martes, 21 de diciembre de 2010

Luna de miel

Jamás había imaginado sentirse tan feliz como en aquel momento. El lugar era el más hermoso, el momento era el más idóneo y la compañía era inmejorable. Desde lo alto de la cubierta podían divisar los pequeños islotes que dibujaban un archipiélago de fantasía en mitad de un mar de color turquesa. Más allá de la línea del horizonte, el sol de los últimos días de verano caía a plomo sobre las aguas tranquilas. Permanecía apoyado en la barandilla, junto a él, la esposa de su compañero de viaje intentaba darle conversación mientras esperaban saborear el penúltimo cocktail del día.

Hacía un par de minutos que su marido se había ofrecido a traerles un par de Long Island Ice Tea mientras les dejaba contemplar el atardecer en solitario. Más abajo, en el camarote de su compañero, la esposa de este seguía aderezándose para presentarse como una dama espectacular en la zona de gala de aquella noche. "Quince minutos y estoy contigo", le había dicho a su esposo, "puedes subirte con ellos y esperarme en la cubierta". Miró el reloj. Ya habían pasado dieciocho minutos y su bella mujer seguía siendo un desastre en puntualidad.

Se escuchó un alboroto y seguidamente miraron hacia el mar para contemplar el fabuloso espectáculo de una familia de tiburones. Sabía que a su esposa le impresionaban aquellos animales y pidió un minuto para dirigirse al camarote. "Voy a avisarla", le dijo a su acompañante. El cocktail seguía sin llegar y aquel número circense merecía ser visto en la mejor compañía.

Abrió la puerta tras bajar un par de plantas a pie y escuchó sus propios jadeos mientras sacaba la llave electrónica de la cerradura. Los jadeos continuaron y pensó en detenerse a descansar antes de decir una sola palabra. Pero más allá del descanso continuó un sonido cada vez más esclarecedor. Esta vez no era su cansancio, ni su ilusión, ni su impaciencia. Los cocktails no estaban sobre la mesilla, pero en la cama estaban su esposa y el marido de su acompañante. Desnudos, apasionados, avergonzados ante la situación. Cerró la puerta provocando un sonido seco y regresó de nuevo a la cubierta. La gente se arremolinaba sobre la barandilla observando a los tiburones seguir al barco con ahinco casi profesional. "Pobres", pensó antes de hacerse un hueco entre la multitud, "seguro que necesitan un poco de alimento".

Encontró a su compañera de observaciones y le guiñó un ojo cómplice, se aferró a la barandilla y tomó impulso hasta situarse al otro lado. Escuchó un par de advertencias y se lanzó al agua para expiar sus pesares. Al fin y al cabo, él ya había perdido toda la carnaza a la que había podido aspirar.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Abogado defensor

A aquellas alturas de la vida era demasiado tarde para sopesar que era lo que estaba bien y que era lo que estaba mal. Realmente, mientras duraron sus mejores días de fiscal, todo había sido vanidad, acusaciones en firme y casos ganados con firmeza. Ahora estaba en el bando contrario, en el de los abogados defensores de causas perdidas, en el de los tipos sin escrúpulos que eran capaces de vender a su madre con tal de refutar una pista falsa.

Aquel hombre al que representaba tenía seis asesinatos en su haber y ninguna prueba que le vinculase hacia la culpabilidad. Hacer aquel trabajo era fácil, gracias a su verbo locuaz había sido capaz de desmantelar testimonios, hacer dudar al jurado y desacreditar a quienes hasta hacía pocos años habían sido sus compañeros. Todo por un buen puñado de euros.

Cuando consiguió sacar adelante aquel alegato de inocencia, se preguntó si valía la pena dar palmaditas en la espalda a tipos como aquel y miró a su alrededor para decirse a sí mismo que sin escrúpulos no se conseguían todos aquellos lujos. Hubo un día, meses más tarde, en el que le llamaron por teléfono para decirle que su defendido había reincidido y ahora tenían pruebas. Se puso su mejor traje, se dirijió a la sala de interrogatorios y saltó por los aires mientras observaba como un chiflado reventaba de un disparo su tanque de gasolina con una escopeta de caza.

El titular del periódico, al día siguiente, hablaba de venganza contra el abogado defensor. "El padre de la chica asesinada admitió haber matado al abogado como responsable de la puesta en libertad del asesino".

El monstruo, sin ángel de la guardia que lo amparase, fue declarado culpable y encontrado muerto, días después, colgado de las sábanas de su propia celda. Nueve cadáveres después quedó flotando en el aire la duda de si merecía la pena justificar aquellos medios para alcanzar un fin tan trágico. El dinero, como bien tangible, nunca tendrá poder adquisitivo sobre las cosas intangibles. La conciencia, el honor, la dignidad y la justicia nunca tendrán precio por más que las promesas, los sueños, las palabras y los cumplimientos se conviertan en triste realidad.

martes, 14 de diciembre de 2010

Pecados capitales

A estas alturas de la vida debería empezar a temer al infierno. Si es cierto todo aquello que me contaron de pequeño, he pecado más de lo común y he infringido, la mayoría de las veces a propósito, los códigos deontológicos que trataron de imponerme como caminos inexcrutables hacia la eternidad.

He disfrutado banquetes de vanidad y me he sentido henchido de los mejores manjares del mundo. A menudo he regresado a la cama con el estómago pleno y la mente satisfecha. He dormido a pierna suelta mientras los intestinos digerían mi gula camino de un recto que siempre ha encontrado una vía de escape.

He dormido como un lirón cada vez que el cuerpo me ha solicitado unas horas de tregua y, generalmente, han sido demasiado los días en los que me he negado a abrir los ojos al mundo pese a ver destellar sobre mi ventana los rayos de un imponente sol. He soñado con verdades y me he despertado con mentiras para volver a retozarme entre las sábanas mientras me concienciaba a mí mismo del inútil asueto de mi pereza.

He pecado mil veces de orgullo y en mi poder de decisión he condenado a más de una persona al ostracismo más innecesario. Algunas veces, mientras saboreaba alguna fruta prohibida, he dictado sentencias de costumbrismo y por mi propio capricho he terminado dando portazos a los problemas más serios. La soberbia me ha cegado y, sin embargo, yo he seguido hacia adelante sin pedir perdón mientras he sido consciente de que la razón me iba acompañando sin ambagues.

He guardado mis tesoros en mil cajas fuertes temeroso de perder mi fortuna en manos insensatas. He gastado sin malgastar, he heredado sin repartir y he multiplicado mi fortuna sin hacer guiños a la incompetencia. Me he lucrado a manos llenas de la ignorancia de los demás y mientras rumiaba mi propia avaricia me he sentido libre de remordimientos siempre que conseguía un pedazo más de beneficio gracias a mi esfuerzo.

He deseado más que nadie asaltar las fronteras de la competencia. He investigado éxitos, he despedido a directivos y he espiado laboratorios de manera clandestina. Siempre he deseado llegar más allá que el resto de los humanos y si llaman envidia a aquello de odiar el éxito ajeno, debo ser un tipo demasiado envidioso si creo que el vecino ha llegado a la cima antes que yo sin apenas merecerlo.

He organizado orgías sin control, me he retozado en oro mientras saboreaba exquisitos senos siliconados, he experimentado el placer por medio del lujo y he comprado sexo con infames cantidades de dinero. En cada bacanal privada, en cada gramo de mi lujuria he comprendido que la vida es aquel camino cuyos tramos estrechos se recorren más fácilmente con una satisfacción en el alma.

He escupido a los demonios de la noche mientras despertaba al mundo con mis arranques de locura, he gritado al cielo oscuro, he destruido regalos de diseño y he escapado más de una vez de la realidad con enfados monumentales. He sido preso de la ira en más de una ocasión y generalmente he regresado a mi cama sin acudir a la disculpa como método hacia la redención.

He pecado de mil maneras y, sin embargo, no tengo miedo al infierno porque nunca he sido injusto. He devorado manjares pero siempre compartí mis banquetes, he dormido hasta el hastío pero nunca desperté a nadie sin motivo, he sido altamente orgulloso pero nunca herí el orgullo de nadie por placer, he sido avaricioso pero nunca robé un céntimo a quien lo necesitaba, he deseado fortunas ajenas pero nunca me aproveché de mis trampas para conseguirlas, he gozado de los placeres ajenos pero siempre procuré ser recíproco en cuanto al disfrute de los míos, he gritado sin razón más nunca me arrebolé cuando otros me reprocharon desaciertos si era verdad de lo que me acusaban.

