jueves, 31 de enero de 2019

Volviendo a empezar

Su imagen es un rostro detrás de la pantalla, unas fotos en la playa junto a las amigas, un vídeo en la fiesta de cumpleaños de su sobrina. Su vida es mi vida sin que ella lo sepa; despierto temprano, me conecto a su red, beso la pantalla, practico el onanismo y paso el día entre miradas y notificaciones.

La encontré de casualidad. Paseaba una tarde de primavera junto a mi vecina del tercero. Me saludaron jovialmente y ella detuvo la mirada un segundo ¿Una señal? Yo ya tenía fichada a mi vecina y no me costó buscar entre las amigas de sus amigos. Ahí estaba. Parecidos gustos, mismas aficiones y algunas recomendaciones que seguí al pie de la letra. Me gustaron todas las películas que citaba y sólo fue incapaz de terminar un libro de los que referenció. No tenía pareja y, aunque decía sentirse feliz, yo sabía que ella necesitaba de esa persona compatible con la que pasar el tiempo.

Podría ser yo. Por eso me preparé a conciencia para conseguir ser su tipo. Compré ropa como la de sus amigos, empecé a correr como vi que hacía ella cada mañana e incluso me apunté a un gimnasio. Intentaba hacerme el encontradizo. Media docena de veces nos cruzamos por un parque que quedaba a cinco kilómetros de mi casa. Merecía la pena el traslado con tal de disfrutar de aquellos dos segundos en el que cruzábamos la mirada. Sólo una vez hizo el amago de detenerse. Siempre con sus auriculares y su mirada baja, apenas era consciente de lo que había a su alrededor. Pero una vez me miró. Sé que me reconoció. Pero ambos seguimos corriendo.

Y aquí estoy con mi ramo de flores y mi colonia costosa recién comprada. Conozco sus gustos, sus impresiones, sus debilidades. La conozco a ella. La veo caminar hacia mí con la mirada alta ¿Es a mí a quién mira? ¿Al ramo? ¿A mi peinado? Estoy a punto de detenerme pero ella ha pasado de largo. Quedo petrificado ¿Qué ha pasado? Diez metros más allá le espera otro tipo. Más alto, más fuerte, más guapo que yo. Pero seguro que no tan listo. Se marchan agarrados de la mano. Desaparecen tras una esquina. Maldigo. Lloro.

Tiro el ramo a la primera papelera que encuentro y regreso a casa con la camisa por fuera y el pelo alborotado. Vuelvo a no ser nadie. En la entrada al portal vuelvo a cruzarme con mi vecina. Tiene una nueva amiga; rubia, bajita, guapa. Saludo cortesmente y noto que me mira. Enciendo el ordenador y busco. Ahí está. Le gusta la música clásica, los libros de terror y las películas románticas. Practica el buceo y suele cenar comida japonesa los sábados por la noche. Tendré que reciclarme. Tendré que empezar de nuevo.

lunes, 28 de enero de 2019

Mermelada de ciruelas

- Antiguamente celebrábamos los Reyes Magos. - Señaló el abuelo, casi en un susurro ensimismado.
- ¿Cómo era eso?
- Nos acostábamos temprano y al día siguiente, al amanecer, el salón de casa estaba lleno de regalos. Mi madre preparaba café y pan tostado y yo untaba la mermelada de ciruelas mientras observaba mis juguetes nuevos.

Pensé en cómo había cambiado la sociedad. O lo pensé, al menos, como puede pensarlo un niño de nueve años. Hacía años, desde que el mundo había virado hacia la superpoblación y los clones habían dominado el mundo, que los impuros nos veíamos amenazados por una suerte de sentencia de muerte azarosa. La noche del cinco al seis de enero, un millón de personas, en el mundo, tenía la obligación de desaparecer. Sin condición de edad, raza, sexo o religión. Todos teníamos asignado un número. Miles de millones de números en un sistema informático sin predestinación y entre ellos, un millón de personas debían desaparecer. Así, sin más. Durante la madrugada, las tropas de asalto allanaban la morada y se llevaban al futuro finado. Rápido y fácil. Y había que asumirlo.

- No os preocupéis. Hace más de veinte años que no pasan por el pueblo. - Intentó tranquilizarnos el abuelo.

Pero a las cuatro de la mañana escuchamos golpes en la puerta. La llave puesta por fuera para que no rompieran nada evitó daños mayores. Tardaron menos de cinco minutos y después, el silencio.

Al amanecer olía a café recién hecho y a pan tostado. Nos sentamos a la mesa, mi madre mantenía un halo de humedad en los ojos y mi padre masticaba en silencio mientras miraba a un punto fijo en la pared. Mi hermana meneaba el café con la cucharilla y yo untaba la mermelada de ciruelas que, aunque no era mi preferida, habría de gastar puesto que ya, jamás, se la comería el abuelo.

jueves, 17 de enero de 2019

Huelga de hambre

El primer día no sintió nada más allá del gusanillo, el tercer día ya hubiese devorado un buey, el quinto día necesitaba beber para matar al diablo, el décimo día imaginaba sabores imposibles, al medio mes ya sabía ensalivar con una simple ensoñación y al mes, mientras su cuerpo se impulsaba en espasmos incontrolables, dejó de percibir el aire. Le intubaron, el suero quemó sus venas y los sonidos llegaron como ecos lejanos. Logró su propósito y cerró los ojos cuando escuchó su nombre coreado por mil voces. Desde entonces le llaman "el mártir". Siempre hay una rosa fresca sobre su tumba y, a veces, algún bocadillo a medio morder. Nadie había tenido los cojones de seguirle en la huelga de hambre. Ahora todos disfrutaban de sus mejores condiciones en prisión.

El amargo sabor de la derrota

Si tuviera una máquina del tiempo regresaría atrás y te comería a besos; no dudaría en tirar los prejuicios a la basura, sonreiría sincero y te diría palabras de amor. Si tuviera una máquina del tiempo me presentaría en tu procesiones, clavaría la cruz en tus pretextos, iluminaría tu mirada con una sonrisa. Si tuviera una máquina del tiempo comería tus besos hasta la cena, bebería tu sudor de madrugada, dormiría feliz sujeto a tus caderas. Si tuviera una máquina del tiempo conocería ese dulce sabor al que dicen que sabe la victoria. Con mi máquina de complejos sólo puedo jugar a mirar atrás y a paladear, una y otra vez, el amargo sabor de la derrota.