decidió que lo mejor era dormir una noche en el suelo y volver a empezar de nuevo. Volvía a ser nadie, y esta vez de verdad. Regresaría al tajo y volvería a peinar su pelo con fijador y a rociar su cuello de colonia. Quizá algún día volviese a sentir ilusión a la hora de regresar a casa. Se acabó la vida pero aún quedaba la esperanza.

jueves, 16 de julio de 2009

Muerto de risa

Desde pequeño ya había sido el gracioso de la clase, el típico chancero capaz de improvisar un chiste o una gracieta en la más inverosímil situación. Ligaba poco porque era tan feo como locuaz, pero andaba siempre con el pecho erguido y los brazos agarrados por las chicas más guapas del instituto. Donde iba Perico, allá iban todos, prestos a escuchar su ingenio y a dar rienda suelta a sus carcajadas.

Nada más empezar en la universidad cambió las clases por los escenarios. Su padre, más apegado a las costumbres que a las iniciativas, reprobó su talento y le escondió el saludo para siempre. Mientras iba ganando puestos en el escalafón del humor, iba dejando puertas cerradas tras de sí. Ya no era el feo gracioso sin padre y sin futuro sino un humorista de fama al que el país aplaudía en cada una de sus salidas de tono.

Pero como todas las modas que acechan el ánimo de lo inesperado, su capacidad para repetir su ingenio hasta la saciedad terminó por cansar y mientras él iba gastándose su fortuna en bares de carretera donde buscaba una chica que no le quisiese por sus chistes, sus contratos se iban diluyendo de tal manera que en apenas dos años pasó de los teatros más importantes a los más oscuros tugurios de su ciudad.

Hoy sigue riendo, se bebió todo el whisky que le quedaba tras sus actuaciones y ya ni las fulanas se atreven a mencionar su nombre. En un viejo manicomio de la ciudad siguen escuchándose los mismos chistes y las mismas carcajadas sin aplauso. Ya no hace reir a nadie más que así mismo y aún así, sigue intentando ingeniar momentos sabiendo que el que tiene genio y figura se lo lleva todo a la sepultura.

miércoles, 3 de junio de 2009

El dragón caprichoso

Ante la soledad, resurgen siempre las inventivas. Como no había nadie que le quisiese en doscientos mil kilómetros a la redonda, al dragón de Cachupbtel le gustaba salir de noche y jugar al miedo con las parejas de adolescentes. La primera vez que espió a dos jóvenes haciendo el amor, regresó a casa con el miembro inflamado y la muñeca desgarrada; no podía imaginarse que aquello de la masturbación fuese tan costoso.

Como no tenía dragona a la que amar ni agujero donde reclamar sus ansias, viajaba cada noche hacia su recodo favorito del bosque para verles hacer el amor y darse placer a sí mismo mientras se imaginaba en el mismo auto y en la misma postura. La primera vez que le vieron, se dejaron por el camino el auto, la garganta y unas braguitas blancas bordadas con encaje. Como le gustaron tanto el olor a hembra encendida como la textura de una tela que nunca había imaginado tan suave.

Como quiera que se encaprichó de aquel tacto, cada noche regresaba sigilosamente al lugar para esperar entre los árboles a hacer su aparción estelar y llevarse de recuerdo unas nuevas braguitas para su colección. Cuando llenó su primer estante, hubo de encargar, miedo mediante, al carpintero de la comarca que le fabricase un nuevo armario para su colección de ropa íntima. Los amantes de Cachupbtel, asustados ante su presencia, dejaron de ir al bosque y buscaban refugio amoroso en los sótanos de las casas intentando que ni el dragón, ni el padre de las chicas, se enterasen de los escarceos.

Fue cuando prendió fuego a la primera casa, cuando las chicas dejaron de comprarse bragas y los chicos dejaron de sentir la lívido encarnizarse sobre su deseo. Ahora las chicas bajan a la compra sin ropa interior y, aun en su deseo, no encuentran sosiego para sus ardores pues no hay chico punible para el amor. A los chicos ya no se le levanta y el dragón hace tiempo que no sale de su cueva; triste y compungido, hecha de menos aquellas noches en las que jugaba a espiar y regresaba a su guarida con un calentón de muerte. Sus llamas apagaron otras llamas y ahora la especie humana se extingue en Cachupbtel. Ya no hay fecundaciones, ya no hay niños, ya no hay miedo a los dragones. El mundo se acaba por culpa de un puñado de bragas mojadas.

jueves, 28 de mayo de 2009

Entre constelaciones

Pedro vivía entre constelaciones desde que terminó de ver la primera temporada de "Los caballeros del Zodiaco". A menudo, mientras visitaba a sus abuelos y recorría calles de insalubre soledad, jugaba a esconderse entre los coches e imitar a Seiya mientras reunía toda la fuerza que Pegaso era capaz de administrarle.