Así pues ¿Pesan más los actos o las consecuencias? Creo que nadie ha llorado por mi culpa habiendo placer de por medio, nadie ha sufrido mis desvelos si eran míos los problemas, nadie ha muerto de frío por ser yo quien ha robado su manta. He sido pecador, sí, pero moriré sin miedo a nada porque sigo teniendo la conciencia tranquila.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Un ramo de rosas

Acabo de cruzarme con mi amiga Irene. Con su humilde simpatía y su buen humor de cada año me estado contando su vida y como hace un par de horas se ha cruzado con mi marido en la Calle Mayor. Me dijo haberle visto muy guapo, elegántemente vestido y con un ramo de rosas rojas en la mano. Me ha preguntado si me gustaron las rosas. Evidentemente he contestado que sí, una no es nadie sin un marido detalloso, he dicho. No he querido decirle que aún no he regresado a casa para verlas, tampoco le he dicho que mi marido está de viaje de negocios y, mucho menos aún, he querido hacerle saber que soy alérgica a las flores.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Regreso a casa

Todas las tardes regreso a casa después de mis partidas de mus junto a mis antiguos compañeros de oficina. Desde que no tengo nada que hacer me resulta más fácil pensar y más difícil regresar para volver a verte.

Hace tiempo que te veo charlar con otra gente, que no te escucho mencionar mi nombre e incluso has quitado mi retrato de la mesa del salón.

El otro día quemaste el poema que te escribí mientras contemplaba tu rostro en el bosque. Estabas preciosa con aquella flor sobre la oreja.

Lo hacías mientras hablabas por teléfono y asegurabas que yo había sido el mayor error de tu vida.

Hoy has dormido con otro hombre y le has dicho aquellas dos palabras que a mi tanto me gustaba escuchar cuando salían de tu boca.

Ya no sé si creerte. No has cumplido la última promesa que me hiciste. Fue el día después de que el autobús de empresa que nos llevaba a la convención cayera por un precipicio.

Mi cuerpo estaba en aquel ataúd pero yo te podía ver perfectamente desde aquí arriba.

El negro te sentaba tan bien.

Aún recuerdo como te arrodillaste sobre la caja y prometiste que nunca me olvidarías.

Te va a crecer la nariz maldita hija de puta.

martes, 23 de noviembre de 2010

Rueda de reconocimiento

La llevaron a una pequeña sala de paredes desnudas y frío estremecedor. Hacía cinco días que había puesto la denuncia por violación y la policía ya había cazado a unos cuantos sospechosos para ponérselos en bandeja de plata. El inspector Moreno le habló con cariño y cuidado.

- Puede usted estar tranquila. No podrán verla.

Cuando descorrieron la cortina pudo vislumbrar, cegada por el fulgor de los focos que alumbraban la sala tras la cristalera, a cinco hombres con el rostro tapado y el cuerpo totalmente desnudo.

Era, sin duda, la situación más rocambolesca en la que se había metido en toda su vida. Después de aquella salvaje intercepción en pleno portal, no le quedaba más recuerdo de aquel hombre que no fuese el de un lunar en la parte superior de su pene. No pudo ver más, ni ojos, ni boca, ni nariz, solamente un pene enorme coronado con un lunar que la condujo a lugar que nunca pudo haber imaginado.

- Tómese su tiempo. - le dijo el inspector.

Los sospechosos bajaron sus calzoncillos al escuchar la orden y pudo divisar cinco lunares perfectamente colocados en la parte superior de cada uno de los penes. Pero ella recordaba exactamente como era aquel lunar. Era exactamente igual al que tenía el sospechoso que estaba situado más a la izquierda.

- Ese es. - Dijo con la voz firme, mientras señalaba a un sospechoso equivocado.

- ¿Está usted segura?

- Sí.- Contestó esta vez mirando al suelo para que el inspector no descubriese en su mirada aquel hilo de mentira.

Observó como un agente vestido de uniforme se llevaba del brazo al sospechoso señalado mientras, por el otro lado, el auténtico violador se marchaba con paso firme por la otra esquina del escenario. Si le dejaban libre y ella volvía a frecuentar la calle en la que todo había ocurrido, quizá, con un poco de suerte, volvería a ver aquel lunar mucho más cerca esta vez.

martes, 16 de noviembre de 2010

Ojos de miedo

Lo primero que divisó fueron ojos de miedo. Miedo a la muerte, a la indecisión, a lo esperado y, aún más, a lo inesperado. Apuntó con la mirada firme, mientras intentaba divisar a la gente por encima de la tela del pasamontañas. Al menos, la lana que le cubría la cara podía darle un aspecto más temible y disimularía su gesto de incertidumbre. En el fondo, él también tenía miedo. Miedo a la cruda realidad, miedo a ser encerrado, miedo a ser descubierto y pasar toda la vida saboreando el amargor de la vergüenza.

No podía esconder la mirada y es por eso que quiso divisar un gesto de confianza por parte del tipo que se mostraba sin temor detrás del cristal acorazado. Intentó poner voz de tipo duro y le ordenó salir mientras tomaba por la fuerza a una joven que andaba agachada por allí.

No pensaba hacerle nada, pero tampoco quería que la situación se pusiera mucho más complicada. Cuando al fin vio salir al cajero y asió con fuerza la bolsa del dinero, disparó al aire para descargar toda la tensión y se marchó por la puerta intentando disimular una discrección imposible.

Salió a la calle y se arrancó la máscara al tiempo que corría en direción a su coche. Mientras huía, y escuchaba la sirenas de la policía sonar a lo lejos, pensaba en lo dulce que resultaba el sabor de la venganza. Tal y como le habían dicho.

Hacía unos meses era un empleado ejemplar, un director de sucursal sin sobresaltos, un padre de familia íntegro y un ciudadano a imitar. Ahora era un tipo en paro, despedido por un trepa sin escrúpulos y buscando en la misera un lugar para sus hijos.

No había hecho si no llevarse lo que era suyo y, de paso, dejar constancia de que aquel lugar era menos seguro ahora que no estaba él.

jueves, 11 de noviembre de 2010

El viejo escritorio del abuelo

El anticuario me observó con esa cara de pocos amigos que únicamente gastan aquellos que tienen una esquirla en el recuerdo mientras observaba la fotografía que le había sacado al viejo escritorio del abuelo.

Hacía dos meses que papá había dejado en él su particular nota de suicidio. Fue cuando supo que yo no era hijo suyo. Mi madre, avergonzada por los pecados de su juventud me había confesado quien era mi verdadero padre.

El escritorio ya no estaba en casa y yo quería creer en maleficios. Me acerqué a la tienda del anticuario y, además de un camión de mudanzas, encontré una nota escrita a bolígrafo pegada en la puerta: “Cerrado por defunción”.

Los operarios traían los muebles de la casa del anticuario para ampliar la exposición. Una mujer de luto les indicaba y los chicos dejaron sobre la acera el viejo escritorio del abuelo. Entonces sonó el teléfono móvil. Era mi madre.
- Tu padre ha muerto. Dicen que se ha suicidado.
- Lo sé. – Contesté mientras observaba el escritorio con satisfacción y me preguntaba cuándo tendría yo aquella cara de pocos amigos que únicamente gastan aquellos que tienen una esquirla en el recuerdo.

Entonces regresaría allí para recuperar lo que era mío.

miércoles, 27 de octubre de 2010

El sabor de la victoria

Desconocía cual era el sabor de la derrota. Durante meses, incluso años, llevaba devorando labios, saboreando lenguas ajenas al ritmo que le imponía su animada testosterona. Era un tipo moderno con aires de toda la vida. Pelo engominado, camisa impecable y labios carnosos con los que conquistar mil ciento un corazones. Llevaba escrupulosamente la cuenta anotada en una vieja libreta de andar por casa.

Supo de su próxima conquista por la tierna mirada que le dedicaron. Eran dos mujeres, una muy guapa y la otra aún más. Se bastaba solo para tenerlas, para amarlas y para hacerlas recordar el olor de su carne. Bastaron dos frases, un beso repartido y una promesa que nunca cumpliría.

Otras dos más, y ya iban mil ciento tres. Creyó que seguiría sumando hasta que la vio por primera vez en su camino de regreso a casa. Los primeros rayos del alba despuntaban sobre una ciudad a medio cocinar, no hacía frío como para buscar abrigo pero tampoco demasiado calor como para caminar bajo los alzados que prometían una incierta sombra. Cruzaron una mirada y creyó verla sonreir. Él no dijo nada, ni siquiera pudo balbucear un par de incoherencias. No tardó en darse cuenta de que hasta aquel día no había sido más que un pelele del destino.

Desde entonces cruza aquella calle a diario y a la misma hora, no se le conoce una nueva conquista y su corazón no se confirma con pequeñas batallas. Desconocía el sabor de la derrota pero sabía, también, que hasta que no besara aquellos labios de tacón alto no sabría realmente a qué sabe la victoria.

domingo, 24 de octubre de 2010

Confusión

Aquel era el cuarto día consecutivo en el que se había levantado con ganas de morirse. No sabía bien por qué pero de un tiempo a aquella parte había perdido todas las ilusiones. Un trabajo mal remunerado, una soledad demasiado sencilla, una vida monótona, un cúmulo de circunstancias.

