jueves, 11 de diciembre de 2014

La línea

Una vez le habían dicho que había una línea que nunca debía cruzar. Era la línea de la vergüenza. El respeto siempre por delante, le habían recalcado. La paciencia, el amor y la comprensión son las claves. Lo había intentado con todas sus fuerzas, pero le había fallado la llave de todas las cerraduras: la confianza. Le habían empezado a comer los celos el primer día que la había visto bajar a la calle con una falda por encima de las rodillas. No te la vuelvas a poner, por favor. Se lo pidió con los ojos tan lastimeros que ella no tuvo otra opción que hacerle feliz por la vía de la obediencia. A partir de ese error, firmó su certificado de condena.

El primer puñetazo les dolió a ambos. A ella porque el golpe le había partido el labio y le había destrozado el alma. A él, porque verse convertido en un demonio le había condenado a una lucha consigo mismo. Pero no tardó en espantar a todos sus demonios para llegar a convertirse en el mismo Lucifer, rey de su propio averno. Los puñetazos se convirtieron en palizas y las palizas en vejaciones públicas. Los que dijeron que la querían empezaron a mirar a otro lado y ella se sintió tan sola que decidió escapar por el balcón.

La vio caer mientras intentaba, desesperadamente, no perder lo único que tenía. Solo le quedaba él mismo como persona y se tenía tanto odio que supo inmediatamente que le sería imposible sobrevivir sin ella y contra sus propios miedos. Buscó la escopeta que había adquirido el día que pensó que tendría que acabar con todo porque el vecino del cuarto la miraba con ojos coquetos y se puso el cañón sobre la boca. El sabor a pólvora era más amargo de lo que había esperado. No pudo pensar en otra cosa. Ni siquiera en todo lo que había hecho mal. Si acaso, durante una milésima de segundo, pensó en el día en el que le habían dicho que existía una línea que nunca debería haber cruzado.


jueves, 27 de noviembre de 2014

Una sonrisa

- He visto como las flores extendían pétalos de color, he visto noches estrelladas y cimas blancas reflejándose en el sol. He visto todo lo más bello pero aún no te he visto sonreír.
- Yo tampoco te he escuchado nunca decirme que me odias.
- Te odio.

Entonces ella sonrió.

- Te quiero. - Dijo él mientras las flores se secaban, las estrellas se apagaban y las nieves se derretían para no regresar jamás.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Un agujero en la pared

El agujero de la pared era redondo, pequeño y con marcas agrietadas alrededor. La estancia era blanca, silenciosa y fría. La cama era dura e incómoda. El suelo estaba gélido y los pies descalzos emitían un sonido casi imperceptible cada vez que se levantaba para buscar el bacín sobre la mesilla de madera. En el alféizar de la ventana se había posado un pájaro. No podía verlo porque la ventana estaba demasiado alta, pero podía escuchar el traqueteo de su pico contra el cristal.

Infeliz de él, ignoraba los peligros que acechaban a este lado del cristal. De vez en cuando, el jefe entraba con algún sicario y le ordenaba un castigo que nunca había merecido. Le tomaban por chivato, pero no era más que un eslabon más en la cadena de errores. Decían que la organización había caído, pero él sabía que no era así. Volvió a mirar el agujero. Era redondo, el tamaño perfecto de un proyectil de nueve milímetros. Llevaba alli varios días, como una amenaza constante sobre su cogote. Mira lo que seríamos capaces de hacerte si no eres bueno. Pero no le dejaban serlo.

La puerta emitió un sonido chirriante al abrirse. Entraron dos hombres. Los conocía de sobra. Uno era el de la cicatriz, el otro el de las cejas pobladas. Eran fuertes y robustos. No les hizo mucha gracia encontrarse la habitación patas arriba; el colchón en el suelo, la mesilla desconchada, el bacín derramado por el suelo. Lo adivinó en sus gestos de fastidio. Volvieron a tomarle por los hombros; él era bajito, escuálido y estaba débil. No les resultó difícil reducirle. Le sentaron en una camilla, le ataron de pies y manos y le condujeron a la sala de castigo. Sabía lo que allí le esperaba. Pero no iba a decir ni pío. Si acaso, como el pájaro que traqueteaba contra el cristal, se dedicaría a guardar silencio y desgastar el metal de la camilla con sus uñas afiladas.

Los enfermeros ataron fuerte las correas y le condujeron a la habitación acolchada. "Es una pena que un hombre tan brillante termine de una manera tan trágica". Comentó uno de ellos en voz baja. Desde el pasillo se escucharon pasos. Un hombre con una gorra y un mono de trabajo entró en la habitación. Portaba una escalera que utilizó para tapar con emplaste el agujero que el enfermo había hecho rascando el yeso con la uña.

lunes, 13 de octubre de 2014

Estupendo. De tute, le vas avergonzar.

Cuando se enteró de que Gonzalo y el estudiante de informática habían sido detenidos, se apresuró a preparar la maleta y a guardar el pasaporte falso en el bolsillo trasero del pantalón. Igual que todos los caminos llevan a Roma, todos los indicios y todas las declaraciones llevarían hacia él. No hacía mucho que había dejado el diseño gráfico por el tráfico de pastillas. Dinero fácil y vida cómoda. Dos motivos más que decentes para dejar de madrugar.