Cuando creció un poco y comenzó a ganar sus primeros dineros, viajó hacia el norte de Europa para visitar los hielos de El Cisne mientras emulaba batallas contra los caballeros de Asgard. Soño entonces con un camino de regreso con parada en El Hades y dar rúbrica a todas las promesas que Shiryu e Ikki se dejaron pendientes por culpa de una productora que no quiso dar más dinero a un equipo de fabulosos dibujantes.

Su misión, por tanto, sería la de rubricar su infancia con un puñado de viñetas que diesen como vencedor a la expedición del zodiaco siempre dispuestos a librar sus batallas por Atenea. Sus compañeros de universidad, más dados a la cerveza barata y el calimocho frío, torturaron sus tardes de botellón tachándole de friki. Ahora todos ellos buscan dos duros debajo de un folio y delante de un ordenador que no les reporta más dinero del salario mínimo para sobrevivir. Pedro, sin embargo, hace meses que mandó al carajo su vida y siguió dibujando tanto como soñaba y más. Hoy es editor de éxito, aún no consiguió terminar la historia de "Los caballeros del Zodiáco", pero ha terminado otras tantas y sigue acaudalando el dinero como si de un reguero de estrellas caídas desde constelaciones infinitas se tratasen. Ya le pueden llamar soñador. Aquellos que se reían, ya no tienen dinero ni para cerveza barata y él brinda cada noche con una copa de Dom Perignon antes de regresar a la cama y seguir produciendo sueños.

lunes, 18 de mayo de 2009

Casa para doce, trabajo para una

Mariana tenía el cielo ganado desde hacía ya varios años. Se casó tan joven como sus ansias se lo permitieron y pronto se convirtió en una conejita alumbradora de criaturas. Hasta cuatro salvajes fueron saliendo de su cuerpo hasta que la economía dijo basta y la paciencia dijo esta es la mía. A los quehacere como madre, añadió siempre los de esposa responsable y abnegada. Faltaría más para una mujer de su casa educada en el seno de una familia católica y apostólica. Lo de la comunión diaria lo dejó a sus antecesores pues para ella el tiempo signficaba más oro que sermones.

Cena para uno y merienda para dos. Desayuno para tres y comida para cinco. Así día a día; mientras despedía al marido abrillantándole los zapatos, despertaba a los dos mayores para que no llegasen tarde al instituto. También tenía que bañar al pequeño y consentir al tercero de los cuatro para que no cayese en las garras de los celos.

Por si no tenía bastante, tuvo que acoger a sus suegros cuando estos cayeron enfermos. Y al baño matutino del niño pequeño, se sumaba el de los dos ancianos. Meses después, fue su padre, quien después de quedarse viudo, se presentó en su casa en busca de cobijo, compañía y comida caliente. A la tarea de sumar un cuidado más, añadió la de tener que soportar discusiones entre dos cosuegros que nunca se tragaron. Pero por si aún eran pocos, no parió la abuela sino la novia del hijo mayor que, en un arrebato de calentura, se quedó embarazada y tuvo que acudir a la acogida de su suegra una vez que sus padres la habían echado de casa.

Las comidas y las cenas se habían multiplicado por dos, las lavadoras se multiplicaban por tres y la plancha se multiplicó por cuatro. Como ya eran mayorcitos, todos tenían la suficiente capacidad para hacerse su propio desayuno, eso sí, lo de fregar el vaso y recoger la mesa ya era tarea de madre. Igual que lo era doblar los calcetines, guardar los calzoncillos y reponer cada semana la nevera para que a los dos días hubiese sido asolada por el ansia devoradora.

Pero Mariana se plantó el día que su cuñada echó de su casa al golfo de su hermano. Allí se presentó el rufián buscando un hueco donde no lo había. Le preparó comida y cama y se arregló para salir después de catorce años encerrada entre cuatro dormitorios, dos baños y una cocina. Vació el armario y se marchó sin decir nada. En su casa, aún hay once personas que esperan impacientes un plato de comida caliente. Viven rodeados de cucarachas y los cacharros salpicados de migas y cerveza barata, se apilan uno tras otro sobre el fregadero y la encimera de la cocina. La cuenta corriente que un día fue compartida por un matrimonio hoy no tiene un duro y cada primero de mes una nueva tarjeta postal es depositada en el buzón por el cartero. En ellas pueden ver las imágenes más bonitas de los países del mundo. Mamá dice que está bien, pero que no se acuerda de vosotros.

jueves, 14 de mayo de 2009

La reina del instituto

Durante años fue la reina del instituto. Paseaba su porte de tía buena por los pasillos y dejaba regueros de babas cuales ríos de asombro por el embaldosado. Ligaba con los más guapos y, a menudo se la podía encontrar en la parte de atrás del patio de recreo probando los labios del más macarra de la clase.

Cuando suspendía, tiraba de encantos para camelarse al profesor de turno y, cuando no lo conseguía, solía llorar sus falsedades en la mesa del director. Contaban las leyendas urbanas que tenía callo en las rodillas y que a su alocuencia le debió el graduado que terminó sacándose tras tres años eternos en tercero de B.U.P.

