miércoles, 28 de noviembre de 2012

Uno mismo

La madre acaricia al hijo. El hijo no acaricia a la madre. La madre mira sus ojos. El hijo mira el techo. La madre suspira. El hijo cuenta. Veintidós, veintitrés, veinticuatro... La madre sonríe. El hijo sigue serio. La madre le busca. El hijo no la mira. La madre le besa. "Te quiero, hijo". "Lo sé". Y sigue contando. Cincuenta y ocho, cincuenta y nueve, sesenta... La madre permanece en el umbral, mirando, escuchando la cuenta. Ciento uno, ciento dos, ciento tres... El techo de la habitación está lleno de estrellas de colores. Ella misma las pegó cuando estaba embarazada. Eso fue antes de que le dijeran aquello de los estímulos y el mundo propio. Aquello de los sentimientos y la percepción. Aquello de la inteligencia y el orden. Ciento cuarenta y nueve y ciento cincuenta. "Las mismas que había ayer", le dice. "Las mismas que habrá mañana", se dice mientras se aleja por el pasillo y pasa junto al libro de Bleuler que hay sobre el taquillón.

martes, 23 de octubre de 2012

Nunca jamás



-         Si no tuvo usted infancia, oposite para registrador. Aún puede recuperar el tiempo perdido. Puede empezar su formación previo depósito de cien monedas de oro.

Aquel pedante vestido de verde se atrevía a dudar de mi valía. De qué me servía vivir en aquel país si nunca jamás me habían divertido las historias de viajes de ultramar.

-         Me quedo aquí pero no pienso pagarle nada.

Me ajusté el parche y el tal Peter me miró extrañado.

-         Ya tendrá noticias mías.

Le tendí mi garfio y cuando sentí como lo estrechaba supe que yo también tendría noticias suyas.

lunes, 8 de octubre de 2012

El diván

- Es imposible olvidar cuando el alma prende en carne viva.
- ¿Qué hiciste?
- Nada que no desease durante años. La saludaba con dulzura, la miraba con ensoñaciones, la despedía con amargura.
- ¿Y nunca le dijiste que la querías?
- Lo hice, pero se rió en mi cara. La vida no es fácil para los feos, creo que me dijo. Pero en el instituto yo era un niño y ahora soy un hombre. Míreme.
- ¿Has cambiado?
- Ahora me cuido. Los espejos me envidian y la vanidad no me soporta.
- Nadie te soporta.
- Me da igual. He vuelto a verla. Ya no la volveré a ver.
- ¿Qué has hecho?
- Nada que no hubiese planeado durante años. Todo fue por ella. Las lecturas, el gimnasio, las comidas sanas y los refrescos en las discotecas. Incluso acostarme con aquella puta de la casa de campo.
- ¿Una puta?
- Una puta. Me la encontré por casualidad. Bueno, eso es lo que cree ella. Yo llevaba muchos años siguiéndole los pasos. Sé que es modelo, que se acuesta con hombres ricos y que esnifa cocaína antes de acostarse. Que duerme en los mejores hoteles, que le gusta la ropa cara y siempre lleva el pelo teñido de rubio. Al principio no me reconocía. No se enamoró del feo del instituto, sino de mi Rolex y mi traje de Armani. Estuvimos toda la noche follando. Sin condón. Ahora le toca a ella pasar por el túnel.
- No me refería a ella ¿Una puta de la casa de campo?
- Ah, sí, esa. Me dijeron que tenía Sida. Me dijo que estaba loco, pero la pagué bien y cerró la boca.
- ¿Estás loco?
- ¿Usted me lo pregunta?
- Te puedes morir.
- Puede ser. Pero si lo hago, sabré antes de irme que ella también se vendrá conmigo. La vida no es fácil para los feos, pero tampoco debe ser sencilla para una puta enferma por muy guapa que sea.


Apagó la luz y cubrió el divan con una manta. Cuando estaba vacío, el despacho parecía una cámara de sueños. Cuando las luces estaban encendidas y el humo nacía desde el cenicero, muchos de aquellos sueños eran auténticas pesadillas.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Una calabaza en el rincón


“No consigo recordar qué es un hada", dijo la abuela a los policías cuando intentaron hurgar en su pasado. El Alzheimer la había convertido en la sombra de lo que fue, aunque mantenía en sus ojos el brillo de siempre cada vez que se cruzaba con el abuelo. El policía más alto insistió: “¿Dónde vio usted al hada por última vez?”. Al parecer, la buscaban por estafa y contrabando de caballos y ratones. La abuela no respondió, pero sonrió cuando el abuelo le calzó su viejo zapato y divisó, en el rincón, aquella raída calabaza que nunca se pudría.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Un funeral con flores

El funeral había estado adornado con flores. Cientos de personas se habían acercado a la iglesia para decir adiós, darle un beso a la esposa y maldecir los horrores de la guerra. En el ataud solamente había huesos, cenizas y algún trozo de carne quemada. Irreconocible, le habían dicho. Inolvidable, eso es lo que había creído ella. Sabía que le iba a costar demasiado tiempo olvidar el rostro de su marido, aquellos besos por la mañana, aquellas caricias por la noche, aquellas llamadas al mediodía antes de calentar la comida. "¿Cómo estás?", "¿Qué tal el día?", "Te quiero". Todo un ritual de oficina que ella asumía como una costumbre mundana que le situaba cada día a las doce junto al teléfono.