Desde que había sentido en su corazón la desazón del desencanto, se había habituado a bajar al parque con menos esperanza que entusiasmo. Le gustaba ver los patos beber en el estanque y comprobar como las palomas se disputaban un mendrugo de pan. Ellos tenían un motivo, una gota de agua, una miga perdida, por la que disputarse un pedazo de orgullo. Él no tenía nada. Quizá necesitase tratamiento, quizá estuviese mucho mejor internado en el lugar donde los sueños son simplemente poesía maldita.

Tardó un tiempo en percibir la avalancha de excursionistas que, en fila india y con los ojos perdidos en algún punto de su horizonte mental, se acompañaban unos a otros cogidos de la mano. No eran demasiado jóvenes ni demasiado viejos, ni demasiado tristes ni demasiado alegres, ni demasiado emprededores ni demasiado conformistas. Eran personas sencillas, con la mirada melancólica y la razón de existir guardada en algún cajón. Más o menos como él.

Fue por ello que decidió unirse al grupo y subir a aquel autobús mientras seguía las indicaciones de un tipo vestido con una bata blanca y un rictus de condenada paciencia bajo las arrugas de los ojos. Encontró un asiento libre en la parte trasera y susurró, por lo bajini, las incomprensibles canciones que algunos de sus compañeros de excursión tarareaban en voz baja. Cuando llegaron a su destino observó como algunos de ellos cambiaron el gesto hacia un rictus de dolor inconcebible. Leyó el rótulo de "Hospital mental" y quiso salir corriendo. Pero solo encontró la mano firme del tipo de la bata blanca.
- A la fila.
- Pero si yo no estoy loco. - Suplicó.

Sintió aquella mirada aterradora y aquella voz grave que sabía dejar a los pacientes como un témpano de hielo.
- Claro, ni tú, ni ninguno de tus compañeros.

Escuchó risas. Escuchó llantos. Escuchó burlas. Escuchó lamentos. Se escuchó a sí mismo durante muchos años. Tantos, que incluso llegó el día en el que se cansó de escucharse. Encontró el vacío y vivió inmerso en él hasta que la cordura dijo basta. Fue un proceso largo, le dio tiempo a pensar, a olvidar, a llorar, a arrepentirse y, sobre todo, a valorar lo que nunca más volvería a tener.

lunes, 18 de octubre de 2010

De refilón

Arreciaba la noche cuando escuchó, en la lejanía, las primeras sirenas de la policía. No creía estar muy segura pero si había algo que había agudizado tras tres meses de soledad y silencio, era el oído. Tras la baja rendija de la puerta de chapa por la que le tiraban la comida una vez al día, podía escuchar, cada vez con más nitidez, las palabras huecas de sus secuestradores. Sabía lo que planeaban y sabía que aquella iba a ser su última noche con vida si su abuelo seguía resistiéndose a la petición de rescate.

Siempre había confiado en la destreza y la astucia de su padre para intuir la solución a los casos más difíciles. Brillantemente licenciado en derecho y estadística, se había casado con la rica heredera de un imperio de dulces de chocolate. Era por eso que los mejores recuerdos de su infancia estaban ligados a aquel dulce de color oscuro que nunca faltó en su casa de campo.

El divorcio la había dejado trastornada. Su padre, atrás un brillante abogado y ahora un alcohólico de poca monta, había llegado una noche borracho a casa y se había encontrado las maletas en la puerta. Ella había seguido visitándole a menudo, buscando un beso, una palabra y un buen programa de televisión que ver junto a él acurrucada en el sillón de la vieja pensión que había podido permitirse.

Llevaba meses muy apagada, justo el tiempo que llevaba su padre sin dar una señal de vida. Contaba la casera que aquel inquilino gruñón era como aquellos tipos de una mala película que se marchaban a por tabaco para no regresar jamás. Pero ella no había creído nada de eso. Fue un día al regresar de casa desde la universidad cuando dos tipos la había metido a la fuerza en el interior de una mugrienta furgoneta blanca.

Llevaba tantas semanas encerrada como para perder la cuenta de los días. Caminando sobre la cuerda floja de la locura aprendió a jugar con el pensamiento. Unas vacaciones con su padre, una brillante carrera como abogada y un esposo al que cuidar mucho más de lo que su madre había hecho con el suyo. Aquellos eran sus planes de futuro pago de rescate mediante.

Escuchó un golpe brutal y un par de disparos que venían de la habitación contigua. Un tipo ataviado con un traje azul oscuro y un casco de protección sobre la cabeza le tendió la mano y la abrazó con fuerza. La puerta había quedado entreabierta y los policías se llevaban a los secuestradores, uno a uno, esposados un cabizbajos. Quizá no lo había visto bien y por eso tuvo que pestañear, pero hubiese jurado ver entre ellos a su padre, solamente de refilón.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Cinco sentidos

No podía ver nada. Durante un minuto su visión se transformó en niebla espesa, el claro fue dando lugar a lo oscuro y las luces se convirtieron en sombra. Pestañeó un segundo y quiso creer que allí estaba el milagro, a punto de producirse, más no vio nada que no fuese un pensamiento, un deseo, un sueño a punto de cumplirse.

No podía escuchar nada. Durante un minuto su oído se convirtió en un silencio inquietante, quizá un zumbido transparente, quizá una sordera provocada por la intensidad. Quiso prestar atención más solamente un tic tac apareció bajo su pecho, apenas perceptible, apenas esclarecedor.

No podía oler nada. Durante un minuto su olfato se convirtió en acero pulido, frío, inapetente, estremecedor. Había aire, más no había sentimiento. Había vaho, más no había nada que empañar. Quiso alcanzar el olor de la vida y solamente apareció el aroma de un esfuerzo que parecía no tener fin.

No podía saborear nada. Durante un minuto su lengua se secó hasta el extremo de no volverse ni siquiera de paja. Echó de menos aquel sabor amargo del esfuerzo, de la hiel acumulada sobre la garganta, de la saliva resecada bajo el paladar. Masticó algo invisible y no sintió nada, más quiso apretar los dientes y lo hizo sin cuidado, chascando el marfil, desgastando el esmalte.

No podía sentir nada. Durante un minuto su cuerpo se paralizó pese al esfuerzo. Quiso y pudo aprentar pero ni quiso ni pudo sentir el dolor que la conectaba al momento que estaba viviendo. Era pura vida y al mismo tiempo era pura muerte porque no podía sentir nada. Ni siquiera las lágrimas, ni siquiera el aire que salía desde su boca en busca de un lugar donde la comprensión fuese pan nuestro de cada día.

Y entonces ocurrió. Pudo ver unos ojos llenos de vida que la miraban sin cesar, pudo escuchar un llanto celestial que le rogaba un abrazo, pudo oler el aroma de una vida recién llegada que nacía desde la nariz y llegaba hasta el alma, pudo paladear el sabor de los sueños cumplidos, pudo sentir el tacto de su hijo recién nacio y supo que los milagros y los sueños son parte inescrutable de la vida.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Un número de cuatro cifras

Aparcó su desconchado coche de segunda mano encima de la primera acera que encontró libre y de dirigió hacia su casa no sin antes maldecir al sargento Martínez por la venta que le había realizado. Martínez era un caradura de poca monta y muchas ínfulas que, en sus ratos libres, se dedicaba a vender coches usados con la premisa de una ocasión que en realidad no era tal. Grabó el número de la matrícula en la mente para llamar al seguro y se perdió en la síntasis del último caso que le estaba comiendo la vida.

Ocho muertos, ocho vecinos de su mismo barrio, ocho ataques al corazón y ninguna pista que llevase a clarificar que había una mano negra detrás de tanta penumbra. Repasó mentalmente el caso y se detuvo, uno a uno, en los números de las cuentas bancarias de cada uno de los fallecidos. Eran tipos que, como él, jugaban a ser un héroe de vida inventada mientras lamían los excrementos verbales de sus jefes en su desgraciada vida real.

Había una coincidencia. Ocho transferencias a un mismo número de cuenta. Repasó los números y los apuntó en su libreta de los casos pendientes. Le querían sonar aquellas cifras más solamente podía recordar el día que estrechó la mano del sargento Martínez por penúltima vez. Había sido hacía dos días, después de acordar la venta de un cacharro de más de doscientos mil kilómetros por el módico precio de mil doscientos euros. Rebuscó en sus cajones y encontró su libreta bancaria. Allí estaba aquel número de diez dígitos que, como en los casos anteriores, se repetía por última vez al final de cada apunte bancario. El número de la cuenta de Martínez. El mismo tipo que le había sugerido una compra, el mismo que le había ofrecido un coche, el mismo que, por ademanes de la casualidad, se había enterado de que el divorcio le había dejado sin mujer a la que amar, sin hijos a los que educar, sin techo bajo el que vivir y sin vehículo en el que viajar.