Para los que un día soñaron con acariciar sus senos, la marcha del instituto signficaba no poder volver a verla y sin saber de ella estuvieron más de dos décadas en las que olvido terminó imponiéndose al deseo. Una de las chicas que tanto había sufrido sus burlas, juró haberla visto bajo un puente pidiendo un puñado de céntimos para empolvar su nariz. Fueron más los rumores de bajos fondos y menos las confirmaciones de realidad. Hasta que llegó el día de autos en el que todos pudieron reconocerla en aquella vieja yonki que yacía muerta bajo las ruedas de un camión.

Cuentan que tras su salida del instituto supo hacer mejor carrera de su cuerpo que de su mente. De clubes de alterne a promesas incumplidas y de sueños rotos al mundo oscuro de la cocaína. Andaba medio muerta y el camión no había podido verla hasta tenerla justo delante. Se la llevó por delante en las mismas puertas del instituto al que había regresado en un intento de volver a ser la reina de los pasillos. No consiguió entrar. Quedó para siempre hundida en el asfalto, justo a diez metros del lugar donde un día fue alguien.

sábado, 9 de mayo de 2009

Tercer dan

Alguna vez supo utilizar los brazos como método de defensa. Hubo una época en los que se jugaba más honor que satisfacción en cada uno de sus combates. Desde que descubrió el Karate, se había formado espiritualmente como un joven equilibrado y competitivo. No tardó en ganar campeonatos porque su aprendizaje era más pasional que causal. Encaraba los desafíos con el aplomo de los invencibles y la mirada asesina de quien visualiza la victoria, era un campeón entre los campeones y un ejemplo para las generaciones venideras.

Pero llegó el día de su primera derrota y quienes le habían ascendido hasta los cielos le mandaron al infierno de la mediocridad. No quisieron perdonarle que cayese con su estilo y con todo el equipo se quedó solo y sin maestro. En su intento por buscar un perdón en su camino, se encontró con el silencio y una paliza esclarecedora. Desde entonces jamás volvió a ser el mismo.

El alumno disciplinado se convirtió en maestro del crimen público. Regresó con fuerza y apretó los dientes con la rabia de quien sabe que la vida no regala ni a quien busca el equilibrio. Rompió la baraja y se convirtió en un desguazador de cuerpos. Contaba sus combates por heridos de muerte y sus victorias por gritos degarradores de reivindicación. Así hasta el día que se reencontró con su antiguo maestro y acabó en un suspiro con su nuevo discípulo. Le retó con la mirada y le miró con displicencia mientras se acercaba al centro del tatami. Acarició la muesca que indicaba el tercer dan de su cinturón negro y respiró orgulloso por haber alcanzado la cima sin ayuda.

Tras dos golpes sintió hundirse el taquique nasal sobre el cerebro y, por un instante, celebró el final de sus pesadillas. Jamás volvería a encontrarse con aquel maldito sensei que le enseñó a practicar el Karate. La muerte se imponía por fin entre los dos y mientras caía sobre la lona salpicando el kimono de sangre, observó como su antiguo maestro le miraba con lástima; las rodillas semiflexionadas y los puños empapados de sangre, diciéndole adiós al tiempo que le recordaba que jamás encontraría un alumno como él.

martes, 5 de mayo de 2009

La máquina del tiempo

Esto de viajar en el tiempo es mucho más complicado de lo que pensaba. Primero me mandan en misión ultraimportante, que salve a Jesucristo de ser clavado en la cruz puesto que, según ellos, la humanidad no podía consentir que su redentor tuviese una muerte tan cruel. Y yo, que intentaba explicarles que uno es redentor por algo, me tuve que ver vestido de romano de la época y cargándome a Poncio Pilatos antes de que le preparasen la jofaina. Una faena aquello de cargarse a un superior, porque además de actuar en la clandestinidad te tienes que ver para siempre marcado en los libros de historia como un desconocido traidor. Y resulta que después de regresar a casa con las manos manchadas de sangre y el redentor libre de la expiación forzada, me piden que regrese porque la humanidad no supo que religión inventarse y andaban unos con otros, entre asesinatos y orgías, dejando en simple broma aquello de las reconquistas y las limpiezas de sangre.

Vuelta a empezar, a llenarle la jofaina al goberndor de Judea para que pudiese lavarse las manos con total impunidad y pudiese dejar al pueblo que liberase de la tortura a ese ladronzuelo de Barrabás.

Y ahora me piden que rescate a Kennedy de la bala que le va a destrozar la cabeza una solead de tarde de 1963. Dallas es una ciudad demasiado fea para motivarse y yo soy demasiado tonto por aceptar estas misiones. Cuando regrese pienso pedir unas vacaciones de siglo XXII como Dios manda. A ver cómo demonios soy capaz de fastidiarles esa cortina de humo que se han montado con Lee Harvey Oswald. Sería más fácil comprarle un casco al presidente y convencerle de que no se lo quitase durante todo el desfile. Me encerrarían por loco, pero salvaría una vida. Me acerco a la valla que rodea el perímetro de la comitiva y desquebrajo tres tiros contra dos tipos armados con escopeta. Menudo revuelo.

