jueves, 28 de mayo de 2009

Entre constelaciones

Pedro vivía entre constelaciones desde que terminó de ver la primera temporada de "Los caballeros del Zodiaco". A menudo, mientras visitaba a sus abuelos y recorría calles de insalubre soledad, jugaba a esconderse entre los coches e imitar a Seiya mientras reunía toda la fuerza que Pegaso era capaz de administrarle.

Cuando creció un poco y comenzó a ganar sus primeros dineros, viajó hacia el norte de Europa para visitar los hielos de El Cisne mientras emulaba batallas contra los caballeros de Asgard. Soño entonces con un camino de regreso con parada en El Hades y dar rúbrica a todas las promesas que Shiryu e Ikki se dejaron pendientes por culpa de una productora que no quiso dar más dinero a un equipo de fabulosos dibujantes.

Su misión, por tanto, sería la de rubricar su infancia con un puñado de viñetas que diesen como vencedor a la expedición del zodiaco siempre dispuestos a librar sus batallas por Atenea. Sus compañeros de universidad, más dados a la cerveza barata y el calimocho frío, torturaron sus tardes de botellón tachándole de friki. Ahora todos ellos buscan dos duros debajo de un folio y delante de un ordenador que no les reporta más dinero del salario mínimo para sobrevivir. Pedro, sin embargo, hace meses que mandó al carajo su vida y siguió dibujando tanto como soñaba y más. Hoy es editor de éxito, aún no consiguió terminar la historia de "Los caballeros del Zodiáco", pero ha terminado otras tantas y sigue acaudalando el dinero como si de un reguero de estrellas caídas desde constelaciones infinitas se tratasen. Ya le pueden llamar soñador. Aquellos que se reían, ya no tienen dinero ni para cerveza barata y él brinda cada noche con una copa de Dom Perignon antes de regresar a la cama y seguir produciendo sueños.

lunes, 18 de mayo de 2009

Casa para doce, trabajo para una

Mariana tenía el cielo ganado desde hacía ya varios años. Se casó tan joven como sus ansias se lo permitieron y pronto se convirtió en una conejita alumbradora de criaturas. Hasta cuatro salvajes fueron saliendo de su cuerpo hasta que la economía dijo basta y la paciencia dijo esta es la mía. A los quehacere como madre, añadió siempre los de esposa responsable y abnegada. Faltaría más para una mujer de su casa educada en el seno de una familia católica y apostólica. Lo de la comunión diaria lo dejó a sus antecesores pues para ella el tiempo signficaba más oro que sermones.

Cena para uno y merienda para dos. Desayuno para tres y comida para cinco. Así día a día; mientras despedía al marido abrillantándole los zapatos, despertaba a los dos mayores para que no llegasen tarde al instituto. También tenía que bañar al pequeño y consentir al tercero de los cuatro para que no cayese en las garras de los celos.

Por si no tenía bastante, tuvo que acoger a sus suegros cuando estos cayeron enfermos. Y al baño matutino del niño pequeño, se sumaba el de los dos ancianos. Meses después, fue su padre, quien después de quedarse viudo, se presentó en su casa en busca de cobijo, compañía y comida caliente. A la tarea de sumar un cuidado más, añadió la de tener que soportar discusiones entre dos cosuegros que nunca se tragaron. Pero por si aún eran pocos, no parió la abuela sino la novia del hijo mayor que, en un arrebato de calentura, se quedó embarazada y tuvo que acudir a la acogida de su suegra una vez que sus padres la habían echado de casa.

Las comidas y las cenas se habían multiplicado por dos, las lavadoras se multiplicaban por tres y la plancha se multiplicó por cuatro. Como ya eran mayorcitos, todos tenían la suficiente capacidad para hacerse su propio desayuno, eso sí, lo de fregar el vaso y recoger la mesa ya era tarea de madre. Igual que lo era doblar los calcetines, guardar los calzoncillos y reponer cada semana la nevera para que a los dos días hubiese sido asolada por el ansia devoradora.