Apuntó las ocho matrículas después de encontrar el inventario de pertenencias en el informe que le había redactado la cabo Arganguren. 0876, 0934, 1235, 0033, 1598, 2001, 0365 y 0007. Números de cuatro cifras, todos seguidos de tres letras. Coches de segunda mano olvidados en un desguace, un depósito o una cuneta. Repasó los datos del último fallecido. Había muerto aquella misma mañana una semana después de comprar el coche de Martínez. El segundo lo había hecho justo un año después. Una semana, un año, 0007, 0365.

Corrió hacia la cocina buscando el frescor de un vaso de agua y descansó durante un instante apoyado en la encimera de estraza mientras intentaba poner en orden aquellas impresiones. Calculó los días del tipo cuya matrícula era 0033 y comprobó, excitado, que había muerto exactamente treinta y tres días después de haber comprado el coche a Martínez. Siguió calculando y dio con la solución, el resto coincidían exactamente en número con la cifra de su matrícula; habían muerto ochocientos setenta y seis, novecientos treinta y cuatro, mil doscientos treinta y cinco, mil quinientos noventa y ocho y dosmil un días después de haber adquirido el coche.

No sabía qué especie de poderes eran los que tenía Martínez más no estaba dispuesto a permitir que aquel tipo vendiese un solo coche más. Descolgó el teléfono para informar a su superior pero se acordó de que tenía pendiente una llamada al seguro. Marcó en el teclado y recordó el número de cuatro cifras de su matrícula que había memorizado un par de horas antes. 0001. Clavó la vista en el techo y sintió como su corazón explotaba en el mismo momento que la señorita de la aseguradora preguntaba por su interlocutor y no recibía respuesta.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Juguete roto

La vieja cinta de vídeo volvía una y otra vez al mismo lugar de origen. En la pantalla, los defectos del uso hacían crepitar la imagen y un ruido blanco parecido al de los discos de vinilo se interponía entre los diálogos y la falta de atención. Hacía meses que miraba sin ver, que oía sin escuchar y que temblaba sin sentir. Junto a su brazo, una oxidada aguja se enganchaba a una jeringuilla manchada de sangre y pus. Permaneció tumbado con los ojos en blanco, la mente perdida y el recuerdo en un punto muerto. Demasiado tiempo atrás había sido alguien; una joven promesa a punto de explotar, un iniciado en las artes del drama, un actor de películas infantiles que una vez hizo reir y al día siguiente hizo llorar. Un don nadie en busca de su último papel antes de marcharse tan solo como había llegado. Clavó la aguja una vez más y se divisó en la pantalla del viejo televisor que había robado de la casa de su abuela. Allí estaba él, las manos en la cabeza, los ojos vivos y la garganta presa a soltar una frase para la inmortalidad.

La inmortalidad ya no existía y el éxito tampoco. Todo era tan efímero que intentó volver a rebobinar la cinta y jugar consigo mismo a volver a ser alguien. No pudo ser, la heroína invadió sus venas y sus ojos volvieron a quedar en blanco. Esta vez para siempre. Al menos volvería a ser noticia una vez más.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Páginas de muerte

Llevaba tanto tiempo escuchando mentiras que le resultaba difícil dar credibilidad a las leyendas urbanas. Durante los últimos meses habían muerto más de quince personas en circunstancias extrañas y durante las últimas semanas se había disparado el rumor de un libro cuya última página provocaba un paro cardiaco. Así de tormentoso. Solamente había que terminar de leer la historia para pedir pasaporte camino del otro barrio.

Como investigador privado había visto demasiadas cosas como para dudar un ápice de cualquier historia, otra cosa era refutar la veracidad de las palabras. Hubo un tipo que le contó que él tuvo el libro en las manos y lo perdió a mitad de lectura. Desde entonces acudía al psiquiatra con cada vez más frecuencia y sufría delirios con crisis de ansiedad. Necesitaba terminar de leerlo y aseguraba haberlo dejado, como cada noche, en el canto de su mesilla.

Los muertos tenían un síntoma común y es que todos presentaban un rictus de felicidad y una dilatación extrema de las pupilas. Parecía como si morir de aquella manera satisfaciese todos sus deseos.

Había encontrado un libro en una redada en el barrio chino después de un fiable chivatazo durante una noche de tormenta. Antes de buscar el sueño empezó a hojearlo y antes de cerciorarse de que había sido víctima de su propia vanidad ya había quedado atrapado por aquella historia sin fin. Mojó la punta de su dedo índice con la lengua para buscar la última página y sintió como una agradable sinfonía tocaba tambores de muerte dentro de sus oídos. Fue leer el último punto y notar como el corazón hacía estragos dentro de su pecho. Un apretón de válvulas, una tensión extrema, una explosión de vida, un viaje hacia la muerte.

Efectivamente, había encontrado el libro del que le habían hablado. Llevaba tanto tiempo escuchando verdades que por fin consiguió dar credibilidad a las leyendas urbanas.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Maldita inspiración

Pulsó el icono que accionaba la impresora sin demasiado entusiasmo. Durante meses estuvo convencido de que había estado escribiendo un bodrio. Atrás quedaron aquellos años de lucidez en los que creó sus dos obras maestras. Sus únicos best sellers en el mercado. Desde entonces había estado dando tumbos entre editoriales y barriendo las lágrimas de sus propios fracasos. Ya no era capaz de inventar historias, tan solo ideaba situaciones sin compromiso.
Recogió los últimos folios y los agrupó antes de meterlos en el sobre y mandárselos al primer editor que encontrase en las páginas amarillas. "Maldita inspiración", lo había titulado. A quién quería engañar. Maldita inspiración era la suya. Aquel taco de hojas no servirían más que para calzar una mesa o para adornar un montón de papeles para el reciclaje. El contenedor azul.
Bajó a la calle sin quitarse el pijama y lanzó el sobre y todo su contenido al contenedor azul. Ya no podía ser escritor. Ya no sabía escribir. Ya no sabía vivir de las rentas. Debía buscarse la vida por el lado de afuera de los sueños.
Ahora era un representante de libros antiguos que recorría las calles en busca de una anciana a la que engañar. Pagaban buena comisión y al menos le daba para comprarse un filete de ternera una vez por semana. Le debía el favor a un amigo al que había hecho rico gracias a su primera novela. Justo la misma que acariciaba entre sus manos cada noche antes de irse a la cama.
Dejó la novela a un lado del sofá y encendió la tele para ver las noticias mientras saboreaba el sandwich de mortadela. "El basurero escritor", reflejaba el título rotulado. Un tipo que recogía contenedores y que, durante sus ratos libres había sido capaz de escribir una novela conmovedora. "Maldita inspiración".
Masticó sin fuerza y tragó sin ganas. En un intento por gritar sintió como un pedazo de mortadela se incrustraba en su garganta y mientras quiso pedir auxilio buscó el vaso de agua para apagar aquella asfixia que se acumulaba en el fondo de la boca. No llegó a tiempo ni para verle la cara al ladrón de letras. Se derrumbó contra la mesa auxiliar y mientras vomitaba sus fracasos sintió una penúltima lágrima recorrer su rostro antes de perder el sentido.

martes, 3 de agosto de 2010

La partida

La penúltima bala de su único enemigo vivo pasó tan cerca de su sien que pudo escuchar con claridad el ensordecedor zumbido de su estela fulgurante. Se agachó para alcanzar un parapeto y miró hacia arriba descubriendo la cara de satisfacción de una veintena de tipos trajeados que, tras un grueso cristal, asistían con regocijo a aquella partida contra la muerte.

Que el cristal era antibalas lo había comprobado él mismo cuando había gastado una de sus balas tras apuntar a un tipo de poca altura, poco pelo y pocos escrúpulos que sonreía con malicia en la parte de arriba de la cúpula. Abajo, y atrapados en un bosque de mil quinientos metros cuadrados, entre arbustos, árboles, trincheras sin mucho oficio y enormes pedazos de roca, se encontraban los cuerpos sin vida de cuatro tipos que osaron acabar con su vida, además de él mismo y el último contrincante que le quedaba con un puñado de aliento en los pulmones.

Llevaba tantos años encerrado entre rejas que apenas recordaba aquellos minutos de acción en los que, pistola en mano, la adrenalina es capaz de hacer viajar al infierno al hombre más valiente. Llevaba tantos minutos esquivando balas y matando compañeros de prisión que apenas se acordaba de cómo había llegado hasta allí.

Le habían sacado por la fuerza, con unas esposas en las muñecas y una patada en el trasero. Hubo de seguir a dos gorilas que nunca se habían dejado caer antes por el pabellón de tipos peligrosos y al entrar a la antesala de la guerra había encontrado a cinco reclusos, un tipo muy elegante, una pistola en cada mano y unas normas que cumplir.

Seis cargadores, con ocho balas, desperdigados por el bosque. Nadie puede utilizar más de uno. Debéis mataros entre vosotros. Sólo uno sobrevive. Sólo uno gana la partida.

