jueves, 20 de agosto de 2009

Turbulencias

Hacía mucho tiempo que Alfonso sentía pánico a volar. Exactamente desde el día en que una turbulencia les había hecho descender doscientos metros en picado y había terminado el viaje con el pelo despeinado y la congoja bailando en su garganta. Por ello, cuando el comandante encendió la radio para anunciar problemas y las mascarillas de oxígeno saltaron de su compartimiento, se arrepintió firmemente de no haberse bebido dos botellas de ginebra antes de subir al avión.

Envalentonado por la amenaza de muerte que pendía sobre su cabeza se volvió hacia la rubia que le acompañaba y magreó sus carnes al tiempo que le plantaba un sonoro beso en la boca. Como siempre había soñado con ser cantante, improvisó un micrófono con el periódico de actualidad y se marcó una actuación a lo Tom Jones que ni Carlton Banks hubiese superado. Sacó a bailar a una ancianita risueña y pidió matrimonio, rodilla en moqueta, a cada una de las azafatas que se dirigían a él para suplicarle un comportamiento mucho más cuerdo.
- Da igual, vamos a morir. – Repetía. – Solamente quiero dar rienda suelta a mis instintos. – Y volvía a repartir besos en la boca de quien se acercaba a apaciguarle.

Pero el avión regresó a su rumbo.
- El peligro ha pasado. – Anunció, aliviado, el comandante.

Alfonso regresó a su sitio y, con la cabeza baja, sintió sobre su nuca la mirada de cada uno de los pasajeros que le acompañaba. Entre el murmullo, la rubia que viajaba a su lado se levantó para cambiarse a un asiento libre que había en la parte de atrás. La ancianita seguía tan risueña como antes y las azafatas pasaban de largo cada vez que llegaban con la bandeja cargada.

Por primera vez en su vida deseó que el avión se hubiese estrellado de verdad.

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