sábado, 31 de enero de 2009

Duelo al sol

Aún podía recordar la sensación del dedo sobre el gatillo y el olor a pólvora volando con el viento. Calzaba botas de cuero y una fuerte brisa hacía girar la arista de sus espuelas. Se sabía perdedor de antemano en el duelo más desigual del condado y, aún así, había accedido retar al sheriff para saldar cuentas y romper lazos.

El sheriff vestía de negro y bajo su espeso bigote negro podía adivinarse el gesto serio de quien espera con ansia el momento de matar. El brillaba en el cielo sin calentar demasiado ya que el otoño había comenzado su habitual cuadro de cielos ocres y árboles secos. Un arbusto seco pasó volando entre ellos y ambos pudieron rozar, por un momento, la culata de sus revólveres.

Se acarició el rostro con una mano y sintió en sus dedos el afilado contorno de su barba rala. Clavó sus ojos azules en el corazón del sheriff y amagó un instante con sacar el arma. Apenas le hubo bastado un gesto cuando un disparo rompió el silencio y tiñó el duelo de sangre.

Aunque cayó al suelo por instinto, no tardó en comprobar que no tenía un solo rasguño. Con el revolver enfundado y el sombrero clavado en la arena, se levantó con extrañeza para comprobar como el sheriff yacía muerto en el suelo. No encontró a nadie más a su alrededor. Se habían citado en mitad del desierto para no tener que dar cuentas de la derrota ante nadie y, en apenas un minuto, había comprobado como había sido capaz de matar a su enemigo sin necesidad de desenfundar el alma.

Unos metros más allá, tras el cadáver, descubrió un brillo humeante que despejaba sus dudas. Se acercó hacia el sheriff y le arrancó la estrella del pecho. Clavó el alfiler sobre su camisa y caminó despacio hacia las dunas. Tendió una mano y ayudó a incorporarse al joven que permanecía escondido tras la arena con el revólver en la mano.
- Buen trabajo, hijo.

Ayudó al pequeño a subir al caballo y ambos galoparon juntos hacia la puesta de sol, imaginando como sería la vida en el pueblo sin el aterrorizante gobierno que había impuesto el antiguo sheriff.

martes, 27 de enero de 2009

Caza fantasmas

Miguelillo era el más fantasma del barrio. Le gustaba fardar de sus hazañas y presumir de sus conquistas. Nosotros éramos los más cabrones del mundo y por ello, un día, hartos de su petulencia, nos planteamos ponerle en su sitio y hacerle una putada en loor de su arrogancia. Fue el día que nos dijo que era capaz de reconocer a cualquier chica del barrio, con los ojos cerrados, con tan solo tocarla una teta. Declaración imponente en base a la cual, nos quiso hacer creer que se había retozado con cada una de las jovencitas que poblaban nuestros angostos bloques de vecinos. No tardamos en convencer, con un billete de cincuenta euros, a la más golfa del barrio y ataviarla con el único abrigo que le proporcionaban unas botas sintéticas y una capucha de lana sobre la cabeza. A él, para no otorgarle ventaja ni moratoria, le tapamos los ojos con una camiseta negra convertida en venda opaca y le acercamos hacia la hembra poco después de haberse desnudado. Apenas pudimos retener nuestros impulsos por soltar media docena de carcajadas; allí estaba Miguelillo, manos ávidas y suspiros entrecortados, metiendo mano a la chica que habíamos contratado. Por el tenue movimiento que se adivinaba tras la capucha, quisimos creer que la chica estaba disfrutando de lo lindo por lo que animamos a nuestro amigo a culminar su magreo con un simulacro de coito para terminar de explorar las partes íntimas de la que había asegurado adivinar su identidad. Una vez terminado el acto, y con el miembro empapado en sus propios líquidos, accedimos a desenmascarar a ambos no sin antes preguntarle con quien creía haberse retozado. Al no obtener más que dudas y balbuceos ininteligibles, procedimos a mostrarle el rostro de su conquista y lo que vino segundos después no tuvo tanto de trágico como de aleccionable. Ella me partió el labio de un bofetón y él la vio partir avergonzada y empapada en su propio llanto. Miguelillo permaneció quieto durante quince minutos más, con el cuerpo aún desnudo y la conciencia en proceso de conflicto tras haber comprobado que, por aceptar una apuesta, había terminado follándose a su hermana.

viernes, 23 de enero de 2009

Negocios

Tokio le recibió con un cielo color ocre y un pegajoso calor. Anduvo durante la terminal mascando un palillo y buscando su maleta mientras ideaba como llevar a buen puerto su último encargo. El tráfico, pintado en multicolor, se encargó de distraer sus planes. En cada edificio imaginó su destino y cada ciudadano caminaba con la mirada perdida en su propia misión.