Disparó su séptima bala y en aquel momento supo que estaban igualados a munición. Podía ver sombras y podía distinguir sonidos, más ya no recordaba la nitidez de ambos. Los tipos del traje seguían mirando y ellos dos seguían allá abajo, buscando la libertad como recompensa y la vida como única solución. Durante un segundo quedó al descubierto y supo que aquella sería la última oportunidad para pedir un deseo. Deseó vivir y aquella última bala volvió a rozar su sien como las dos anteriores.

Fue entonces cuando escuchó un sollozo, unos pasos buscando refugio y una súplica entre la penumbra. Le encontró agazapado, llorando y pidiendo clemencia. No pudo tenerla. En aquel mismo instante supo que su vida dependía de la vida de aquel tipo con el que había coincidido alguna vez en el patio. Disparó a bocajarro y abrió los brazos en señal de victoria. Quiso gritar un insulto a modo de desahogo, pero un fogonazo, nacido desde lo más alto, le hizo guardar silencio para siempre.

Mientras sentía como le quemaba el pecho y como se le inundaba la garganta supo, al fin, que era aquello que tanto le habían prometido y que algunos llamaban libertad.

martes, 27 de julio de 2010

Chivatazo

Ramírez era un auténtico cabrón con pintas. Una pieza de museo que bien valía un par de delitos semanales como precio por su libertad. Solía recorrer las calles de punta a punta, peinar la ciudad, atracar a un par de ancianas para no perder un ápice de su reputación y, muy de vez en cuando, acudir a la comisaría de policía para darle algún chivatazo de interés al agente Perales.

Habían pasado más de veinte años desde que había llegado a la comisaría con el pelo fijado con gomina y el chicle visible entre los dientes y Perales seguía siendo el mismo prepotente de siempre. Había cambiado el fijador por el crecepelo y el chicle por caramelos de café, pero la pistola, la porra y el insulto seguían patentes en su denominación de origen como si su propia placa llevase implícito un particular código de barras.

- Calle de los Desparecidos. Local destinado a la venta de productos de droguería. Parece legal, pero es un almacén de droga.

Y allá que fueron.

Llevaban muchos meses, quizá demasiados, detrás de un maldito camello al que llamaban "El Cabra". Decían que era un tipo demasiado chiflado para dedicarse a un negocio que, en el fondo, necesita mucha cabeza. Perales nunca lo creyó así y se sintió afortunado por haber criado a dos hijos lejos de aquel mundo de perdición. Eso sí que significaba tener cabeza.

Aparcaron a un par de manzanas para no despertar sospechas y se acercaron con sigilo llevando la pistola y la placa a buen recaudo, para no llamar la atención. Se fijó en el joven compañero que le habían asignado y no tardó mucho en verse reflejado en su mirada ambiciosa. Un joven de andares chulescos, palabra fácil y violencia a flor de piel. Le había adoptado como a su propio hijo después de haberse terminado de convencer de que su verdadero hijo, tranquilo, apocado, empollón y un poco pardillo, jamás se parecería a él.

Abrieron la puerta de la droguería y no tardaron en esposar al hombre que atendía tras el mostrador. Abordaron la puerta de atrás y se encontraron con dos disparos a bocajarro. Su compañero cayó fulminado al suelo y él quedó petrificado ante la sorpresa.

- Hola, Cabra. - Saludó casi en silencio al joven que empuñaba una pistola apuntando a su frente justo a dos metros de él. No le pareció un chico tranquilo, apocado, empollón y, mucho menos, pardillo. Pero era obvio que le conocía.
- Hola, papá.

jueves, 15 de julio de 2010

El francotirador

Desde pequeñito siempre había soñado con viajar por el mundo. Desayunar un día en Hong Kong y volver a desayunar en Berlín en el mismo día. Cenar en Río y bailar bachata en Puerto Rico, dormir en Buenos Aires y despertar en Honolulú rodeado de bellas nativas vestidas con una faldita.
No era matar lo que esperaba por más que mis encargos implicasen vagabundear por el mundo como un turista sin rumbo. Me quedan pocas ciudades por conocer pero aún me quedan muchos tipos por matar. No le temo a la muerte pues no seré yo quien peque de indiscrección y haga saber al mundo quien anda detrás de mis pecados.
Acabo de aterrizar en Pekín y debo encontrar a un científico descarriado. Empiezo a maldecir el día en el que arruiné a aquel feriante dentro de su caseta de tiro al blanco. La escopeta estaba trucada pero a mí me dio igual, le saqué todos los muñecos y rellené el mueble bar de mi padre previo pago de todos mis ahorros. Tenía tan solo doce años y aquella afición a disparar me llevó al ejército.

De allí pasé a los servicios secretos gracias a mi maestría en el manejo de las armas de largo alcance y gracias a mi buena posición pude formar una familia y aprender a mentir sobre mi vida. Ellos creen que viajo por el mundo en funciones de diplomático pero no saben que realmente son la esposa y el hijo de un asesino del gobierno.

La azotea huele demasiado a húmedo y el tiempo es demasiado incómodo como para sentirse como en casa. Ya estoy harto de viajar. Me pregunto como podría terminar con esto y ni siquiera me vale como opción una carta de renuncia. Disparo con eficacia y el tipo que se opuso a la utilización de combustible líquido en aviones militares y puso en jeque el negocio, cae fulminado y se ahoga en segundos entre un charco de sangre.

Recojo mis bártulos y busco un bazar. Lo bueno de saber mentir es descubrir la cara de felicidad de tu mujer y la cara de ilusión de tu hijo cada vez que regresas a casa cargado de un buen regalo. Esas sonrisas valen por cientos de vidas. Me pregunto donde desayunaré mañana.

lunes, 24 de mayo de 2010

Ni olvido ni perdón

"Ni olvido ni perdón".

Un día más, aquel desgastado graffiti acudió a su mirada en su matutino paseo camino del trabajo. Pensó en todo lo que debía haber hecho hacía tiempo y había pospuesto hasta estar realmente seguro de tener una huída fácil. Ya tenía el billete rumbo a Río, la cita con el cirujano plástico y una cuenta corriente en un paraíso fiscal.

Su mujer llevaba años engañándole, su mejor amigo se había forrado a su costa gracias a aquella idea suya que patentó sin permiso y su jefe no se cansaba de putearle a pesar de que cada vierne de mes hacía méritos más que suficientes para ser considerado como empleado de la semana.

Lo que más fácil le había resultado era robarle todo el dinero a su amigo. Años de aprendizaje en una mesa de despacho le habían enseñado los trucos suficientes para piratear una cuenta bancaria. Sus amigos los hackers se iban a sentir sumamente orgullosos de él.

Esperó pacientemente en el coche alquilado con un nombre falso a que su jefe accediese a la planta del garaje y sacó el cuchillo aún impregnado de la sangre de su mujer. Lo clavó en lo más hondo del corazón y se limpió los guantes en el abrigo.

Se dirigió al aeropuerto, y antes de girar rumbo a su paraíso personal, hizo un giro para buscar el muro de sus lamentaciones matutinas. Sacó el spray color negro y repasó el graffiti con una importante sonrisa dibujada en los labios.

"Ni olvido ni perdón".

miércoles, 5 de mayo de 2010

Los siete

Eran siete aguerridos compañeros, siete inseparables socios de juergas y aventuras nocturnas, siete como los magníficos de Sturges, siete como los samuráis de Kurosawa. A veces buscaban siete novias como si fuesen siete hermanos y otras se reunían en torno a siete mesas de billar francés para tomar su copa de ron con cocacola.

Pronto fueron seis porque uno de ellos se fue a la mili y conoció a una andaluza que le hizo amar el pescaíto frito, las noches al fresco y los besos encendidos. Así que pronto tuvieron que rehacer números y buscar otros juegos recreativos con los que lucrar su vicio. Ya eran seis días sin siete noches y seis hombres para las seis esposas de Enrique VIII.

Peor fue cuando quedaron cinco porque a otro lo mandaron de corresponsal al Congo y se quedó por siempre atrapado entre safaris y mujeres de cultura desnuda. El reciclaje les llevó a ser cinco en familia y convertirse en un azaroso club de los cinco. Mientras recordaba y olvidaban, se dieron cuenta de que probablemente jamás volverían a ser lo que fueron, pero mientras eran lo que eran no dejaron mucho tiempo para los malos presagios.

Y como en un montaje de piezas de dominó, nunca cae una ficha sin empujar a la siguiente, no tardaron en quedar cuatro gatos cuando a otro de ellos le destinaron a Barcelona y se enamoró de una extremeña que había emigrado en busca de trabajo y de un tipo como él. Mientras aprendía a bailar sardanas y a maravillarse con las vistas del Tibidabo, sus compañeros de fatigas seguían quemando noches sin más sentido que el de ser cuatro jinetes de un apocalipsis que aún estaba por llegar.