Pero Mariana se plantó el día que su cuñada echó de su casa al golfo de su hermano. Allí se presentó el rufián buscando un hueco donde no lo había. Le preparó comida y cama y se arregló para salir después de catorce años encerrada entre cuatro dormitorios, dos baños y una cocina. Vació el armario y se marchó sin decir nada. En su casa, aún hay once personas que esperan impacientes un plato de comida caliente. Viven rodeados de cucarachas y los cacharros salpicados de migas y cerveza barata, se apilan uno tras otro sobre el fregadero y la encimera de la cocina. La cuenta corriente que un día fue compartida por un matrimonio hoy no tiene un duro y cada primero de mes una nueva tarjeta postal es depositada en el buzón por el cartero. En ellas pueden ver las imágenes más bonitas de los países del mundo. Mamá dice que está bien, pero que no se acuerda de vosotros.

jueves, 14 de mayo de 2009

La reina del instituto

Durante años fue la reina del instituto. Paseaba su porte de tía buena por los pasillos y dejaba regueros de babas cuales ríos de asombro por el embaldosado. Ligaba con los más guapos y, a menudo se la podía encontrar en la parte de atrás del patio de recreo probando los labios del más macarra de la clase.

Cuando suspendía, tiraba de encantos para camelarse al profesor de turno y, cuando no lo conseguía, solía llorar sus falsedades en la mesa del director. Contaban las leyendas urbanas que tenía callo en las rodillas y que a su alocuencia le debió el graduado que terminó sacándose tras tres años eternos en tercero de B.U.P.

Para los que un día soñaron con acariciar sus senos, la marcha del instituto signficaba no poder volver a verla y sin saber de ella estuvieron más de dos décadas en las que olvido terminó imponiéndose al deseo. Una de las chicas que tanto había sufrido sus burlas, juró haberla visto bajo un puente pidiendo un puñado de céntimos para empolvar su nariz. Fueron más los rumores de bajos fondos y menos las confirmaciones de realidad. Hasta que llegó el día de autos en el que todos pudieron reconocerla en aquella vieja yonki que yacía muerta bajo las ruedas de un camión.

Cuentan que tras su salida del instituto supo hacer mejor carrera de su cuerpo que de su mente. De clubes de alterne a promesas incumplidas y de sueños rotos al mundo oscuro de la cocaína. Andaba medio muerta y el camión no había podido verla hasta tenerla justo delante. Se la llevó por delante en las mismas puertas del instituto al que había regresado en un intento de volver a ser la reina de los pasillos. No consiguió entrar. Quedó para siempre hundida en el asfalto, justo a diez metros del lugar donde un día fue alguien.

sábado, 9 de mayo de 2009

Tercer dan

Alguna vez supo utilizar los brazos como método de defensa. Hubo una época en los que se jugaba más honor que satisfacción en cada uno de sus combates. Desde que descubrió el Karate, se había formado espiritualmente como un joven equilibrado y competitivo. No tardó en ganar campeonatos porque su aprendizaje era más pasional que causal. Encaraba los desafíos con el aplomo de los invencibles y la mirada asesina de quien visualiza la victoria, era un campeón entre los campeones y un ejemplo para las generaciones venideras.

Pero llegó el día de su primera derrota y quienes le habían ascendido hasta los cielos le mandaron al infierno de la mediocridad. No quisieron perdonarle que cayese con su estilo y con todo el equipo se quedó solo y sin maestro. En su intento por buscar un perdón en su camino, se encontró con el silencio y una paliza esclarecedora. Desde entonces jamás volvió a ser el mismo.

El alumno disciplinado se convirtió en maestro del crimen público. Regresó con fuerza y apretó los dientes con la rabia de quien sabe que la vida no regala ni a quien busca el equilibrio. Rompió la baraja y se convirtió en un desguazador de cuerpos. Contaba sus combates por heridos de muerte y sus victorias por gritos degarradores de reivindicación. Así hasta el día que se reencontró con su antiguo maestro y acabó en un suspiro con su nuevo discípulo. Le retó con la mirada y le miró con displicencia mientras se acercaba al centro del tatami. Acarició la muesca que indicaba el tercer dan de su cinturón negro y respiró orgulloso por haber alcanzado la cima sin ayuda.

Tras dos golpes sintió hundirse el taquique nasal sobre el cerebro y, por un instante, celebró el final de sus pesadillas. Jamás volvería a encontrarse con aquel maldito sensei que le enseñó a practicar el Karate. La muerte se imponía por fin entre los dos y mientras caía sobre la lona salpicando el kimono de sangre, observó como su antiguo maestro le miraba con lástima; las rodillas semiflexionadas y los puños empapados de sangre, diciéndole adiós al tiempo que le recordaba que jamás encontraría un alumno como él.

