miércoles, 25 de febrero de 2009

El pringao

Le habían repetido en más de una ocasión, mientras se dejaba los codos preparando exámenes a conciencia, que no existía universidad más prolífera que la de la vida. El día que encontró su primer trabajo como becario se encontró solo ante la inexperiencia y devorado por los leones. En sus primeras fotocopias intentó encontrar la motivación suficiente para acaparar responsabilidades, en sus primeros cafés al despacho del jefe, intentó encontrar un motivo por el que seguir madrugando cada mañana.

"Es una gran empresa", le decían sus allegados, mitad consejo, mitad indagación en su vida. Quiso creer que el tiempo le otorgaría un puesto más acorde a su valía y creyó haber subido un peldaño el día que le contrataron para el departamento de contabilidad. Cambió la fotocopiadora por el programa contable y el café por las prisas para entregar los balances. Como en su filosofía no encajaba el término defraudar, se convirtió en el más eficiente contable de la empresa lo que le valió un contrato fijo y una pequeña subida de sueldo.

Con los años dejó de peinar su frente y comenzó a gastarse una pequeña parte de su salario en cremas antiarrugas. Los antidepresivos le ayudaban a superar su jornada diaria y en su conciencia retumbaban las dudas sobre lo debió haber hecho mal durante todos aquellos años. Los mismos que dejaban su puesto de trabajo para disfrutar de cafés interminables, los que se marchaban a casa media hora antes cada día, los que nunca entregaban a tiempo los informes y los que dedicaban gran parte de la jornada a mandarse chorradas por el correo electrónico, eran ahora sus jefes y él continuaba cada mañana, puntual como un reloj, sacándoles el trabajo y preguntándose por qué narices seguía teniendo la conciencia tranquila.

domingo, 22 de febrero de 2009

Moral

Le gustaba la sensación de llegar a casa y encontrar a su familia en una estampa costumbrista. La vida en Colorado era un traje a medida para el portador del sueño americano. Aparcó su flamante Mustang dentro de un garaje lleno de herramientas y no tardó en olfatear el embriagador aroma al pastel de arándanos que cocinaba su mujer. Junto al mueble que sostenía el televisor, su pequeño hijo de seis años jugaba, ajeno al mundo, con sus último regalos de Santa Claus arrodillado en el suelo.

Encendió el aparato y encontró una hermosa mujer en traje de baño. Cambió escandalizado; no pensaba permitir que su hijo se criase entre golfas que incitaran a la lujuria y al pecado. En el siguiente canal, el presidente de Cuba acaparaba un reportaje sobre la actualidad informativa. Volvió a cambiar; no pensaba permitir que su hijo se criase entre comunistas que trataban de pervertir el mundo. En un nuevo canal pudo ver como un melenudo grupo de rock le imploraba a la muerte una oportunidad. Apagó la tele; no pensaba permitir que su hijo se criase entre pecadores que aclamasen la llegada del anticristo.

Su hijo continuaba ajeno a sus gestos y al resto del mundo. Pasado un momento le vio alcanzar el cajón del mueble y observó como sacaba el viejo revólver que había pertenecido a su abuelo. Le examinó con expresión indecisa y recordó que el día anterior había vaciado el cargador contra la diana dibujada en el tronco del árbol del jardín. Debería volver a cargarla y enseñarle al niño como se utilizaba un arma. No pensaba permitir que su hijo se criase sin saber qué debía hacer si algún día necesitaba matar a alguien.