Los cuatro magníficos se quedaron en tres tristes tigres cuando otro de ellos picó el anzuelo en un club de alterne y se largó a Brasil con una prostituta que tenía demasiada saudade como para aguantar más de seis meses seguidos en Madrid. Voló a Río y dejó en tierra a tres mosqueteros que, solteros y sin biberon, se fueron dando a la buena vida hasta que la buena vida se la dio a ellos.

Pronto fueron dos, porque hubo otro más que desgarró todas las promesas al comprometerse con una niña de papá de que le procuró fortuna y olvido. Como aquello de quemar las noches resultaba cada vez más aburrido y cada vez tenían menos agua con la que apaciguar los incendios, los dos colgaos muy fumaos terminaron sus días tirándose de los pelos por ver quien se apropiaba de aquella novia para dos.

Y ahora solamente queda un americano en París, un soltero de oro que busca en el extranjero lo que perdió en su país, seis amigos y un tesoro, el que no tiene a nadie en Gibraltar, ni en África, ni en Barcelona, ni en Copacabana, ni en Saint-Tropez, ni en Malasaña, el que solamente tiene olvido y recuerdos, el que sale cada mañana a pasear a su perro por los jardines de las Tullerías y el que regresa cada tarde a casa con dos niños y un carrito. El que emigró en busca de una nueva vida y el que encontró todo lo que sus compañeros habían hallado en sus lugares de destino. Se preguntó si ellos también recordarían aquellas noches en La Latina, se preguntó si ellos también eran tan infelices como él. Le reconfortaba imaginar que sí. Le hacía sonreir el saber que sí.

viernes, 23 de abril de 2010

Al oeste del Edén

No es fácil jugarse la vida en un segundo. No es fácil mirar a los ojos y saber que o matas o te matan. No es fácil vivir así, pero más difícil es dejarse ir sin haber luchado tu pedazo de orgullo. No es justo dilucidar así las cosas y eso lo sabemos tanto yo, como él, como toda la gente que respira el polvo del camino. No es cómodo pensar bajo este sol de justicia, no es el mejor tiempo para vivir al oeste del Edén, no son las prisas si no las demoras lo que me han traído hasta aquí. No es fácil impartir justicia de una manera tan drástica, no es fácil cargar con la esquela de miles de inocentes, no es justo creerse Dios siendo un auténtico demonio. No es de recibo tener que acabar así con la juventud, no es cómodo creer que la muerte te espera en cualquier esquina. No es sencillo desenfundar tan rápido, no es fácil disparar sin mantener la cabeza caliente, no es cómodo cargar para siempre con una conciencia asesina, no es fácil matar, no es fácil ser pistolero. No es fácil reconocerse uno así mismo como un canalla. No es lícito vivir así. No es lícito morir así. Lo único agradable es marcharse de un lugar con el bolsillo repleto y dejar que la brisa acaricie tu nuca mientras cabalgas buscando el ocaso sobre el horizonte.

viernes, 16 de abril de 2010

Tiempos de conquista

Le llamaban "caballo bajo la tormenta" porque salió a defender a su pueblo una noche en la que los cielos se habían juntado para explotar. Dentro de la tribu era un indio respetado, futuro candidato a jefe y muy aferrado a las palabras del chamán. Para él, las predicciones eran más que un par de frases, eran un motivo lo suficientemente creíble como para estar alerta y permanecer con el hacha escondida bajo las pieles de búfalo.

Decían que el hombre blanco se acercaba y que había que preparar el campamento para el exilio. No lo quería creer. Prefería luchar por su gente que morir huyendo. Por ello, cuando vio que todos montaban sus caballos para largarse de allí se plantó como un profeta de la valentía y les suplicó un pedazo de orgullo. Pero allí había más miedo que otra cosa. Desde tierras más lejanas habían llegado otros pueblos para contar las slavajadas del hombre blanco; corazones quemados, pechos destrozados, cabezas reventadas, mujeres violadas y niños mutilados. No quería aquello para su tribu, preferían huir.

"Caballo bajo la tormenta" tomó su hacha de guerra, pintó su piel y se largó en dirección opuesta acompañado de dos fieles amigos. No estaba dispuesto a vender su alma a una camada de salvajes. Con peores lobos se había enfrentado.

Cuando la tribu alcanzó las montañas pudo escuchar el estremecedor sonido de los cañones. Era aún peor de lo que les había contado. Miles de cascos de caballos anunciaban la llegada de un alud de uniformes oscuros. Los vieron llegar agazapados entre las rocas y no pudieron hacer más que suplicar junto a la hoguera. Allí mismo, mientras veían como sus corazones ardían, sus pechos se desquebrajaban, sus cabezas volaban en mil pedazos, sus mujeres eran ultrajadas y sus niños humillados, se rindieron ante el mayor trofeo que portaba el jefe de sus enemigos. Allí, entre gritos ininteligibles y sujetados por manos blancas como la nieve estaban las cabezas de "Caballo bajo la tormenta" y sus dos amigos. Atrás quedaban años de paz, de convivencia con las montañas, de doma de los caballos, de caza por necesidad y de respeto a la naturaleza. Llegaba el tiempo del hombre blanco, llegaba el ansia, la envidia, la ambición, el fin.

lunes, 12 de abril de 2010

Caravana de mujeres

Llevaba demasiado tiempo soltero como para plantearse un cambio de vida, pero, sin embargo, seguía manteniendo intacto el mismo gusanillo que descubrió en su juventud cuando empezó a imaginarse retozando en el pajar con una bella moza del pueblo.

Todas las mozas del pueblo terminaron casándose y las que vinieron después no pararon en fijarse en un tipo demasiado hosco como para provocar un poco de compasión. Entre su aspecto desaliñado y su fuerte olor a ganado fue agriandose poco a poco hasta convertirse en el típico solterón de la España rural más pendiente de sus vacas que de las mujeres. De ahí que corriesen malvados rumores, de ahí que dijesen aquello de las reses engalandas.

Le dijeron como era aquello de la caravana de mujeres y él se imaginó cual Robert Taylor esperando a su futura esposa sentado en el banco principal de la plaza del pueblo. No fue tal y como esperaba y mientras fue repasando mujeres con la mirada fue comprobando que cada una de ellas hacía la vista gorda cuando pasaba a su lado. Se le cayó la flor y la ilusión. Regresó al establo y acarició a su vaca más querida. Para qué ponerse a desmentir rumores ahora que todo el mundo sabía que aquel animal le entendía mucho mejor que cualquier mujer.

martes, 6 de abril de 2010

Asalto a farmacia

"Tú que sembraste en todas las islas de la moda las flores de tu gracia, cómo no ibas a verte envuelta en una muerte con asalto a farmacia".

Mientras Sabina entonaba su penúltimo blues callejero él iba contando, uno a uno, los agujeros que se dibujaban en su carne. Era una buena idea aquello del asalto a farmacia, al menos no tendría que disimular durante unos días que era aquella persona que realmente nunca llegó a ser.

Más allá, en el espacio y en el tiempo, el joven ayudante del boticario intentaba recomponer el destrozo que había supuesto el asalto de la noche pasada. La puerta desquebrajada, la alarma encendida, los vecinos escandalizados y la policía tomando parte de un robo muy poco premeditado. Faltaban medicinas, jeringuillas y algo de dinero. Ni una huella, ni una señal, alguna sospecha.

El joven ayudante del boticario giró la esquina de la calle que llevaba hasta su casa y descubrió al hombre que llevaba días esperándole junto al portal. Le acompañó hasta su cuarto de estar y le abrió dos cajones llenos de drogas farmacéuticas.
- Es todo lo que pude conseguir. - Dijo casi con un susurro.

Se arremangó la camisa y dejó al descubierto miles de agujeros salpicados sobre la carne de su brazo.
- Déjame al menos una dosis.

Estuvo a punto de recibir una respuesta cuando escucharon las sirenas de la policía.
- Lo siento. - Fue lo último que escuchó.

Cuando la policía llegó a casa lo encontró con los ojos en blanco, los cajones llenos y una jeringuilla insertada en su antebrazo.

"Tú que sembraste en todas las islas de la moda las flores de tu gracia, cómo no ibas a verte envuelta en una muerte con asalto a farmacia".

Eran los años ochenta y Sabina seguía en lo más alto de las listas entonando su penúltimo blues callejero.

lunes, 29 de marzo de 2010

El soplo

- Tengo fotos. - Susurró en tono amenazante a la voz que replicaba al otro lado del teléfono.

- Lo sabemos.

Tenían a su chica y no sabía como salir de aquel entuerto. Todo había comenzado el día en el que había recibido un soplo de dudosa fiabilidad. Un importante empresario, un traficante de droga y una reunión en una cafetería de las afueras. Aparcó su coche en un lugar discreto y apuró la tarjeta de memoria de su cámara réflex hasta el final. Eran unas fotos buenísimas que podían terminar con la reputación de un tipo impecable.

Las enseñó en la redacción y le pidieron calma. Horas después recibió una llamada de teléfono que le pedía aquella tarjeta de memoria a cambio de su chica. No le costó deducir que su propio jefe era un maldito vendido. Sopesó la situación y publicó las fotos por cuenta propia.