Vuelvo a casa y hojeo las páginas de mi enciclopedia. Esto de cambiar las letras de la historia en cada viaje es un fastidio porque me cuesta horas ponerme al día de lo sucedido. Kennedy murió a los ochenta años, retirado en el Caribe y con dos mozas de buen ver haciéndole compañía. De aquel día en Dallas hablan de un chiflado que atentó contra la integridad del presidente matando a dos agentes de la CIA. Madre de Dios. Vuelvo a ser un traidor en paradero desconocido. Qué poco agradecida es la historia con quien consigue cambiarla.

viernes, 1 de mayo de 2009

Vencedores y vencidos

Temblaba de frío, tenía los pies sucios y la cara marcada por el sufrimiento. Observaba a los Guardias Civiles en silencio, con una mezcla de temor y hambre; miedo por resultar demasiado indiscreto con su mirada, hambre porque hacía más de dos días que no encontraba un trozo de pan duro que echarse a la boca. La vida en el monte era demasiado dura para un niño de nueve años que apenas había aprendido a leer su nombre. La crueldad de una guerra que no entendía le había dejado en la calle y mientras esperaban noticias desde el frente, se veía obligado a vivir sin padre y con una madre que se dejaba las manos arrancando chupones para fabricar un pedazo de carbón. Decían que la guerra había terminado y que pronto regresarían todos a casa. Los que, como su padre, se habían mostrado contrarios al levantamiento militar, terminarían muertos en cualquier cuneta de España y de tal manera lo hacían saber los Guardias Civiles mientras se acomodaban en dos piedras para dar cuenta del botín. No hacía más de dos horas que el tío Alfredo había cazado un conejo despistado entre las jaras de la sierra. Con medio litro de agua, un poco de aceite y dos patatas medio comidas por los ratones, habían conseguido cocinar un guiso que, aunque escaso en cantidad, olía al más exquisito de los manjares. Fue cuando estaban a punto de probarlo cuando irrumpió, cruzando el camino, la pareja de la Guardia Civil, con sus solemnes capas y sus imperiosas montaduras. Se levantaron presos del pánico, aduciendo en su memoria las terribles historias que les habían contado y les dejaron acercarse hasta la sartén. En silencio, les vieron devorar el guiso y chupar todos los huesos del conejo sin dignarse siquiera a ofrecer un triste bocado. Les observaron comer entre lágrimas y entre rencor y miedo les vieron marcharse por donde habían venido. Se hizo la noche y hubieron de acomodarse en el suelo en un chozo cubierto de barro. No había nada que comer y mucho por trabajar. España ya era un país de vencedores y vencidos y a ellos les había tocado el lado de abajo de la balanza.

martes, 28 de abril de 2009

El milagro de la vida

La mascarilla bien ajustada al rostro y el látex de los guantes bien apretados sobre los dedos. Hace apenas dos semanas que comencé la residencia y, hasta ahora, las cosas no han sido como me las habían contado. Cada día aparece un anciano con el bastón en la mano y la queja en la garganta, le receto algún calmante y vuelvo a necesitar un masaje que relaje mis cervicales. Iluso de mí, siempre creí que las urgencias de un hospital eran tal y como las contaban las series de televisión. De jovencito soñaba con ser el doctor Ross y enamorar a las enfermeras al tiempo que obraba el milagro de la curación en cada paciente desangrado que entraba por la puerta. Y ahora, mientras asimilo que el doctor House es un invento de la ciencia ficción, sigo esperando un paciente que me devuelva el cosquilleo que me impulsó a estudiar medicina. Quizá sea este, una mujer que me mira con ojos de desconfianza y mueca de dolor desesperante. La asistente termina de colocarme la bata y me coloco justo al lado de mi adjunto; voy a ser testigo de mi primer parto. Por fin algo de emoción. Obedezco las órdenes y asisto absorto al oficio de milagrero. Con el llanto del bebé rompo a llorar de emoción, con el llanto de la madre rompo a llorar de orgullo. Ya pueden venir más ancianos a por mi receta de calmantes, por más que tras su marcha siga necesitando un masaje en las cervicales, ahora vuelvo a recordar por qué un día quise ser médico.

viernes, 24 de abril de 2009

El vaso medio vacío

Apuró el último trago de whisky y volvió a sentir un escalofrío recorriendo su espina dorsal. Desde hacía mucho tiempo vivía en estado de embriaguez y no tenía pensamiento de redimir sus pecados alejándose de la botella. En el barrio era bien conocido por sus históricas faenas y, al tiempo que divertía a los niños con sus historias incoherentes, alarmaba a los mayores por el ejemplo que pudiese estar dando a sus hijos.