Pero hubo un día que sonó para dejar de hacer preguntas y para contar una noticia; dejaba la oficina y pasaba a la acción. Adiós a los días de cuartel, rancho y papeleo, hola a los días de desierto, trinchera y fuego enemigo. Durante meses no hubo llamadas a las doce del mediodía y durante semanas no las hubo ni siquiera los fines de semana. La esperanza tornó en preocupación y la preocupación en locura. Finalmente hubo una llamada, la llamada del fin. Sintió una lágrima caliente recorrer el rostro mientras era informada de la muerte de su marido en una emboscada enemiga. "Ojalá estuviera vivo", deseó. "Ojalá fuera mentira".

Se había quemado por completo. No pudo guardar ni un recuerdo, ni una muesca de oro, ni un pedazo de tela. Recordaba el sabor de sus besos, el calor de sus caricias y el olor de las flores del funeral. "Menudo último recuerdo me has dejado", pensó. Y cerró la puerta para buscar la oscuridad de su cama. Se quitó los zapatos mientras caminaba e hizo caso omiso del timbre del teléfono en la habitación de los trastos. "El teléfono suena en tu despacho", dijo en tono airado. "Lo sé", respondió la voz. Se sobresaltó. Era su voz. Era la misma voz que le hablaba todos los días a las doce. Buscó un interrumptor y deshizo la oscuridad con un click que alumbró la alcoba. Nunca hubiese querido ver aquello. Tenían razón, su marido había caído en una emboscada y se había quemado por completo. "¿Eres tú?", preguntó. Si no fuese por su voz, jamás hubiese reconocido aquel rostro desfigurado, horrendo, monstruoso. Quiso llorar y quiso correr a abrazarlo, pero no pudo. Regresó a la puerta y amagó con echar a correr; quería organizar otro funeral y sentir, de nuevo, aquel olor a flores. "Ojalá estuviera muerto", deseó. "Ojalá fuera verdad".

martes, 11 de septiembre de 2012

Media faena


Mientras me abalanzo sobre la novilla pienso si no me habrá vuelto a engañar y me habrá hecho citarla de nuevo para alardear de berrido. Recuerdo la última vez que volví para esconder el traje y apareció el bicho, con el furor de sus cuernos, dando embestidas por la puerta de entrada. Pero a los valientes nos gustan las grandes faenas. Nada más citar con mi estoque vuelvo a escuchar pasos en la puerta de entrada de la finca. Maldición. Otra vez, sin ropa, y con el estoque caído, tendré que escuchar las quejas de su marido oculto entre los trapos del armario ropero.

martes, 31 de julio de 2012

El teléfono de la casa de Carlos

Las piernas firmes, el cuerpo esbelto, el pecho erguido. A menudo soñaba y, de vez en cuando, cumplía sus sueños. No hacía mucho que era un chiquillo con aires de semental que aún no había tocado un cuerpo ajeno y ya se creía un experto en las artes amatorias. Todo fachada. Los meses, los besos y la clandestinidad le habían aportado el sabor de la experiencia. Pasaba las horas junto al teléfono móvil y, cuando escuchaba el sonido del timbre, descolgaba al primer tono para poner voz de corderito degollado y salir corriendo de casa con unos calzoncillos limpios "¿Dónde vas?" Le preguntaba su madre. "A casa de Carlos", contestaba él con presura mientras masticaba un chicle de menta. Y él nunca mentía.

Aquella tarde sonó el teléfono de la casa de Carlos. La voz femenina se encontró con la de su madre. "Sí, está aquí. Están en su cuarto ¿Quieres que se ponga?". "No, gracias, no hace falta". La madre de Carlos se acercó a la habitación y le encontró en la cama. No hubo sorpresa en el gesto. "Era tu madre", dijo. "Le he dicho que estabas aquí con Carlos". Sonrió. "Lo que no le he dicho es que Carlos está de viaje con su padre". Se quitó la bata y enseñó su desnudez. Ambos ocuparon la cama y volvieron a cumplir sus sueños por decimonovena vez.

lunes, 16 de julio de 2012

Alimento para serpientes

La serpiente me quedó más gorda de lo previsto y tuve que idear un plan. En la casa no quedaba un ratón, pero fuera esperaba la rata más grande que había conocido. Mi mujer gritó, "¡Abre!", y yo tapé el doble fondo del armario. Abrí la puerta y allí estaba la rata con su gesto desagradable. La serpiente no podía moverse y yo necesitaba alimentarla. La invité a pasar y le enseñé el secreto del armario. Regresé al salón. Mi mujer preguntó, “¿Quién era?”. “Nadie”. Miró el reloj, eran las cinco. “Qué raro, mi madre dijo que vendría a tomar café”.

martes, 10 de julio de 2012

Tarde

La maleta junto a la puerta, el umbral sombrío bajo los pies, la media sonrisa ahuecada bajo la nariz, la lágrima perdida resbalando por la mejilla, el pelo alborotado, los pendientes de casada, el anillo de compromiso, el alma rota y el corazón cosido a retazos. Y a dos metros él, arrodillado, arrepentido, desolado, llorando, clamando, suplicando.
- Te quiero. - Le dijo, buscando en la frase imposible la baza desesperada.
- Tarde. - Contestó ella encontrando en la réplica la más dulce venganza.

Y entonces cerró la puerta, salió a la calle e hizo rodar la maleta en dirección a su casa, donde la esperaba su marido.

lunes, 2 de julio de 2012

¿Dónde están?

No les digo por donde saqué a la abuelita porque seguro que no reeditarán el cuento, ni les diré donde metí al abuelito porque descubrirán mi juego. Prefiero seguir esperando a que mi madre nos descubra y reunirlos otra vez a todos. Mi padre ya estuvo a punto pillarme, pero me dio tiempo a fastidiarle el plan. Salió de nuevo la abuelita y tuve que ayudar a salir al abuelito. Mi madre dejó de hacer trampas y mi padre se la siguió ligando. Volví a tocar la pared; “Por mí, por todos mis compañeros y por mí el primero”.