miércoles, 22 de septiembre de 2010

Juguete roto

La vieja cinta de vídeo volvía una y otra vez al mismo lugar de origen. En la pantalla, los defectos del uso hacían crepitar la imagen y un ruido blanco parecido al de los discos de vinilo se interponía entre los diálogos y la falta de atención. Hacía meses que miraba sin ver, que oía sin escuchar y que temblaba sin sentir. Junto a su brazo, una oxidada aguja se enganchaba a una jeringuilla manchada de sangre y pus. Permaneció tumbado con los ojos en blanco, la mente perdida y el recuerdo en un punto muerto. Demasiado tiempo atrás había sido alguien; una joven promesa a punto de explotar, un iniciado en las artes del drama, un actor de películas infantiles que una vez hizo reir y al día siguiente hizo llorar. Un don nadie en busca de su último papel antes de marcharse tan solo como había llegado. Clavó la aguja una vez más y se divisó en la pantalla del viejo televisor que había robado de la casa de su abuela. Allí estaba él, las manos en la cabeza, los ojos vivos y la garganta presa a soltar una frase para la inmortalidad.

La inmortalidad ya no existía y el éxito tampoco. Todo era tan efímero que intentó volver a rebobinar la cinta y jugar consigo mismo a volver a ser alguien. No pudo ser, la heroína invadió sus venas y sus ojos volvieron a quedar en blanco. Esta vez para siempre. Al menos volvería a ser noticia una vez más.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Páginas de muerte

Llevaba tanto tiempo escuchando mentiras que le resultaba difícil dar credibilidad a las leyendas urbanas. Durante los últimos meses habían muerto más de quince personas en circunstancias extrañas y durante las últimas semanas se había disparado el rumor de un libro cuya última página provocaba un paro cardiaco. Así de tormentoso. Solamente había que terminar de leer la historia para pedir pasaporte camino del otro barrio.

Como investigador privado había visto demasiadas cosas como para dudar un ápice de cualquier historia, otra cosa era refutar la veracidad de las palabras. Hubo un tipo que le contó que él tuvo el libro en las manos y lo perdió a mitad de lectura. Desde entonces acudía al psiquiatra con cada vez más frecuencia y sufría delirios con crisis de ansiedad. Necesitaba terminar de leerlo y aseguraba haberlo dejado, como cada noche, en el canto de su mesilla.

Los muertos tenían un síntoma común y es que todos presentaban un rictus de felicidad y una dilatación extrema de las pupilas. Parecía como si morir de aquella manera satisfaciese todos sus deseos.

Había encontrado un libro en una redada en el barrio chino después de un fiable chivatazo durante una noche de tormenta. Antes de buscar el sueño empezó a hojearlo y antes de cerciorarse de que había sido víctima de su propia vanidad ya había quedado atrapado por aquella historia sin fin. Mojó la punta de su dedo índice con la lengua para buscar la última página y sintió como una agradable sinfonía tocaba tambores de muerte dentro de sus oídos. Fue leer el último punto y notar como el corazón hacía estragos dentro de su pecho. Un apretón de válvulas, una tensión extrema, una explosión de vida, un viaje hacia la muerte.

Efectivamente, había encontrado el libro del que le habían hablado. Llevaba tanto tiempo escuchando verdades que por fin consiguió dar credibilidad a las leyendas urbanas.