Les contó el día que quiso hacer realidad el chiste y acorraló a una monja en el portal para presumir de haberse acostado con Batman. O cuando saltó desde lo alto de un puente para demostrarle a sus amigos que sus piernas eran de goma inquebrantable. O aquel día en el que se enfrentó a tres cacos y evitó que se llevasen el bolso de una señora mayor.

Todas aquellas eran mentiras confabuladas por su mente insana. Apenas recordaba su último momento de lucidez, casi no tenía consciencia de que un día había sido feliz. Abandonó de nuevo a los chicos y se acercó a la barra del bar a seguir maldiciendo sus penas. Hubo un día en el que amagó con tener una familia y se encontró la casa vacía cuando regresó del trabajo. Desde entonces no había tenido más compañía que un vaso medio vacío y mil historietas inventadas.

Le gustaba imaginar lo que no existía porque un día vio lo que existía y no sentía interés por volver a contemplarlo. Fue el día en el que trató de dejar el alcohol y contempló como miles de insectos asesinos se arremolinaban a su alrededor para chuparle toda la sangre y hacerle vomitar hasta la última gota de su sudor. Le dijeron que, como todo, había sido mentira, aunque él estaba seguro de haberlo visto con sus ojos y sufrido con sus lágrimas. Lo llamaron delirium tremens. Desde entonces sigue bebiendo, sigue imaginando lo que pudo llegar a ser y sigue sonriendo cada vez que se acerca a los chicos del barrio porque en ellos encuentra la mismas sonrisas que un día le hicieron sentirse el hombre más feliz del mundo.

lunes, 20 de abril de 2009

A pleno sol

Por una fortuna sería capaz de matar. Repasó su pensamiento mientras cerraba con cuidado la última novela de Patricia Highsmith y la depositaba en una toalla sobre la arena. El sol caía demasiado vertical en Capri como para hacerle quiebros. Tapaba su frente con una visera y en el soslayo de su mirada podía contemplar el ir y venir de hombres y mujeres bien avenidos. Para él, doctor en apariencia y mendigo de la vida, imaginar que era como ellos significaba alcanzar la felicidad por la vía del olvido. Frecuentemente, se fijaba en los chicos más jóvenes, niños de papá en vacaciones perpétuas e intentaba localizar en cada sonrisa la confianza austera de su Phil Greenleaf particular. Frecuentaba, cada noche, los locales de moda buscando entrar en los selectos grupos de niños ricos y clubes deportivos, pero cada amanecer regresaba a casa con la insípida sensación de sentirse obviado por el mundo. Por ello, cuando encontró una sonrisa a su lado, no tardó en acomodarse sobre la toalla de diseño y mostrar la palma de la mano a modo de saludo. Junto a él se encontraba el niño rico que siempre había deseado conocer. No perdería el tiempo en preguntas triviales ni en discusiones absurdas, prepararía escrupulosamente el plan y guardaría bajo el sombrero su puñal mejor afilado. Él también podría ser Tom Ripley. Por la fortuna de uno de aquellos niños ricos sería capaz de matar.

martes, 14 de abril de 2009

Cinco minutos para el espectáculo

Cuando quedaban apenas cinco minutos para el comienzo del espectáculo, sintió en su interior el cosquilleo del éxito recorriendo sus venas. Se imaginó en cada milímetro del escenario, taconeando y virando sobre sí mismo para prestarle al mundo un trozo de arte. Había luchado mucho para llegar allí y por eso seguía soñando con su parcela de fama.

El show, como parte de la gala anual que se ofrecería en honor a los jefes del estado, se televisaría para todo el país. Cientos de espectadores sobre sus butacas y millones de ciudadanos frente al televisor y él seguía mascando cada aplauso y recreando cada agradecimiento.

El día que le habían contratado para el show se cumplieron de golpe todos sus sueños. Tantos pasos de baile derramados sobre la escuela, tanto sudor derramado sobre la tarima y tantas noches en vela soñando con una oportunidad. Apuró el casting hasta sus últimas consecuencias y como premio obtuvo la ocasión que siempre había soñado.

Cada día iba corriendo a ensayar y después de cada ensayo regresaba corriendo a casa. Una manera como cualquier otra de mantenerse en forma y expulsar las endorfinas que generaba su sistema nervioso. Por eso, el día que metió el pie en una boca de riego y se partió la tibia por la mitad, solo pudo pensar en malos augurios. Los mismos que le había deseado su padre en silencio desde que había decidido dedicarse a aquel oficio tan vergonzante del ballet.