martes, 5 de mayo de 2009

La máquina del tiempo

Esto de viajar en el tiempo es mucho más complicado de lo que pensaba. Primero me mandan en misión ultraimportante, que salve a Jesucristo de ser clavado en la cruz puesto que, según ellos, la humanidad no podía consentir que su redentor tuviese una muerte tan cruel. Y yo, que intentaba explicarles que uno es redentor por algo, me tuve que ver vestido de romano de la época y cargándome a Poncio Pilatos antes de que le preparasen la jofaina. Una faena aquello de cargarse a un superior, porque además de actuar en la clandestinidad te tienes que ver para siempre marcado en los libros de historia como un desconocido traidor. Y resulta que después de regresar a casa con las manos manchadas de sangre y el redentor libre de la expiación forzada, me piden que regrese porque la humanidad no supo que religión inventarse y andaban unos con otros, entre asesinatos y orgías, dejando en simple broma aquello de las reconquistas y las limpiezas de sangre.

Vuelta a empezar, a llenarle la jofaina al goberndor de Judea para que pudiese lavarse las manos con total impunidad y pudiese dejar al pueblo que liberase de la tortura a ese ladronzuelo de Barrabás.

Y ahora me piden que rescate a Kennedy de la bala que le va a destrozar la cabeza una solead de tarde de 1963. Dallas es una ciudad demasiado fea para motivarse y yo soy demasiado tonto por aceptar estas misiones. Cuando regrese pienso pedir unas vacaciones de siglo XXII como Dios manda. A ver cómo demonios soy capaz de fastidiarles esa cortina de humo que se han montado con Lee Harvey Oswald. Sería más fácil comprarle un casco al presidente y convencerle de que no se lo quitase durante todo el desfile. Me encerrarían por loco, pero salvaría una vida. Me acerco a la valla que rodea el perímetro de la comitiva y desquebrajo tres tiros contra dos tipos armados con escopeta. Menudo revuelo.

Vuelvo a casa y hojeo las páginas de mi enciclopedia. Esto de cambiar las letras de la historia en cada viaje es un fastidio porque me cuesta horas ponerme al día de lo sucedido. Kennedy murió a los ochenta años, retirado en el Caribe y con dos mozas de buen ver haciéndole compañía. De aquel día en Dallas hablan de un chiflado que atentó contra la integridad del presidente matando a dos agentes de la CIA. Madre de Dios. Vuelvo a ser un traidor en paradero desconocido. Qué poco agradecida es la historia con quien consigue cambiarla.

viernes, 1 de mayo de 2009

Vencedores y vencidos

Temblaba de frío, tenía los pies sucios y la cara marcada por el sufrimiento. Observaba a los Guardias Civiles en silencio, con una mezcla de temor y hambre; miedo por resultar demasiado indiscreto con su mirada, hambre porque hacía más de dos días que no encontraba un trozo de pan duro que echarse a la boca. La vida en el monte era demasiado dura para un niño de nueve años que apenas había aprendido a leer su nombre. La crueldad de una guerra que no entendía le había dejado en la calle y mientras esperaban noticias desde el frente, se veía obligado a vivir sin padre y con una madre que se dejaba las manos arrancando chupones para fabricar un pedazo de carbón. Decían que la guerra había terminado y que pronto regresarían todos a casa. Los que, como su padre, se habían mostrado contrarios al levantamiento militar, terminarían muertos en cualquier cuneta de España y de tal manera lo hacían saber los Guardias Civiles mientras se acomodaban en dos piedras para dar cuenta del botín. No hacía más de dos horas que el tío Alfredo había cazado un conejo despistado entre las jaras de la sierra. Con medio litro de agua, un poco de aceite y dos patatas medio comidas por los ratones, habían conseguido cocinar un guiso que, aunque escaso en cantidad, olía al más exquisito de los manjares. Fue cuando estaban a punto de probarlo cuando irrumpió, cruzando el camino, la pareja de la Guardia Civil, con sus solemnes capas y sus imperiosas montaduras. Se levantaron presos del pánico, aduciendo en su memoria las terribles historias que les habían contado y les dejaron acercarse hasta la sartén. En silencio, les vieron devorar el guiso y chupar todos los huesos del conejo sin dignarse siquiera a ofrecer un triste bocado. Les observaron comer entre lágrimas y entre rencor y miedo les vieron marcharse por donde habían venido. Se hizo la noche y hubieron de acomodarse en el suelo en un chozo cubierto de barro. No había nada que comer y mucho por trabajar. España ya era un país de vencedores y vencidos y a ellos les había tocado el lado de abajo de la balanza.