martes, 26 de octubre de 2021

Todo no se puede operar

Sus deseos de comprarlo todo en Marte han terminado por desesperarme. Vale que se le antojen palmeras de chocolate a lastres de la mañana o que haya que llevarla a casa de su madre en coche, pero que le hayan dicho que el padre de su hijo es un marciano y se lo haya tomado tan en serio es el colmo de los antojos. Al fin y al cabo yo me fui de allí hace veinte años y me he operado las orejas. Además, sigo haciendo el amor a oscuras, porque tengo una reputación que conservar.

miércoles, 20 de octubre de 2021

Un ramito de rosas

La mejor manera de canalizar mi vocación era mandarle cartas anónimas de amor a la vecina. Desde que empecé a hacerlo, la mujer había cambiado la compunción por sonrisa y los ojos tristes por maquillaje. Se vestía de guapa y caminaba azorada sobre sus altos tacones. Disimuladamente, miraba hacia los lados esperando a que alguno de aquellos desconocidos que la comían con la mirada le dijesen “yo soy tu amor secreto”. Por ello, cuando fue consciente de que el cuento debía llegar a su fin, le comenté que por la noche llegaría a su casa con un ramo de rosas rojas. Cuando su marido vio mi nota anónima en el parabrisas, miró de forma extraña y encogió los hombros. Aun así obedeció y se presentó por la tarde con un ramo de rosas rojas en la mano. Cuando escuché el revuelo que se había formado en la calle, me asomé al balcón y vi el cuerpo de mi vecina estampado contra el suelo. Entonces comprobé por qué Cecilia había mantenido en secreto al autor de las cartas en aquella famosa canción.

viernes, 8 de octubre de 2021

Cinco horas con Carmen

Lola está sentada en rincón. Tiene la sonrisa forzada y la mirada perdida. Sus ojos azules, profundos como un mar en calma, analizan cada partícula de polvo en suspensión que el foco a contraluz deja ver flotando sobre el haz que nace en el techo y muere sobre su hombro. Estudia cada línea, repasa de memoria, se enfrenta a sus miedos y cree que la derrota será tan severa que apenas tendrá tiempo de resarcirse. La noche es tan especial, tan esperada y tan ruidosa que un mínimo error, por nimio que sea, terminará con su carrera en un bar de pueblo y con su reputación en un charco del camino.

Todo el papel está vendido y todas las plumas de la crítica están afiladas. La platea rebosa nerviosismo y un leve murmullo apagado por los ecos del anuncio de la función flota en el ambiente como el preámbulo de una guillotina a punto de ser disparada. Los tacones retumban sobre las tablas, el vestido negro, impecable y sin arrugas, invade el escenario y el telón se abre, lentamente, para mostrar un rostro compungido y una voz rota por el dolor.

Mira al frente sin querer mirar a nadie, sólo a sí misma, a ese aura que le rodea que le permite entrar en trance y poder hablar y hablar y hablar sin ser interrumpida por nada, ni por la gente, ni por el ruido, ni por su propio miedo, que sigue ahí, intacto, pero que está siendo utilizado más como recurso que como impedimento, una manera como otra de saber motivarse y saber ser la dama del escenario que todos esperan que sea. El día que no haya miedo, el día que no le tema a nada dejará de ser actriz porque ese día no sonarán campanas dentro de su pecho ni brillará el sol dentro de sus ojos.

Lola es la mujer del momento, la diva del país, la reina del papel cuché. Lola recita el texto de memoria, finge el dolor a la perfección, el desprecio es tan real que parece salido de un despecho propio y la tristeza es tan pura que llega a producir compasión en cada uno de los espectadores. El final, apoteósico y logrado, pone en pie al patio de butacas, a los palcos, a los corazones e incluso a los que no creían en ella. Mañana no se hablará de otra cosa, mañana no habrá más temas en el mundillo que no sea el recital de interpretación que Lola ha dado encima del escenario. Expectativas cumplidas, sueños pendientes de un hilo, exigencias dobles desde el momento en el que el público ha decido convertirla en reina por un día.

El telón vuelve a bajar, los aplausos siguen irrumpiendo la sala, los nervios son una anécdota en el cajón de las tareas pendientes y las promesas son un sendero de trabajo que habrá que seguir caminando día tras día, noche tras noche, crítica tras crítica. Porque Lola ya no vive en sí misma, ha dejado de ser actriz, persona y hasta aspirante. El éxito la engulle, el aire la abandona, las lágrimas aparecen. Sobre el escenario yace el marido que todo lo controló y el olvido que tanto añoró. Lola ya no es Lola, ahora es y será, para siempre, Carmen Sotillos.

lunes, 4 de octubre de 2021

Qué dirán

La primera noche no durmió ni un solo minuto. Y eso que había asistido a la consulta sin ninguna preocupación. Gracias a su carácter abierto y, en ocasiones beligerante, se había tomado las palabras de su padre a broma. Pero su padre sentía una profunda vergüenza por él. Un desviado en la familia, cuándo se había visto eso. Su hijo, su único hijo, en quien tenía puestas todas las esperanzas, estaba a punto de tirar por la borda toda la reputación que, durante años, se había labrado su apellido. Un apellido casto, vinculado al orden, al trabajo y al poder. Si quería heredar su impero debería dejar de ser un maldito y desvergonzado desviado.

Las preguntas habían sido de lo más desconcertantes, el primer bofetón por una respuesta insolente le había impulsado de la silla, pero entre las manos de su padre y la fuerza del doctor consiguieron reducirlo y acostarlo en una camilla donde le llenaron de cables y de preguntas.

La segunda noche durmió conducido por el dolor y las ganas de evadirse de todo. Los impulsos eléctricos cada vez eran más intensos y los golpes, por una respuesta incorrecta, cada vez eran más intensos. La tercera noche tuvo pesadillas y la cuarta no quiso cerrar los ojos por miedo a que el diablo se volviera a presentar.

Le enseñaban fotos de mujeres pero él seguía sin sentir nada por ellas. Algún impulso nervioso aparecía cuando las fotos eran de hombres desnudos y su padre afirmó con la cabeza cuando el médico le solicitó con la mirada pasar a una nueva fase. La quinta noche ya no pensaba en hombres sino que sólo pensaba en morir. Tras la sexta sesión ya no sabía si tenía que dormir y en la séptima ya era un esclavo de las pastillas para vencer el miedo. La octava sesión fue terrible y la novena fue la última porque ya había dejado de mostrar interés por todo. Sólo miraba al frente, balbuceaba y ni siquiera era capaz de limpiarse la baba que caía por su comisura.

Pese a que había pagado por diez sesiones, las que el doctor le había prometido que servirían para paliar los dudosos gustos de su hijo, la décima no fue necesaria y hubo de pagar un extra para ingresar a su hijo en una clínica mental. A los conocidos les dijeron que el chico había tenido una depresión y esas cosas de jóvenes, pero cuando se corrió la voz de que el hijo del empresario no iba a salir del manicomio, todos le señalaban por la calle como “el padre del loco”. Pero él mantenía la dignidad intacta y la conciencia tranquila pese que iba a vivir sin hijo e iba a morir sin heredero. Cuando se hacía la pregunta en voz baja, siempre se terminaba respondiendo lo mismo: “Mejor un hijo loco que un hijo maricón”.