lunes, 16 de febrero de 2009

Madrid, hora punta

Pisó el freno por décima vez en los últimos dos minutos. A medida que iba distrayendo su capacidad de atención, una desmesurada intención de ahogo se apoderaba de sus instintos. Lanzó un nuevo grito de frustración y observó como dos vehículos intercambiaban el paso por su carril sin encender un solo intermitente. Miró el reloj una vez más y supo que no llegaría a tiempo para ver el partido. Cada tarde, salía a las siete del trabajo y debía sufrir las consecuencias del tráfico contra sus ganas de llegar a casa. Cuando lo hacía a las ocho y media, podía darse por afortunado; sería capaz de ver a su hijo antes de acostarlo y despedir su día con un beso de buenas noches. Aquel no sería el día. Otro coche cruzó su trayectoria y en el ansia por avanzar tuvo que reaccionar de nuevo pisando el pedal del freno. El conductor situado justo detrás de él, hizo sonar su claxón y, por el retrovisor, pudo ver como le dedicaba un par de aspavientos. Controló el embrague una vez más y sintió como el tobillo izquierdo comenzaba a sobrecargarse. Volvió a meter segunda y avanzó otros veinte metros antes de volver a detenerse. Sobre el horizonte, un mar de luces rojas pintaban de atasco el camino de vuelta a casa. Un día más, debería morderse los nudillos para no decidirse a perder los nervios. Un día más, seguiría siendo esclavo de la monotonía y se vería obligado a llegar a casa con el corazón a mil y sabiendo que al día siguiente la historia volvería a repetirse.

jueves, 12 de febrero de 2009

El beso

Cuando por fin consiguió besarla, se aferró a sus caderas con la voracidad que impone el deseo incontrolable. Sintió el calor de sus labios y quiso creer que no estaba perdido en la vorágine de un sueño. Tanto tiempo luchando por alcanzar aquella cumbre y, cuando por fin consiguió su propósito, sintió que el mundo quedaba detenido bajo sus pies.

Suele ocurrir que, cuando se idealiza algo por encima de las prestaciones reales, la caída al vacío sea, por imprevista, mucho más dura de lo imaginado. Desde la primera vez que la vio, supo que aquel cuerpo amanecería junto a él cualquier mañana de domingo. Cuando por fin compartió su aliento con el de ella, comprobó que el fuego se apagó de repente con el primer soplido. Tantos pasos recorridos para no encontrar nada al final del sendero. Continuó besándola durante unos minutos antes de idear una disculpa y buscar en el limbo un nuevo sueño con nombre de mujer. Cuando despegó sus labios por última vez, supo que aquella tampoco sería la mujer de su vida.

domingo, 8 de febrero de 2009

Eutanasia

Como cada mañana, bajaba a la playa para ver el amanecer pintando el mar de color fuego. Le gustaba sentarse en la arena y conversar con sus familiares. Un día era su hermana, otro su abuela, otro su padre y, aquella mañana de brisa suave, pudo escuchar la serena voz de su madre aguantando un llanto imperecedero. Por un momento pudo abrir los ojos y descubrió que había cambiado la playa por una fría habitación pintada en blanco. El doble pitido que, durante todas aquellas mañanas, había acompañado al aire en sus paseos marítimos, cesó de repente y comprobó como una dama vestida de negro se acercaba a cerrarle los ojos. No pudo ver mucho más, salvo aquella satisfecha sonrisa y la guadaña brillante reluciendo bajo los fluorescentes.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Novela negra

Cuando pegó en la puerta de su despacho las letras que componían las palabras "detective privado", se encendió un pitillo y lo dejó reposar sobre la comisura de sus labios para creerse, una vez más, Humphrey Bogart.

Cuando la conoció y se perdió en el brillo de su larga melena rubia, frunció el entrecejo y musitó un par de palabras cortantes para parecer un tipo duro y creer que ella era su particular Lauren Bacall.

Cuando le extendió el primer cheque por investigar la muerte de su padre acaecida días atrás por un ataque al corazón y una herencia disputada entre hermanas, tuvo que releer, una tras otra, las novelas que componían la bibliografía de William Chandler.

Cuando comprendió como actuar y caló su sombrero a modo de triunfador, asomó el gabán hacia la luna y dejó que la noche recortara su silueta contra los edificios como si del astuto Philip Marlowe se tratase.

El día que regresó a casa, encontró a su rubia con diez kilos de mas y el tinte gastado abrazando entre protestas a dos churumbeles comidos por la suciedad, se preguntó porque nunca había visto aquella escena en las películas de Howard Hawkes.