Comenzaba el espectáculo y él continuaba tan nervioso como siempre. Se abrió el telón y dejó caer una lágrima. Sentado frente al televisor y con la pierna escayolada hasta las ingles volvió a imaginar que él estaba allí, buscando la gloria en cada zapateo y demostrando, en cada giro, que los sueños deberían fabricarse para ser cumplidos.

viernes, 10 de abril de 2009

Compañeros

Llevaba muchos años trabajando codo con codo con su compañero de faenas. Se habían conocido en la academia de policía y el destino había querido que ambos ingresasen en la misma comisaría para iniciar, aliento con aliento, la búsqueda imparable de delincuentes y maleantes. Ambos habían superado a la vez la prueba de inspector y ahora que tenían una edad se habían convertido en mitos indestructibles para el resto de compañeros del cuerpo.

De la búsqueda del último asesino en serie sabían, por comentarios de testigos, que era un tipo de abundante pelo negro y que vestía una cazadora de cuero negra con un parche de "Harley Davidson" en la espalda y zapatillas blancas de deporte.

En el penúltimo receso de su profesión, decidieron tomarse un sábado de descanso y cenar, como caballeros, en el mejor restaurante de la ciudad. En cada bocado de carne intentaron olvidar los cadáveres aparecidos con el corazón paralizado por el veneno y la frente agujereada por una bala de nueve milímetros. En cada trago de vino, intentaron dejar atrás las visiones de las víctimas aterradas por el dolor y con el rostro impregnado de sangre.

Decidió aceptar, como tantas otras noches, una penúltima copa de licor en el confortable sillón del salón isabelino de la casa de su compañero. Era demasiado clásico y demasiado británico en sus modales y su forma de vestir. Siempre impecable, con su traje a medida y sus zapatos de piel. Con el pelo gris, marcado por el tiempo y las visiones, perfectamente peinado con fijador. Y con el mueble bar siempre dispuesto para el mejor trago.

Saboreó el whisky con mimo y relamió los dieciséis años de reserva. Se acercó a la habitación de su compañero mientras este picaba una nueva ración de hielo y buscó, tal y como le había pedido, la cinta de vídeo donde tenía guardadas las imágenes de su primera cena de navidad en el cuerpo. En el armario, entre los trajes perfectamente planchados, encontró una inusual cazadora de cuero que sacó con cuidado de su percha. De la misma, colgaba una bolsa de plástico que abrió con nerviosismo para descubrir una descuidada peluca de abundante pelo negro. Tuvo que resistir para no caerse cuando descubrió un raído parche de "Harley Davidson" adornando la parte trasera de la cazadora. Y comprobó, como una lágrima de desencanto caía por su mejilla, cuando encontró un par de zapatillas blancas de deporte escondidas en un rincón del armario.

Durante un instante creyó escuchar pasos, pero no eran más que los latidos de su corazón indicando la tensión a la que se estaba viendo sometido. Seguidamente sintió un latigazo en el pecho y cayó de rodillas sobre la elegante alfombra persa. Miró al frente y descubrió la sonrisa de su compañero y la mano firme empuñando un cañón de nueve milímetros. Entendió, instantáneamente, que el corazón estaba dejando de latir preso del veneno que había ingerido en el vaso de whisky. Y supo también, antes de morir, que la cara con la que descubrían a las víctimas antes de recibir una bala entre ceja y ceja, no era de dolor sino de sorpresa al descubrir, como él, que la persona en la que habían confiado sus últimos minutos de vida no era más que un asesino sin piedad.

lunes, 6 de abril de 2009

Sin miedo

Cuando le arrestaron tenía las manos ensangrentadas y la mirada limpia. Su conciencia estaba vacía y su historial continuaba escribiéndose en rojo. Hacía tiempo que había empezado a matar y ahora que habían dado con su paradero no pensaba ponerles las cosas difíciles.

Desde que nació se convirtió en un personaje ajeno al miedo. Se acostumbró tanto a las palizas de su padre y a las compañías furtivas de su madre, que aprendió a sobrevivir con tres cuartos de imaginación y otro de recelo. Como nunca conoció el miedo, le gustaba asesinar a cara descubierta para comprobar como era la mirada de un hombre a punto de morir. Aquellas pupilas hinchadas, aquel gesto de súplica y aquel último rictus de odio. Eso era el miedo, y él aún no lo había conocido.

Caminaba hacia el cadalso con pasos tranquilos y mirada imperturbable. Había solicitado un espejo frente a su rostro como última petición previa a la muerte. Recorrió el pasillo que conducía a la silla eléctrica masticando el silencio y recordando, una vez más, la mirada impertérrita de cada una de sus víctimas. Ellos habían tenido miedo, él nunca.

Le sentaron con displicencia y le mostraron su propio rostro frente a un espejo medio metro de largo. No vio nada, solamente una mirada que terminó de perderse tras la oscuridad de la capucha con la que cubrieron su cabeza. Vivió sin miedo y, mientras los voltios iban arrancando cada pedazo de su sistema nervioso, murió recordando lo que nunca había visto. En aquella mirada frente al espejo había visto a un tipo sin arrepentimientos, sin conciencia y, una vez más y ahora por siempre, un tipo sin miedo.

jueves, 2 de abril de 2009

La tableta de chocolate

A medida se sorprendía de la capacidad que tenía, para hacerle soñar, el majestuoso sabor de una buena tableta de chocolate. Se sentaba en el sofá y aprovechando el silencio de la noche se dejaba llevar por el aroma y el placer del chocolate negro derretido sobre el paladar. Pensaba en vuelos interminables, en logros asombrosos, en oportunidades indescifrables.

