miércoles, 11 de agosto de 2010

Maldita inspiración

Pulsó el icono que accionaba la impresora sin demasiado entusiasmo. Durante meses estuvo convencido de que había estado escribiendo un bodrio. Atrás quedaron aquellos años de lucidez en los que creó sus dos obras maestras. Sus únicos best sellers en el mercado. Desde entonces había estado dando tumbos entre editoriales y barriendo las lágrimas de sus propios fracasos. Ya no era capaz de inventar historias, tan solo ideaba situaciones sin compromiso.
Recogió los últimos folios y los agrupó antes de meterlos en el sobre y mandárselos al primer editor que encontrase en las páginas amarillas. "Maldita inspiración", lo había titulado. A quién quería engañar. Maldita inspiración era la suya. Aquel taco de hojas no servirían más que para calzar una mesa o para adornar un montón de papeles para el reciclaje. El contenedor azul.
Bajó a la calle sin quitarse el pijama y lanzó el sobre y todo su contenido al contenedor azul. Ya no podía ser escritor. Ya no sabía escribir. Ya no sabía vivir de las rentas. Debía buscarse la vida por el lado de afuera de los sueños.
Ahora era un representante de libros antiguos que recorría las calles en busca de una anciana a la que engañar. Pagaban buena comisión y al menos le daba para comprarse un filete de ternera una vez por semana. Le debía el favor a un amigo al que había hecho rico gracias a su primera novela. Justo la misma que acariciaba entre sus manos cada noche antes de irse a la cama.
Dejó la novela a un lado del sofá y encendió la tele para ver las noticias mientras saboreaba el sandwich de mortadela. "El basurero escritor", reflejaba el título rotulado. Un tipo que recogía contenedores y que, durante sus ratos libres había sido capaz de escribir una novela conmovedora. "Maldita inspiración".
Masticó sin fuerza y tragó sin ganas. En un intento por gritar sintió como un pedazo de mortadela se incrustraba en su garganta y mientras quiso pedir auxilio buscó el vaso de agua para apagar aquella asfixia que se acumulaba en el fondo de la boca. No llegó a tiempo ni para verle la cara al ladrón de letras. Se derrumbó contra la mesa auxiliar y mientras vomitaba sus fracasos sintió una penúltima lágrima recorrer su rostro antes de perder el sentido.

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