Se inició una investigación, el empresario fue detenido, su jefe fue despedido y su novia fue liberada de un sótano en una nave industrial. Se hizo famoso, vendió su vida, vendió mil fotos y alcanzó el puesto de redactor jefe. Le había dejado disfrutar dos años de confianza, justo el tiempo que tardaron en regresar, volarle los sesos de un disparo y violar y estrangular a su novia.

Una vez más, volvió a ser portada. Fue la última vez que se supo de él, podrían haber sido más si hubiese obedecido pero llegó a pensar que burlarse del malo también funcionaba en la vida real, olvidando que los buenos solamente ganan en las películas. Y no siempre.

martes, 9 de marzo de 2010

La sombra del árbol

Recibió el penúltimo puñetazo en el labio inferior y saboreó el ácido hilo de sangre que se perdía bajo su lengua. Mientras intentaba desmarañar aquellas manos ajenas que sujetaban su pelo, no tuvo más remedio que observar el árbol grande del jardín cuya sombra era augurio de malas leyendas. Contaban que allí se habían suicidado cinco chicos en los últimos años, incapaces de soportar el don de la disciplina y de saber que un hombre se hace a base de sufrimiento.

Sus compañeros de habitación eran unos cretinos que llevaban más tiempo del debido en aquel maldito internado. Él que solamente había pecado de perezoso en el último trimestre que había estudiado en su antiguo colegio, fue enviado por sus padres allí donde decían que la hombría se ganaba con la gallardía de sentirse un hombre.

Él aún no lo era y sus compañeros y profesores no lo entendían. Sucedió que intentó ser más listo que ellos y terminó sus mejores días con dos dientes menos y una importante brecha sobre la ceja. Desde entonces aquello se convirtió en un infierno.

Sonó la puerta y el mayor de todos se asomó para recoger una bolsa de manos del director. Se hizo el silencio. Quiso protestar y pedir auxilio pero sabía que aquello solamente le llevaría a una nueva sesión de golpes.
- Qué sabes del árbol. - Le preguntaron.
- Sé que bajo su sombra murieron cinco alumnos.

Les vio reir en voz baja y le contaron, sin demasiado entusiasmo, la historia del último chico que ocupó la que ahora era su cama.
- Él tampoco aguantó los métodos del colegio. - Le contaron mientras sacaban de la bolsa que habían recibido de manos del director una larga soga rematada en un ovalado nudo corredizo. - Y no tuvo más remedio que colgarse de la rama de un árbol.

Sintió una mano sujetando su brazo y, por mucho que intentó llorar en voz alta, supo no sería si no un silencio justificado en su camino a convertirse en la sexta víctima de aquella pandilla de asesinos.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Cómo Pulgarcito

Cada noche, su padre le contaba el cuento de Pulgarcito justo antes de dormirse. El viaje de ida sin vuelta, las miguitas de pan y las botas de siete leguas. Por ello, la noche que su padre no apareció con el libro en la mano y la sonrisa en el rostro, se preocupó mucho más de lo que hubiese debido. Su madre le dijo que se había marchado a por tabaco y aún no había vuelto. Así pues, se interesó por el lugar donde su padre compraba el tabaco de cada semana y salió a la calle con una barra de pan y las viejas botas del abuelo. A cada paso que daba, un sinfín de miradas se clavaban sobre su sombra, a cada miga que arrojaba, un manojo de incomprensiones vestían los gestos de la gente con la que se cruzaba. Al final encontró el estanco y se topó con la reja que le impedía el paso. Era demasiado tarde para llamar a la puerta y enfrentarse al ogro.

Se quedó llorando en la puerta hasta que una mano amiga le ofreció cobijo. El estanquero le refugió del frío y le puso un huevo frito en el que poder mojar el pedazo que le quedaba de pan. Por la mañana regresó a casa y en las lágrimas de su madre encontró más motivos de verdad que de cuento. Seguramente el héroe había vendido tabaco al ogro y Pulgarcito jamás volvería a abrir la puerta de su habitación.

jueves, 25 de febrero de 2010

Gloria y desgracia

La sangre tenía el sabor de una pelea callejera. El crochet de derecha se incrustó en su barbilla como una aguja busca el conducto arterial, retrocedió dos pasos y se cubrió con ambos brazos. Había pasado de ser favorito a ser destrozado. Se preguntó si le quedaba una última carta que jugar y supuso que, quizá, su única vía de escapa pasaba por una toalla en el suelo y una humillación en la memoria.

Alcanzó el rincón de las palabras perdidas y volvió a escuchar los consejos de quien un día se presentó como su nuevo entrenador. No le había enseñado demasiado de boxeo pero le había enseñado demasiadas cosas de la vida. Gracias a él, lo que antes eran golpes y victorias ahora eran sentimientos y aplausos. Gloria. O desgracia.

Se sentía desgraciado como antes se había sentido glorioso. Regresó al cuadrilátero y planteó una estrategia, buscó un resquicio, rezó una oración. No había manera de ganar aunque él sabía que seguía siendo el más fuerte. Esquivó como cuando era un juvenil y le obligaron a atrapar moscas con las manos y golpeó como cuando era un adulto y le dieron un cinturón de campeón del mundo.

Contempló a su rival en el suelo y respiró aliviado. Se había salvado por los pelos. Había ganado por los puños. Se abrazó a su entrenador sin demasiado entusiasmo y comprendió aquello de los sentimientos y los aplausos. Tiraría el cinturón al suelo y no volvería a subir jamás a un ring. Ya había sufrido demasiados sentimientos como para seguir llorando y ya había recibido los suficientes aplausos como para seguir peleando. Ya no le cabía más gloria, y tampoco más desgracia.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Mensajero

Hacía semanas que había marcado aquel día en el calendario como el último que trabajaría en la empresa de mensajería. Aún no había contado nada a nadie, ni a su pareja, ni a sus amigos y mucho menos a su jefe; ese maldito déspota que le cobraba hasta los kilómetros de más al precio vigente del combustible. Tenía pensado hacer sus recados diarios, dejar la moto en su sitio y pedir el finiquito. No tenía pensado regresar.

Había entrado a trabajar como mensajero una nublada tarde de abril de hacía cinco años. Desde entonces se había convertido en un empleado eficaz que recorría la ciudad de punta a punta con su moto de baja cilindrada y nunca recibía una palmada en la espalda por su puntualidad y por su trabajo bien hecho. Para más dolor en el orgullo, había tenido que ver como otros compañeros, mucho menos eficientes, habían subido en el escalafón de la empresa aún habiendo entrado en la empresa después que él.
- A tí no podemos sacarte de la calle. - Decía su jefe a modo de excusa. - Eres el mejor.

Aquella frase servía como único acicate para sus ánimos a la hora de afrontar sus dudas. Estas llegaban cada vez que tenía que aguantar el sarcasmo de sus compañeros y la risa tonta de las chicas de la oficina. Para todos no era más que un puñetero pringado.

Le mandaron a un nuevo aviso y él mismo arrancó la moto sabiendo que allí estaba su último acto de servicio. Remitente anónimo, dirección desconocida y destino la propia oficina de mensajería. Un paquete para la propia empresa. Qué extraña era la gente.

Arrancó la moto y puso gas hasta provocar un estruendo de pasión en el pecho. Aceleró y alcanzó una pequeña casa de campo deshabitada con un paquete envuelto en papel marrón en su interior. Había un sobre lleno de billetes y uno más pequeño donde podía leerse la palabra "propina". Se guardó ambos en bolsillos diferentes y arrancó de regreso a la oficina.

Dejó el paquete y estaba a punto de despedirse cuando le mandaron a un nuevo y, esta vez le juraron, último aviso. Descubrió la sonrisa maliciosa en el rostro de la recepcionista y escuchó, de fondo, el desagradable sonido de los gritos de su jefe.
- Maldito bastardo. - Pensó.

Abandonó el paquete misterioso y apuntó en la memoria la nueva dirección. Sabía como llegar. Arrancó la moto y dio gas hasta que un estruendo hizo vibrar su pecho. Esta vez no había sido el sonido del motor de la moto si no el sonido de una explosión que había llegado desde la ventana en la que estaba ubicada su empresa de mensajería.
- Creo que ya no hace falta que me despida.

Sonrió y se perdió en las calles de la ciudad camino a su penúltimo destino.

jueves, 4 de febrero de 2010

La luz

Nadie le había dicho que los sueños cumplidos son siempre placenteros. A menudo deseaba dejar su mundo e inmiscuírse por completo entre nuevos horizontes. Era un estudioso de lo complejo y un enfermo de lo sobrenatural. Llevaba varias noches viendo la luz y varias tardes planeando un plan de encantamiento.

Anduvo despacio hasta que se encontró frente a aquella explosión cegadora que parecía nacer de la misma tierra. El ruido, que en su casa de campo parecía un susurro, allí era atronador. Vio descender algo que nunca había visto y sitió ascender algo que nunca había sentido.