Consiguió llegar al despacho del señor Hiruzi después de cinco minutos de ascensor. Tras el enorme ventanal podía distinguirse gran parte de la ciudad, una metrópoli bañada de luz y acero. Estrechó su mano con firmeza y en el primer guiño supo que se lo había metido en el bolsillo.
- Encantado señor Hiruzi. Me envía el señor Hanson.

No iba a resultar fácil cerrar aquel trabajo, el señor Hiruzi era un tipo avispado, de grandes ambiciones y que había escalado a la cima del negocio gracias a su perspicacia y buen trato con los cargos del gobierno. Por ello le habían encargo a él la misión de cerrar el trato. Le invitó a cenar en el mejor restaurante de la zona y le puso al día de la situación económica. Como ninguno de los dos querían perder mucho más tiempo, acordaron tomarse una última copa en la habitación del hotel donde había reservado su estancia y plasmar, en un último garabato, el acuerdo que ligaría el imperio tecnológico nipón a nuevas actividades en el exterior.

En el espejo frente a la cama pudo contemplar el reflejo del rostro del señor Hiruzi mientras se servía una segunda copa de whisky. La sonrisa complacida indicaba una ambición sin límites y su mirada confiada delataba que se había creído todas las mentiras. Se observó a si mismo mientras armaba el silenciador de la pistola y, cuando comprobó como el vaso resbalaba de las manos de su huésped, no pudo evitar un cierto sentimiento de malestar.
- Lo siento. -susurró con la mirada hundida en el vacío.

Disparó dos veces apuntando hacia la cabeza y le observó mientras expiraba, incrédulo, ahogando su sorpresa en su propia sangre. Desmontó el arma y recogió los restos de su equipaje. Cerró la puerta con cuidado y buscó el aire de la calle para compartir su primera bocanada de alivio. Pulsó un par de teclas y se acercó el teléfono hacia la oreja.
- Trabajo cumplido.

Guardó el teléfono en el interior de la chaqueta y extrajo un nuevo palillo que apretó entre sus dientes. Mascándolo con cuidado se adentró en la noche de Tokio y dejó que sus pasos le perdiesen en el horizonte buscando un sentido para su siguiente negocio.

lunes, 19 de enero de 2009

Juego de niños

- ¡La guerra es para hombres!

Escucho gritar al capitán entre el silbido de las balas y el atronador sonido de los morteros haciendo pedazos la tierra húmeda e intento encorajinarme durante un pequeño instante para parecer un tipo duro. No hacía muchos años yo jugaba a la guerra con pequeños muñecos de cerámica y ahora soy marioneta del destino cuyos hilos divagan por el campo de batalla, fusil en mano y miedo en el alma.

Una nueva explosión cegadora atrona nuestra zona de trincheras y el llanto de mis compañeros se mezcla con el olor a pólvora y sangre fresca. Intento agudizar el oido para atender una nueva orden y no hay voz ronca que ponga prietas las filas. Unos metros más allá, un melancólico gemido me pide ayuda y me acerco a gatas, procurando no exponerme al fuego cruzado. En los ojos casi sin vida del capitán puedo ver la mirada de un niño asustado que busca el perdón antes de morir. Por un momento me agarra con fuerzas por la solapa de la chaqueta y, un segundo después, mantiene inerme la mirada expiando en un suspiro todas sus culpas.

En esa mirada, en el llanto de mis compañeros y en mis propias lágrimas puedo, al fin, comprender que esta guerra no es para hombres sino que es el juego malintencionado de algún niño caprichoso que ha decido que, esta vez, nosotros seamos los perdedores.

jueves, 15 de enero de 2009

Entre los barrotes

El sonido de sus pasos le recordaba bastante al taconeo que aquella noche casi le había conducido a la muerte. Caminaba con la frente alta mientras jugaba con una moneda entre los dedos y apuraba, en hondas caladas, un cigarrillo sin filtro. Cuando le vio, recordó el instante en el que la luna había iluminado la ventana del antiguo caserón y el cañón de una escopeta había asomado entre los barrotes. Durante todos aquellos años le había resultado imposible olvidar el desprecio con el que había recibido su furtiva visita nocturna; "Fuera de aquí, muerto de hambre. Toma este duro a ver si eres lo suficiente hombre como para tomarte un vaso de ginebra y olvidarte de mi familia". Al mirarle a los ojos, pudo rememorar la humillación y el miedo, recordó los segundos que había permanecido esperando bajo el alféizar y como él había apretado el gatillo para hacerle caer al suelo hundido en un charco de sangre.

