jueves, 12 de noviembre de 2009

El último envite

Ruperto Aníbal estaba demasiado viejo como para aguantar un envite. Sus años en el cuerpo policial le habían aportado valor y miedo en proporciones iguales, un, a la postre, inservible grado de experiencia vital y una pandilla de cabrones como compañeros.

Él mismo había elegido su último caso y él mismo había deseado dar carpetazo al asunto para marcharse a casa de una vez por todas, esta vez para no volver. Ya le había extrañado demasiado lo del turco que pasaba droga en carritos de bebé. La historia del barco fantasma en el puerto le había sonado a cuento chino, pero cuando se vio solo en la oscuridad del embarcadero quiso creer que aquello no podía ser el final de una larga carrera como agente ejemplar.

Vio pasar una sombra y, tras él, un viejo carrito de bebé rodaba cuesta abajo buscando estrellarse contra la primera pared que interfiriese su camino. Decenas de bolsas cargadas de polvo blanco se esparcieron por el suelo y, cuando quiso reaccionar sintió el tenebroso ruido de un barco que no podía ver. La noche era oscura pero tenue, la luna estaba en su cuarto menguante y no había nubes ni niebla que impidiese ver un reguero de luces surcando el mar. Sin embargo, el ruido del barco seguía allí. Buscó con la mirada en dirección a la sombra que le había sorprendido un par de minutos antes y se vio sorprendido con la imagen del turco a dos palmos de él. Había perdido el envite.

Aferrado a su pistola, y con la mirada impregnada en rabia, el turco que tantas veces había reconocido por foto, le apuntaba directamente a la cabeza. Cuando quiso apretar los ojos, sintió como el estómago le flojeaba en demasía, estaba a punto de hacérselo encima. Fue entonces cuando le deslumbraron los focos, atronaron las carcajadas e irrumpieron los aplausos. El turco se quitó la peluca, el bigote y la nariz postiza y pudo reconocer a uno de sus compañeros tras el disfraz.

Una broma de despedida demasiado pesada. Aún con el corazón en vilo, le condujeron a un club de lujo donde le obligaron a escoger entre la más guapa. Llevaba demasiado tiempo sin conocer el placer carnal como para negarse ante tamaña ofrenda. Subió tras la chica a la habitación de arriba y se desnudó en silencio. Se abalanzó sobre la cama y buscó el agujero negro del placer. Solamente encontró un chasquido en la espalda, un dolor horrible y un gatillazo para olvidar. Hizo jurar a la chica que no le contaría nada a nadie y se marchó al cuarto de baño para expulsar toda la mierda que tenía acumulada en su interior. Era la segunda vez que se cagaba a lo largo de la noche. Lloró sin lágrimas y rió sin carcajadas. La vida ya no volvería. Ruperto Aníbal estaba demasiado viejo para aguantar un envite pero demasiado vivo como para seguir aceptándolos.

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