Nada más apurar el penúltimo bocado y mientras observaba como media onza quedaba divididad por el disconforme dibujo de su dentadura, el timbre de la puerta le hizo abandonar su estado de panacea mental. Tras la puerta, tan morena y guapa como siempre, con apenas un albornoz tapando su cuerpo y con la encantadora sonrisa de todas las mañanas, se encontraba su vecina de enfrente.
- No me funciona la ducha. - Susurró. - ¿Puedo ducharme en tu casa?

Con apenas un balbuceo la invitó a pasar y mientras imaginaba su cuerpo desnudo bajo la ducha, quiso acercarse a la puerta del cuarto de baño para romperla de un puntapié y apuntarse a la fiesta del agua caliente. Se escuchó una dulce voz tras el grifo que le invitaba a pasar. Con mucha precaución, pues temía estar cayendo en un juego de su propia imaginación, desentornó la puerta y entró despacio dentro del cuarto de baño. La observó desnuda, más guapa que nunca y tan sonriente como siempre.
- Dúchate conmigo. - Le sugirió.

Se empaparon juntos de agua caliente y espuma. Tras los refrotes llegaron los besos y tras los besos las caricias. Terminaron, mojados por el agua y el deseo, haciendo el amor en la cama durante varias horas hasta que la madrugada les rindió y se dejaron caer en un sueño profundo, abrazados y radiantes de felicidad.

Cuando despertó estaba solo. No había cama ni restos de frenesí. Seguía en el sofá y los primeros rayos del sol cegaban su mirada. Buscó en su regazo y encontró aquella media onza mordida. A medida se sorprendía de la capacidad que tenía, para hacerle soñar, el majestuoso sabor de una buena tableta de chocolate.

lunes, 30 de marzo de 2009

La habitación 17

Era la tercera pareja que abandonaba anticipadamente la habitación número diecisiete en los últimos diez días. Para el director del gran hotel de lujo, aquello era más una afrenta que una mera anécdota. Preguntados por las razones, ninguno de ellos había esgrimido un argumento convincente; se iban porque querían, porque no les gustaba la habitación o porque no era lo que esperaban. Por ello, cuando los señores marqueses solicitaron alojamiento, no tardó en tomar la llave de la habitación diecisiete y acompañar, él mismo, al acaudalado matrimonio hasta el interior mismo de la estancia.

Todo estaba en orden. La cama vestida con sábanas de seda, las cortinas bordadas en hilo de oro, la moqueta de cachemira fabricada en la India y los muebles de caoba importada del interior de África. Todo reluciente y ordenado. Cerró la puerta por fuera y esperó en recepción la primera queja. No pasaron doce horas antes de que el matrimonio regresase al hall con el equipaje en regla y el rostro fruncido. "Nos vamos".

Perder clientes de prestigio era tan peligroso como ganar clientes de clase media. Si el rumor se corría, la reputación del hotel quedaría en entredicho y no tardarían en verse obligados a disminuir las tarifas y recibir, con ello, a clientes de categoría inferior y modales en entredicho. Decidió subir de nuevo y examinar, parte por parte, cada uno de los rincones de la alcoba.

Cuando miró en el cajón superior del mueble de diseño que decoraba el elegante cuarto de baño, encontró una caja llena de botecitos de píldoras para la potenciación sexual. Extrañado ante el descubrimiento, decidió romper el sello de uno de ellos comprobando que había sido manipulado de antemano. En su interior encontró una nota escrita a mano donde pudo reconocer la letra de la asistenta de planta que había despedido doce días atrás.

"Hay una cámara de vídeo sobre el espejo frente a la cama. Al director le gusta grabar a las parejas haciendo el amor para su onanismo personal y negociación de chantajes. Márchense sin decir nada y no tarden en acudir a la policía".

Se dirigió al espejo frente a la cama y observó la pálida luz roja que parpadeaba sobre su marco de pan de oro. Extrajo la cámara y la lanzó contra el suelo. No tardó en recibir un mensaje de texto en su móvil; "Le va a costar demostrar que no ha sido usted". Era un número desconocido.

Regresó al hall y encontró dos policías vestidos de faena con la placa en la mano y la gorra bien calada bajo sendos rostros de firmeza. "¿Es usted el director? Creo que tiene que respondernos a unas cuantas preguntas".

miércoles, 25 de marzo de 2009

Inteligencia artificial

Sonó un chispazo y un haz de luz fulgurante iluminó el cartel que anunciaba la sala de neonatos del hospital. Los recién nacidos se apilaban, uno al lado de otro, junto a una vasta pared de chapa. Junto a las camillas de aluminio, un operario con pinta de hombre de las cavernas; el torso desnudo y la barba hasta el cuello, intentaba arreglar los últimos desperfectos antes de mandar a un nuevo recién nacido a la cuna.