Había pasado mucho tiempo desde aquel día y ahora el perdedor jugaba a ganador y el ganador jugaba a expiar sus pecados sobre un frío suelo de terrazo pulido. Se aferró a los barrotes y se pavoneó en un gesto presumiendo de su caro traje de seda y su enorme reloj de oro. Observó que él prestaba atención a como jugaba entre los hierros a golpear el metal con su anillo de oro.

- Al final te casaste con ella. - Musitó con la voz quebrada mientras uno de los fluorescentes parpadeaba en el techo y dejaba la estancia en una inquietante penumbra.
- ¿Qué quiere? - Le preguntó con voz firme y mirada resentida.
- Pedir perdón. Llevo demasiado tiempo encerrado en este lugar.

Se levantó azarosamente la camisa y le señaló, en un gesto severo, la cicatriz que adornaba, en forma de siete, su bajo vientre.

- ¿Y qué quería? Recuerde que la cárcel es el lugar dónde deben vivir los asesinos.
- Pero ella es mi hija. - Le escuchó balbucear en un suplicante sollozo.

Metió la mano en el bolsillo y sacó aquella vieja moneda que durante años había permanecido guardada en el cajón de sus peores recuerdos. Volvió a contemplar su rostro decrépito y se relamió en su triunfo por haber regresado de la muerte para cumplir todos sus sueños. Arrojó la moneda al interior de la celda, y mientras escuchaba el tintineo de su caída sobre el frío suelo de terrazo pulido, dio media vuelta para marcharse y, al mismo tiempo, volver a regresar.

- Toma este duro a ver si eres lo suficiente hombre como para tomarte un vaso de ginebra y olvidarte de mi familia.

domingo, 11 de enero de 2009

Cena para dos

Todo estaba preparado. El champán entre el hielo y las fresas esperando en la nevera para culminar la noche con un postre inolvidable. Al fondo, el televisor recién comprado emitía destellos sin sonido que incendiaban, durante segundos, la penumbra mágica fabricada con velas y neones de mesa. Ella se había puesto su mejor vestido y él la observaba emocionado, controlando su efusividad para después de la cena.

- ¿Aún estás así? - Le insistió.

Apartó a un lado las zapatillas de andar por casa y se calzó los zapatos que había orillado minutos antes. De vez en cuando lanzaba miradas distraídas hacia la pantalla, siempre compañera inmóvil de cada momento de gloria. Vio como ella se acercaba y le regalaba un cálido beso en los labios. Sonrió y le devolvió el gesto con un guiño cómplice. Sirvieron la cena y la pantalla refulgió en verde. Sintió el corazón a mil revoluciones y quiso apreciar el sabor del marisco fresco. Ella hablaba de sus cosas casi en silencio y él hacía todos los esfuerzos por seguirla. Por un momento apretó los puños y segundos después apretó los dientes, disimulando una rabia contenida que le impidió prestar atención a las penúltimas anécdotas de su mujer. Cuando comprobó como le miraba impávida, supo que ella ya sabía que no le estaba haciendo ni puñetero caso.

- Está deliciosa la cena. - Balbuceó en tono suplicante para salir del atolladero.

Ambos fruncieron el entrecejo y la pantalla volvió a resplandecer cargada de novedades.

- ¡Gol! - Gritó de manera espóntanea y sin medir las consecuencias.

Su cara cambió del blanco al rojo en apenas cinco segundos y sus ojos observaron, impávidos, como ella se levantaba con furia y le arrojaba en el pecho su media copa de vino. Escuchó el portazo y no tardó en comprender que aquella noche volvería a dormir en el sofá. No tardó en acomodarse y apurar el resto de la botella mientras disfrutaba de la victoria de su equipo. Y es que la vida se complica cuando amas a una mujer y estás loco por once hombres.