viernes, 24 de julio de 2009

Vuelta a casa

Hacía meses que no regresaba del tajo con ilusión. Ya no esperaba el beso de bienvenida de su mujer ni la sonrisa de agradecimiento de su hijo. A ella la perdió el día en que se dieron cuenta que el amor no dura para siempre y al niño lo había perdido mucho antes, justo el día que le dio permiso para llegar más tarde de medianoche siendo aún menor de edad.

Como todos los hombres que nacen para sudar y llorar, Rafael sabía que el pan nacía de su esfuerzo. Ella, como una reina de sus caprichos en cada noche de regocijo, había dejado de trabajar el día que se casaron para convertirse en una maruja sin dueño y sin deberes. “Si quieres la cena te la haces”, “Si quieres ver fútbol te compras otra tele”, “Si quieres dinero espérate a cobrar que me lo he gastado todo en trapitos”.

Durante años consintió la holgazanería y la casa sucia porque seguía sintiendo la misma pasión que en los días de instituto en los que la buscaba tras las esquinas para robarle besos a espaldas de los profesores. Después llegó el niño y más tarde el abandono. Durante un tiempo ella volvió a pintarse los labios y a echarse perfume tras sus duchas semanales y él pensó que el tiempo quería darle una segunda oportunidad. Sus ilusiones se vieron abajo el día que llegó pronto de trabajar y se la encontró en su propia cama cabalgando a horcajadas sobre su vecino del quinto.

Desde entonces se aguantan por instinto y por una hipoteca que sigue acribillando tres cuartas partes de su sueldo. Mejor aguantar cuernos que vivir debajo de un puente sin sofá donde dormir y sin niño al que regañar. Porque lo del niño ya era cuento aparte. De estudiante modelo había pasado a niñato rebelde. Se gastaba las pagas semanales en costo barato y tinta para tatuajes. Aspiraba a ser nadie y rechazaba cada regañina con un desplante y una amenaza de muerte. Le dejó irse de casa tantas veces como pudo y hubo de recogerle de nuevo tantas veces como el frío sentenciaba sus noches de soledad.

Una tarde llegó a casa y no vio nada. Ni mujer, ni hijo, ni sofá, ni televisor donde ver el fútbol. Como cena quedaba un mendrugo de pan duro y sobre la encimera de la cocina una nota de abandono que le supo a fracaso y a desaliento. Se sentó en el suelo y esperó a que la noche le diese una respuesta. No había dinero bajo el colchón, ni libretas de ahorro en las que buscar un número de reintegro. No había nada. Por haber, no había ni vecino del quinto en quien desfogar su rabia. Se asomó al balcón y buscó remedio en el vacío que quedaba entre los coches aparcados pero decidió que lo mejor era dormir una noche en el suelo y volver a empezar de nuevo. Volvía a ser nadie, y esta vez de verdad. Regresaría al tajo y volvería a peinar su pelo con fijador y a rociar su cuello de colonia. Quizá algún día volviese a sentir ilusión a la hora de regresar a casa. Se acabó la vida pero aún quedaba la esperanza.

jueves, 16 de julio de 2009

Muerto de risa

Desde pequeño ya había sido el gracioso de la clase, el típico chancero capaz de improvisar un chiste o una gracieta en la más inverosímil situación. Ligaba poco porque era tan feo como locuaz, pero andaba siempre con el pecho erguido y los brazos agarrados por las chicas más guapas del instituto. Donde iba Perico, allá iban todos, prestos a escuchar su ingenio y a dar rienda suelta a sus carcajadas.

Nada más empezar en la universidad cambió las clases por los escenarios. Su padre, más apegado a las costumbres que a las iniciativas, reprobó su talento y le escondió el saludo para siempre. Mientras iba ganando puestos en el escalafón del humor, iba dejando puertas cerradas tras de sí. Ya no era el feo gracioso sin padre y sin futuro sino un humorista de fama al que el país aplaudía en cada una de sus salidas de tono.

Pero como todas las modas que acechan el ánimo de lo inesperado, su capacidad para repetir su ingenio hasta la saciedad terminó por cansar y mientras él iba gastándose su fortuna en bares de carretera donde buscaba una chica que no le quisiese por sus chistes, sus contratos se iban diluyendo de tal manera que en apenas dos años pasó de los teatros más importantes a los más oscuros tugurios de su ciudad.

Hoy sigue riendo, se bebió todo el whisky que le quedaba tras sus actuaciones y ya ni las fulanas se atreven a mencionar su nombre. En un viejo manicomio de la ciudad siguen escuchándose los mismos chistes y las mismas carcajadas sin aplauso. Ya no hace reir a nadie más que así mismo y aún así, sigue intentando ingeniar momentos sabiendo que el que tiene genio y figura se lo lleva todo a la sepultura.