viernes, 28 de agosto de 2009

Un lugar demasiado oscuro

- Mamá, la abuela es un diablo.

No le gustaba que hablasen así de su madre, y mucho menos que fuese su propia hija quien se lo dijese.

Llevaban tiempo viviendo con su madre, exactamente desde que su marido había muerto en accidente de tráfico y se habían quedado sin ingresos, sin alegría y sin un techo donde cobijarse. Desde entonces, la pequeña Cristina se había vuelto huraña e introvertida.
- Cosas de la edad y del shock por la muerte de su padre. – Le había dicho el psicólogo en el que se había gastado los pocos ahorros que le quedaban.

Abuela y nieta no parecían llevarse del todo bien, se miraban de manera extraña y, cuando ella regresaba a casa de trabajar, a menudo se encontraba a su hija con los ojos vidriosos y a su madre con una extraña sonrisa de satisfacción.
- Mamá, la abuela es un diablo.

Un día regreso y no encontró lágrimas, sino sangre. Alguien había apuñalado a su niña a la salida del colegio.

Tras el entierro y el derroche de lágrimas se levantó a medianoche y creyó ver una luz encendida al final del pasillo. Una vieja cabra, con pasos torpes, recorría la casa y entraba en la habitación de su madre.
- Madre, me pareció ver una cabra.
- Hija, estás demasiado cansada.

Despertó al día siguiente en un lugar demasiado oscuro como para poder caminar sin agudizar la vista. Al final de la escalera pudo ver como su marido y su hija la esperaban con los brazos abiertos con el rostro dibujado en una enigmática sonrisa.
- ¿Qué hacéis aquí? – Les preguntó.
- Ella nos trajo. – Contestó el marido señalando una sombra irreconocible al final de la galería.
- Mamá, la abuela es un diablo.

A medida que se iba a acercando a la sombra pudo distinguir las patas arqueadas y la cornamenta desgastada de la vieja cabra que vio paseando por su casa durante la noche anterior. La miró fijamente creyendo reconocerla y cayó de espaldas cuando comprobó en sus ojos la misma extraña sonrisa de satisfacción que tenía su madre cada tarde cuando regresaba a casa.

Fue entonces cuando volvió a quedarse profundamente dormida y despertó al día siguiente en un lugar demasiado oscuro como para poder caminar sin agudizar la vista.

lunes, 24 de agosto de 2009

Una de dos

El bar volvía a estar lleno hasta arriba, como cada noche de sábado, y a Mario ya le aburría tanta rutina. Ser guapo no era sencillo; le obligaba a mantener el nivel de exigencia y eso, con el tiempo, terminaba por convertirle en un inconformista.

Pidió un ron con coca cola y sintió el deseo en la mirada de la camarera. Ya se había acostado dos veces con ella y la segunda fue más por darle otra oportunidad que por verdadero deseo de repetir. Sonrió desganado mientras miraba al resto de clientes comérsela con los ojos.

Repasó cada esquina del local y en cada rincón encontró a una de sus últimas conquistas. Todas le miraban con ganas de volver a ser la elegida y Mario no tenía ninguna gana de volver a repetir plato. Apuró la copa y decidió volver a casa para repasar el ejercicio de sus dudas.

Entonces la vio. Hacía más de un mes que no coincidían y le había costado un mes olvidar su tacto de seda bajo el edredón. Volvieron a reconocerse con la mirada y Mario se acercó, feliz, seguro de que aquella noche iba a terminar mejor de lo que había imaginado. Estaba sola y, como una reina en palacio de hielo, esperaba a que los hombres terminaran de derretirse al contemplarla.
- Hola. – Dijo Mario dibujando aquella media sonrisa que tantos corazones había conquistado.
- Lo siento. – Dijo ella. – No soy de las que repiten.

Y se marchó moviendo sus caderas con aquel paso que amansaba a todas las fieras. Mario la vio cotejar a una nueva víctima y se sintió presa de su propia insatisfacción. Tendría que darle una tercera oportunidad a la camarera. O eso o marcharse a casa para hacerse viejo ejerciendo el onanismo.

jueves, 20 de agosto de 2009

Turbulencias

Hacía mucho tiempo que Alfonso sentía pánico a volar. Exactamente desde el día en que una turbulencia les había hecho descender doscientos metros en picado y había terminado el viaje con el pelo despeinado y la congoja bailando en su garganta. Por ello, cuando el comandante encendió la radio para anunciar problemas y las mascarillas de oxígeno saltaron de su compartimiento, se arrepintió firmemente de no haberse bebido dos botellas de ginebra antes de subir al avión.

