lunes, 3 de agosto de 2009

Pozo con fondo

Me trastabillé y caí al fondo del agujero sin apenas darme tiempo a poner las manos para amortiguar. Debí pasar inconsciente un par de horas porque cuando desperté el cielo estaba estrellado y un molesto aire frío perforaba mis músculos. Hice inventario de mis huesos y todos parecían sanos, más la sangre que brotaba de mi frente delataba una escandalosa brecha. Con los brazos magullados intenté aferrarme a los salientes del pequeño pozo y trepar de nuevo hacia el campo de la luna. No era demasiado largo, pero sí lo suficientemente profundo como para propinar un buen golpe. Con la pierna a rastras conseguí llegar a mi casa y casi caigo desmayado cuando comprobé que la llave no entraba en la cerradura.

Intenté serenarme por un instante y observé, inquieto, como el color de mi vieja casa de madera había mutado del gris al rojo sin haber dado yo el visto bueno a aquel cromatismo. Hubiese creído que me había confundido de casa sino fuese porque mi gran veleta de hojalata en forma de nave espacial seguía bailando sobre lo alto del tejado. Golpee la puerta con ímpetu y un joven a punto de entrar en la treintena me observó con detenimiento nada más abrir la puerta. Súbitamente me reflejé en un espejo que había tras él y que no recordaba haber puesto allí; mi aspecto no era de lo más halagüeño. Tenía las ropas sucias y raídas, la cara ensangrentada y el pelo ennegrecido y alborotado. Tras un suspiro de desaprobación, observé como el chico me miraba atónito, como si quisiera recordar quién era el tipo que se encontraba ante su puerta.

“¿Quién eres?”, preguntamos al mismo tiempo y casi sin darnos tregua para reflexionar volvimos a contestar al unísono, “Soy el dueño de esta casa”. Desesperado tras el portazo supliqué en voz alta por una ducha caliente y un colchón en el que descansar. Pasados unos minutos, el chico volvió a salir y me encontró recostado en el porche, tarareando una vieja canción popular. Me sorprendió comprobar que se la sabía y, juntos, tarareamos la melodía justo hasta el final. En aquel momento, el muchacho se enjugó las lágrimas y me enseñó una vieja fotografía que yo mismo había hecho el día anterior. Allí estaba yo junto a mi pequeño.
- Padre. – Me susurró al oído antes de darme un abrazo.- No estás muerto. – Y antes de soltarme para observar mi rostro con detenimiento, sonrió. – Creo que lo encontraste.

Hacía más de ocho años que nos habíamos mudado a aquella casa. Mi esposa había dado a luz en ella y, desde entonces, yo seguía buscando la razón por la que me habían contado que aquel campo era mágico. Durante años, que se me hicieron eternos, anduve buscando el abismo tras el cual, contaban, existía el milenario agujero del tiempo. Durante meses me habían tachado de imbécil y durante muchos años después, habían colocado mi esquela con un ejemplo a seguir para no caer en la locura de los sueños. No había estado muerto, sino viajando veinte años hacia adelante.

1 comentario:

Angela dijo...

Joer no se si tendría algo mágico ese bosque, pero un agujero como una casa en al que cayó y perdio muuucho tiempo de su vida. Lo raro era que estuviera vivo. que cosas!!!