No tardaron en atraparle aunque casi escapa rumbo a un país exótico. Dejaron su sombrero y sus gafas de plástico en el suelo del aeropuerto y le condujeron, esposado, hacia el sótano de una vieja comisaría. Sobre la mesa dos papeles. Uno de ellos lo identificó como el contrato telefónico que había firmado bajo su nombre, escrito a boli por él mismo, un par de semanas antes. El técnico que le había instalado el router era el mismo policía que ahora le miraba con aire de satisfacción. En el otro papel, arrugado, y grafiado con la misma letra, venía escrita la siguiente frase:

- Estupendo. De tute, le vas avergonzar.

Era la misma nota que él mismo había dejado clandestinamente en el bolsillo del estudiante de informática en la cafetería de la facultad. Ni siquiera se habían molestado en fingir un encuentro casual.

- ¿Reconoce a estas personas?

La voz seria, casi de anuncio, y la mirada fija en el gesto de miedo. Se fijó en la gélida mesa de metal. Las fotografías de Gonzalo y el estudiante de informática ocupaban un minúsculo espacio en aquel universo de frialdad.

- Sí. - Contestó casi por inercia. Sin darse cuenta de que estaba cavando su tumba como hombre libre.

Lo siguiente que vio sobre la mesa fue la bolsa de pastillas que, un par de días antes, había ocultado en la parte trasera del viejo televisor del estudiante de informática. Maldita fuese su estampa ¿Por qué era capaz de reconocer cada una de las caras y cada uno de los objetos y aún no había sido capaz de aprenderse el nombre de aquel maldito estudiante?

- "Estupendo. De tute, le vas avergonzar". - Releyó el inspector con voz seca, casi gutural. Tenía un tono frío, casi escalofriante. Tembló de miedo y supo que no tardarían en dar con el alijo. - Estu, pendo de tu tele. Le vas a ver, Gonza R.

Así era.

El inspector prosiguió.

- Estudiante. Dependo de tu tele. Vas a ver a Gonzalo Ramírez.

Silencio.

- Estudiante, dependo de tu televisor porque he metido la mercancía dentro. Cuando la tengas, ve a ver a Gonzalo Ramírez. Y, añado; él te dará lo acordado.

 Así era.

Lo había perdido todo.

Lágrimas.

miércoles, 30 de julio de 2014

Tierra yerma

Un aullido en la distancia. La noche, oscura y pintada de estrellas, refrescaba el ánimo con un viento que azotaba la lona y confundía el traqueteo con el tambor. En su tienda, junto al fuego bajo de una pequeña hoguera, el chamán rezaba y el jefe fumaba en pipa. Era fácil adivinar el futuro. De nada servía recordar el pasado. La caza, las pieles, el trabajo de labor, los caballos y las enseñanzas a un niño que soñaba con ser como su padre.

El niño ya era padre y el padre era el viejo charlatán que apresuraba sus conquistas antes de haberse visto en peligro. Bajo el fuego de la hoguera hablaban del hombre blanco, de una hueste que arrasaba poblados, de un fuego rápido que quebraba corazones y de una maldad nunca vista. El niño, padre por tradición y héroe por vocación, se había lanzado al encuentro con el enemigo. Los que lloraban su ausencia sabían que aquella aventura solamente podía tener un final.

Cuando le vieron regresar empapado en sangre y con el trofeo en las manos, fueron pocos los que celebraron aquella pequeña victoria y muchos los que temieron por el futuro del poblado. Varias millas al norte, dijeron, olía a pólvora y a humo. Cuando el lobo callaba podían escucharse tambores y el estrépito de mil caballos galopando hacia su territorio. Un territorio que abandonaron en silencio mientras el héroe, padre orgulloso y guerrero vocacional, hincaba su rodilla en tierra y pintaba su pecho con el barro de una tierra que el miedo había tornado en yerma. Cuando el hombre blanco pasara por allí, solamente quedaría su sangre y su orgullo. El olvido, cruel biógrafo del destino, borraría el grito de guerra que lanzó contra el viento. Algún día, ni los lobos aullarían de noche bajo aquel cielo estrellado.

miércoles, 18 de junio de 2014

Melodía de un adiós

Le molestaba haberse convertido en el pianista maldito a quien cantó Billy Joel. Cada noche, después de botella y media de whisky, se sentaba al piano del club y tocaba un repertorio que conocía de memoria. Podía tocarlo con los ojos cerrados, con una mano atada o incluso dictarlo a un inútil de carrerilla. Quisiera haber sido maestro de conciertos y se convirtió en el tipo que ambientaba la planta baja de un tugurio de mala fama.

Tocaba melodías de autodestrucción. Cada nota era un regreso al pasado; una manera de no olvidar todo el daño recibido. El primer beso, el primer te quiero y el primer adiós tenían una melodía propia. Y él aporreaba las teclas, con pasión, para dejar que su borrachera tocase por él los temas de un pasado incandescente.

Un vestido a medio vuelo apareció por la pista. Tacones rojos, medias negras y una espalda al aire que cortaba la respiración. Quiso vomitar el whisky, recelar de su cobardía y estipular el momento en el que salir corriendo. La observó mientras besaba los labios de otro hombre y en el adiós precipitado que la condujo hacia las escaleras, reconoció la mirada de cordero degollado.

Aquella mirada acuosa, aquel dulce adiós en forma de beso clavado en el corazón como una espina venenosa, la cara de circunstancias, el trago precipitado al vaso de whisky y la mano levantada para pedir una botella que compartir consigo mismo. Tocó más fuerte, más rápido, ideó un acorde y levantó a la gente de sus asientos. Un consuelo con el que ahogar las penas, una nueva víctima que sumarse al concurso de lamentos. Le gustó no sentirse tan solo en un lugar tan amargo. Apuró otro vaso y tocó otra canción. Al fondo del salón había otro tipo al que algún día Billy Joel podría haber compuesto otra canción.