lunes, 29 de marzo de 2010

El soplo

- Tengo fotos. - Susurró en tono amenazante a la voz que replicaba al otro lado del teléfono.

- Lo sabemos.

Tenían a su chica y no sabía como salir de aquel entuerto. Todo había comenzado el día en el que había recibido un soplo de dudosa fiabilidad. Un importante empresario, un traficante de droga y una reunión en una cafetería de las afueras. Aparcó su coche en un lugar discreto y apuró la tarjeta de memoria de su cámara réflex hasta el final. Eran unas fotos buenísimas que podían terminar con la reputación de un tipo impecable.

Las enseñó en la redacción y le pidieron calma. Horas después recibió una llamada de teléfono que le pedía aquella tarjeta de memoria a cambio de su chica. No le costó deducir que su propio jefe era un maldito vendido. Sopesó la situación y publicó las fotos por cuenta propia.

Se inició una investigación, el empresario fue detenido, su jefe fue despedido y su novia fue liberada de un sótano en una nave industrial. Se hizo famoso, vendió su vida, vendió mil fotos y alcanzó el puesto de redactor jefe. Le había dejado disfrutar dos años de confianza, justo el tiempo que tardaron en regresar, volarle los sesos de un disparo y violar y estrangular a su novia.

Una vez más, volvió a ser portada. Fue la última vez que se supo de él, podrían haber sido más si hubiese obedecido pero llegó a pensar que burlarse del malo también funcionaba en la vida real, olvidando que los buenos solamente ganan en las películas. Y no siempre.

martes, 9 de marzo de 2010

La sombra del árbol

Recibió el penúltimo puñetazo en el labio inferior y saboreó el ácido hilo de sangre que se perdía bajo su lengua. Mientras intentaba desmarañar aquellas manos ajenas que sujetaban su pelo, no tuvo más remedio que observar el árbol grande del jardín cuya sombra era augurio de malas leyendas. Contaban que allí se habían suicidado cinco chicos en los últimos años, incapaces de soportar el don de la disciplina y de saber que un hombre se hace a base de sufrimiento.

Sus compañeros de habitación eran unos cretinos que llevaban más tiempo del debido en aquel maldito internado. Él que solamente había pecado de perezoso en el último trimestre que había estudiado en su antiguo colegio, fue enviado por sus padres allí donde decían que la hombría se ganaba con la gallardía de sentirse un hombre.

Él aún no lo era y sus compañeros y profesores no lo entendían. Sucedió que intentó ser más listo que ellos y terminó sus mejores días con dos dientes menos y una importante brecha sobre la ceja. Desde entonces aquello se convirtió en un infierno.

Sonó la puerta y el mayor de todos se asomó para recoger una bolsa de manos del director. Se hizo el silencio. Quiso protestar y pedir auxilio pero sabía que aquello solamente le llevaría a una nueva sesión de golpes.
- Qué sabes del árbol. - Le preguntaron.
- Sé que bajo su sombra murieron cinco alumnos.

Les vio reir en voz baja y le contaron, sin demasiado entusiasmo, la historia del último chico que ocupó la que ahora era su cama.
- Él tampoco aguantó los métodos del colegio. - Le contaron mientras sacaban de la bolsa que habían recibido de manos del director una larga soga rematada en un ovalado nudo corredizo. - Y no tuvo más remedio que colgarse de la rama de un árbol.

Sintió una mano sujetando su brazo y, por mucho que intentó llorar en voz alta, supo no sería si no un silencio justificado en su camino a convertirse en la sexta víctima de aquella pandilla de asesinos.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Cómo Pulgarcito

Cada noche, su padre le contaba el cuento de Pulgarcito justo antes de dormirse. El viaje de ida sin vuelta, las miguitas de pan y las botas de siete leguas. Por ello, la noche que su padre no apareció con el libro en la mano y la sonrisa en el rostro, se preocupó mucho más de lo que hubiese debido. Su madre le dijo que se había marchado a por tabaco y aún no había vuelto. Así pues, se interesó por el lugar donde su padre compraba el tabaco de cada semana y salió a la calle con una barra de pan y las viejas botas del abuelo. A cada paso que daba, un sinfín de miradas se clavaban sobre su sombra, a cada miga que arrojaba, un manojo de incomprensiones vestían los gestos de la gente con la que se cruzaba. Al final encontró el estanco y se topó con la reja que le impedía el paso. Era demasiado tarde para llamar a la puerta y enfrentarse al ogro.

Se quedó llorando en la puerta hasta que una mano amiga le ofreció cobijo. El estanquero le refugió del frío y le puso un huevo frito en el que poder mojar el pedazo que le quedaba de pan. Por la mañana regresó a casa y en las lágrimas de su madre encontró más motivos de verdad que de cuento. Seguramente el héroe había vendido tabaco al ogro y Pulgarcito jamás volvería a abrir la puerta de su habitación.