Se quedó dormido y soñó con seres de otros mundos. Quizá ya estaba a bordo de sus sueños y aún no había superado el miedo a despertar. Cuando lo hizo se encontró con unos ojos color violeta. Se asustó demasiado como para no llamar la atención. Sintió la caricia de media docena de manos y la dura ligazón de una cuerda extraña que anudaba sus muñecas.

El fuerte tirón le sacó de su asombro. Se vio conducido, mientras resbalaba por un suelo de nácar, hacia una habitación blanca con una camilla en medio. Por fin vio las manos verdes, de largos dedos, con las que tantas noches había soñado mientras dibujaba extraterrestres en una hoja de papel. Quiso sonreir pero el sonido de una máquina le impidió hacerlo.

No pudo expresar la palabra "amigo". Antes de decir ni mú, una cuchilla de disco le seccionó el estómago a sangre fría. No pudo ni ahogar un grito, aunque antes de morir supo de veras lo que era el dolor. Después de muchos años estudiando, ahora era él el objeto de estudio.

viernes, 29 de enero de 2010

El San Martín del cerdo

Era un hijo de puta con todas las de la ley. Gustaba de despreciar a su mujer, de acomplejar a sus empleados y de idolatrar a sus hijos por encima de sus hijas. Se gastaba la mitad del sueldo en bares y la otra mitad en putas. Hacía tiempo que le picaba la ingle y temía haber cogido ladillas en alguno de aquellos garitos de mala muerte que frecuentaba en sus días de guardar.

Acudió al médico como quien acude a su bar de mala muerte. Cigarro en ristre, barba de cuatro días y zapatos manchados de barro. Mandó a tomar por culo a la auxiliar que le espetó por el decoro y le sugirió apagar el cigarrillo y se encaró con la señora que observaba sus trazas con la vergüenza de quien observa a un ecce homo.
- Me pica el rabo. - Explicó en su tono soez.

Le hicieron pruebas y se olvidó de todo durante unas semanas. Dedicó los días de diario a emborracharse con vino los medios días y a despotricar con aliento avinagrado a cada uno de los empleados de su empresa de construcción. Los fines de semana los gastaba entre cafés, copas, puros y partidos de fútbol del Real Madrid.

Su mujer le acompañó al médico el día que debía recoger los resultados. Aquellos mamones le habían obligado a hacerse una paja, a mear y a afeitarse los huevos. Y todo por una muestra de semen y otra de orina.
- Tiene usted gonorrea. - Le indicó el médico.

Su mujer le miró de soslayo. A ella no le preocupaba demasiado el contagio puesto que hacía seis años que no hacía el amor con ella.
- ¡A ver qué coño le digo yo a los niños! - Exclamó
- ¿Tiene usted hijos? - Preguntó el doctor.
- Cuatro.
- ¿Adoptados?
- ¡Qué cojones! ¡Míos!

Se hizo el silencio y se reservaron las respuestas para cuando cada uno de ellos estuviese preparado.
- Eso es imposible, es usted estéril.

Y por primera vez en muchos años se invirtieron los papeles y fue él quien hizo amago de llorar y fue ella quien sonrió abiertamente y de manera satisfecha.

lunes, 25 de enero de 2010

008

Era el mejor agente secreto del MI-6. Desde que James Bond había desaparecido de la nómina del servicio, él había sido nombrado con el número clave de 008 y no había plan enemigo que pasase su filtro de acción y suspicacia.

Avanzó en silencio por detrás del sillón de la habitación de su enemigo, se preparó para disparar sin hacer ruido y tuvo que dar una voltereta silenciosa ante la presencia de la pérfida amante de su malvado objetivo. Les escuchó susurrar unas palabras y temió imaginarles planeando su plan de ejecución. Debía impedirlo.

- ¿Dónde está el chico? - Preguntó él.

- Detrás del sillón - Respondió ella.

"¡Oh, no! Me han descubierto". Sintió unos pasos que se acercaban hacia su escondite y no tuvo más remedio que dar la cara para disparar a quemarropa. Soltó dos fríos chorros con su pistola de agua y vio a su padre con el gesto demasiado fruncido como para no considerar aquello una misión suicida.

Al final perdió la batalla y se vio encerrado en el calabozo de su cuarto con dos azotes en el trasero y una condena de dos semanas y un día sin leer una sola novela de Ian Fleming.

martes, 19 de enero de 2010

Estocolmo

Llegó a odiarle durante demasiado tiempo. Le parecía un tipo demasiado cerebral como para no tenerle miedo. A menudo perdía los nervios con demasiada facilidad y no eran pocas las veces que le había visto intimidarla, cara con cara, con palabras demasiado amenazadoras como para tomarle en serio.

Hacía ya cinco meses que vivía junto a él; compartiendo habitación, cama en algunas ocasiones y restos de comida los mejores días de guardar. A pesar de su régimen a pan y agua, seguía con vida y aquello era un regalo que no quisiera desperdiciar.

La primera vez que le vio salir de casa vestido con un traje le pareció un tipo mucho más atractivo de lo que habían sugerido las primeras apariencias. Bien peinado y bien vestido, aquel hombre ganaba demasiado. Hubo un día que despertó deseando sus abrazos y otro día, semanas más tarde, que hubiese muerto por un beso suyo. Por ello, la primera vez que la violó sintió en sus carnes el placer del deseo concebido.

El sonido atronador de la puerta al ser derrumbada consiguió sacarla de su letanía. Observó la escena en un duermevela demasiado desalentador en aquella madrugada de invierno. Sintió como su cama se queda semivacía y abrió los ojos del todo para contemplar como aquel tipo enmascarado le abría la crisma a su compañero de habitación.

Lo demás fue sangre y lágrimas. No pudo sonreír cuando le comunicaron que por fín había sido rescatada después de ciento sesenta días de secuestro. Y no pudo dejar de llorar cuando le dijeron que el tipo que le había secuestrado había sido abatido en conformidad a los deméritos acumulados.

miércoles, 13 de enero de 2010

A corazón abierto

Tenía su corazón en mis manos. Por un instante pensé en dejarlo caer y salir corriendo de allí. Era la primera vez que dirigía una operación con tanta responsabilidad y me sentía realmente abrumado. Sentí como se clavaban en mí todas las miradas de los asistentes de quirófano; la enfermera dudaba de mi capacidad, mi adjunto sopesaba seriamente sobre el acierto de aprender junto a mí y el anestesista esperaba mi reacción para controlar los impulsos vitales del paciente. Solté el bisturí tembloroso y pedí que me limpiasen el sudor.

Aquel tipo había llegado al hospital con una lesión vascular bastante importante y me habían designado a mí como dueño de su vida. Menuda responsabilidad. Limpié la zona, pinzé la aorta y descubrí la constricción el vaso sanguíneo. Por un instante me sentí aliviado y en el segundo siguiente herido en mi inquietud; un segundo o un milímetro de más y acabaría con su vida.

Allá afuera estarían sus hijos, su mujer y alguno de sus hermanos esperando noticias por mi parte. Nunca me había gustado comunicar una muerte y por ello pensé en lo que a mí me gustaría que me hubiesen dicho. Actué con precisión y las miradas se convirtieron en sonrisas. Ordené a la enfermera coser la herida mientras salía a desahogarme al pasillo. Los familiares vieron mis lágrimas y se temieron lo peor. Las cambié por una sonrisa. Mis labios encendidos significaban una buena noticia, mis ojos humedecidos significaban una tensión por la que no estaba demasiado seguro de querer volver a sentir.

jueves, 7 de enero de 2010

El poderoso

Ramón no tardó en enfundar su arma. Desde que había dejado atrás el sobrenombre de "Ramoncín" para convertirse en "Ramón el poderoso" no había habido nadie que se atreviese a discutir su supremacía. Era el líder.

Como un mal pistolero de película de serie B se dedicaba a atracar pequeños comercios, desvalijar camiones de mercancías y trapichear con sus enemigos sin más temor que un disparo por la espalda. Hacía tiempo que se había agenciado una buena pistola de asalto y una buena reputación como para no verse obligado a usarla.

El humo resplandeció sobre el cañón y el charco de sangre delató el suceso. Era la primera vez en la vida que mataba y la segunda que se sentía tan angustiado. La primera fue cuando hubo de cruzarle la cara a su madre por vez primera ante la negativa de esta a aprobar sus pequeñas rencillas criminales. Entonces era un niño y el remordimiento lo curó el tiempo y media docena de palizas junto al viejo sofá del comedor.

"Tras el primero llegará el segundo", pensó. Y mientras escapaba como un loco de las sirenas de las policías en busca de un refugio planeó su siguiente golpe. Debería buscarse un pequeño ejército de supervivientes. Debería protegerse. Solamente de esta manera tardaría más tiempo del esperado en llegar aquel tan temido disparo por la espalda.