Me pregunto qué es la vida sino una sucesión de vivencias inesperadas, qué es el futuro sino una cárcel donde morirán los sueños y que es el pasado sino un cajón abierto en el que rebuscar un viejo recuerdo que nos haga sentir orgullosos de lo que un día pudimos llegar a ser.
Imposible olvidar la
primera vez que la vi. Muchos la miraban con deseo, pero ella sólo buscaba a
quien la mirase con devoción. Quizá por eso se fijó en mí, porque mientras
todos le devolvían gestos de asombro, yo le devolví una sonrisa.
Me agarró la mano y
me invitó a vivir dentro de sus sueños. De vez en cuando nos acercábamos al
muro y nos preguntábamos que habría más allá. Decían que las luces brillaban de
noche, que la gente comía en las calles y que los bailes duraban hasta el
amanecer.
Nuestros besos sabían
a ilusión, pero sus abrazos desprendían deseos de libertad. Aquella mañana era
fría y se escuchaban palabras de cambio transportadas por el viento. Seguimos
el río de gente y llegamos hasta el pie del muro. Los soldados nos miraban con
recelo e intentaban intimidarnos con sus metralletas. Entonces supe que aquel
era mi momento y salté hacia lo más alto. Desde allí pude contemplar el otro
lado y respirar un aire que sabía distinto.
El tirón me devolvió al suelo y el grito me devolvió a la realidad. Pero la gente se mostró ofendida, los ciudadanos se agolparon contra el hormigón y en unos minutos rompieron con su pasado. Mis manos sangraban y mi corazón latía. “Lo hemos conseguido”, quise decirle, pero por más que la busqué no pude encontrar ni su sombra. Allá, en el lado opuesto a nuestra memoria, viviría para siempre el más bello recuerdo de nuestro pasado.