Envalentonado por la amenaza de muerte que pendía sobre su cabeza se volvió hacia la rubia que le acompañaba y magreó sus carnes al tiempo que le plantaba un sonoro beso en la boca. Como siempre había soñado con ser cantante, improvisó un micrófono con el periódico de actualidad y se marcó una actuación a lo Tom Jones que ni Carlton Banks hubiese superado. Sacó a bailar a una ancianita risueña y pidió matrimonio, rodilla en moqueta, a cada una de las azafatas que se dirigían a él para suplicarle un comportamiento mucho más cuerdo.
- Da igual, vamos a morir. – Repetía. – Solamente quiero dar rienda suelta a mis instintos. – Y volvía a repartir besos en la boca de quien se acercaba a apaciguarle.

Pero el avión regresó a su rumbo.
- El peligro ha pasado. – Anunció, aliviado, el comandante.

Alfonso regresó a su sitio y, con la cabeza baja, sintió sobre su nuca la mirada de cada uno de los pasajeros que le acompañaba. Entre el murmullo, la rubia que viajaba a su lado se levantó para cambiarse a un asiento libre que había en la parte de atrás. La ancianita seguía tan risueña como antes y las azafatas pasaban de largo cada vez que llegaban con la bandeja cargada.

Por primera vez en su vida deseó que el avión se hubiese estrellado de verdad.

lunes, 3 de agosto de 2009

Pozo con fondo

Me trastabillé y caí al fondo del agujero sin apenas darme tiempo a poner las manos para amortiguar. Debí pasar inconsciente un par de horas porque cuando desperté el cielo estaba estrellado y un molesto aire frío perforaba mis músculos. Hice inventario de mis huesos y todos parecían sanos, más la sangre que brotaba de mi frente delataba una escandalosa brecha. Con los brazos magullados intenté aferrarme a los salientes del pequeño pozo y trepar de nuevo hacia el campo de la luna. No era demasiado largo, pero sí lo suficientemente profundo como para propinar un buen golpe. Con la pierna a rastras conseguí llegar a mi casa y casi caigo desmayado cuando comprobé que la llave no entraba en la cerradura.

Intenté serenarme por un instante y observé, inquieto, como el color de mi vieja casa de madera había mutado del gris al rojo sin haber dado yo el visto bueno a aquel cromatismo. Hubiese creído que me había confundido de casa sino fuese porque mi gran veleta de hojalata en forma de nave espacial seguía bailando sobre lo alto del tejado. Golpee la puerta con ímpetu y un joven a punto de entrar en la treintena me observó con detenimiento nada más abrir la puerta. Súbitamente me reflejé en un espejo que había tras él y que no recordaba haber puesto allí; mi aspecto no era de lo más halagüeño. Tenía las ropas sucias y raídas, la cara ensangrentada y el pelo ennegrecido y alborotado. Tras un suspiro de desaprobación, observé como el chico me miraba atónito, como si quisiera recordar quién era el tipo que se encontraba ante su puerta.

“¿Quién eres?”, preguntamos al mismo tiempo y casi sin darnos tregua para reflexionar volvimos a contestar al unísono, “Soy el dueño de esta casa”. Desesperado tras el portazo supliqué en voz alta por una ducha caliente y un colchón en el que descansar. Pasados unos minutos, el chico volvió a salir y me encontró recostado en el porche, tarareando una vieja canción popular. Me sorprendió comprobar que se la sabía y, juntos, tarareamos la melodía justo hasta el final. En aquel momento, el muchacho se enjugó las lágrimas y me enseñó una vieja fotografía que yo mismo había hecho el día anterior. Allí estaba yo junto a mi pequeño.
- Padre. – Me susurró al oído antes de darme un abrazo.- No estás muerto. – Y antes de soltarme para observar mi rostro con detenimiento, sonrió. – Creo que lo encontraste.

Hacía más de ocho años que nos habíamos mudado a aquella casa. Mi esposa había dado a luz en ella y, desde entonces, yo seguía buscando la razón por la que me habían contado que aquel campo era mágico. Durante años, que se me hicieron eternos, anduve buscando el abismo tras el cual, contaban, existía el milenario agujero del tiempo. Durante meses me habían tachado de imbécil y durante muchos años después, habían colocado mi esquela con un ejemplo a seguir para no caer en la locura de los sueños. No había estado muerto, sino viajando veinte años hacia adelante.