“Dígale, agente, que no tuve más remedio que
matarle porque no sólo no me hacía caso, es que ni siquiera era capaz de
mirarme sin mostrar ese gesto de displicencia que tanto me molestaba. Dígale que
fue lo mejor para los dos y que quizá, su ausencia sea el comienzo de una nueva
etapa”.
Dejó la nota, firmada con otro nombre, sobre el aparador, se miró al
espejo y encontró, otra vez, aquel maldito gesto de displicencia. Apretó el
gatillo sin cerrar los ojos y pudo sentir el efímero instante de felicidad al
comprobar que aquel tipo se marchaba para siempre.