La gran portezuela de hierro se abrió con un sonoro crujido y apareció el director del centro con los ojos refulgiendo en rojo fuego y la voz quebrada por un mal engranaje.
- ¿Cuántos han nacido hoy? - Preguntó en tono amenazante.
- Doce. - Susurró el operario con el rostro manchado de lágrimas secas.

Se acercó rodando hacia él y señaló con el metal de su mano un punto medio entre su boca y su frente.
- ¿Sólo doce? Si queremos repoblar el planeta no podemos perder el tiempo. O subes la producción o mando a tu familia al vertedero.

Guardó un silencio atroz e, inmediatamente se marchó por donde había venido. El operario sintió sus manos temblar y, durante un par de minutos no pudo agarrar firmemente ninguna de las herramientas. Nunca hubiese podido imaginar aquel día en que fabricó su primer robot inteligente de última generación, su creación se hubiese vuelto tan maléfica. No quedaba resto de vida humana en la Tierra y solamente él permanecía con vida, amenazado y golpeado, mientras fabricaba un robot tras otro en el hospital de tecnología y su familia sufría el infame dolor del secuestro colgada en una jaula sobre la trituradora sideral de residuos mecánicos, convertida, a efectos de ganancia temporal, en un improvisado cementerio para robots inservibles.

lunes, 23 de marzo de 2009

Corazón destinado

En el penúltimo beso de la noche, sintió de nuevo su calor ardiente sobre los labios. Jugaban a mordisquearse la boca mientras recorrían, palmo a palmo, cada milímetro de su piel, jugando con la yema de sus dedos.

No se conocían desde hacía mucho y por ello aún mantenían secretos pendientes de hacer brillar. Ella alcanzó su pecho y entre un mar de besos le preguntó por aquella cicatriz que le dividía el pecho en dos partes.
- Un transplante. - Susurró él entre dientes.

Le extrañó no haberlo sabido antes. Desde que le conoció en la cafetería del hotel donde pasaba sus primeras vacaciones desde que enviudó, no había dejado de cartearse con él hasta conseguir, por fin, los besos que tanto deseó en sus desvelos de medianoche.
- ¿Cómo fue? - Le preguntó en tono indiferente.

El mascó un trozo de aire y respiró hondo antes de responder. Había recuerdos que le quemaban el alma tanto como los fracasos.
- Me detectaron una anomalía. Fue rápido. Me llamaron del Hospital Provincial el trece de agosto del 2003 y al día siguiente ya tenía corazón y vida nueva.

Un par de lágrimas recorrieron su rostro y se acurrucó en sus propios brazos intentando rechazar el filo de las palabras. Antes de que él pudiese preguntarle que le ocurría, ella habló en voz baja, con la mirada en el suelo y el alma en ninguna parte.
- Ese día y en ese mismo hospital, murió mi marido. Y ese día y en ese mismo hospital, yo firmé la autorización para que sus órganos fuesen transplantados.

lunes, 16 de marzo de 2009

Excalibur

Maldita fuese la madre del que había clavado allí aquella espada. El viejo pajar que hacía las veces de enfermería ya había recibido a catorce caballeros heridos por diversas circunstancias. A uno se le había dislocado la muñeca, había tres con el hombro destrozado, cinco con los riñones machacados y otros cinco con la espalda destrozada por el esfuerzo.

Gregorio, viejo gañán y campesino de la aldea se acercó a medianoche, mientras todos dormían, y extrajo la espada sin apenas doblar el brazo. Una ráfaga de luz iluminó la madrugada y el viejo mago Merlín, tan apabullante como siempre, se presentó ante sus ojos para prometerle todos los poderes del mundo.

Le habló de gobernar Camelot, de dirigir los designios de la guerra desde una mesa redonda y de tener a su disposición a todos los guerreros y damiselas del reino. Se lo pensó dos veces y devolvió la espada a su lugar.
- Mira, Merlín. No es que no quiera tener poderes y riqueza, pero para qué andar dando mandobles a gente que no conozco con lo agusto que estoy labrando mi huerta cada mañana. Mejor nos olvidamos del cuento ese de que soy el hijo bastardo de Uther Pendragon, sigo pagando mis tributos como buen cristiano y le cuentas el cuento de la espada al Arturico, el zagal del Héctor, que se le ve muy inquieto al mozo juguetenado siempre por las colinas con la alabarda de madera.

Y así fue. Mientras Gregorio siguió labrando su tierra y viviendo feliz en su chozo entre rastrojos y ratones, Arturo extrajo la espada delante de la congregación de nobles e inmediatamente le vistieron de rey. Venció a los sajones, liberó a los bretones y se casó con Ginebra. Todos fueron felices y los más adinerados se comieron las perdices.