jueves, 13 de agosto de 2020

Atontados

Había descubierto la nota mágica, aquella de la que le había hablado su maestro y que controlaba la voluntad de la gente. Estaba entre el fa sostenido y el si bemol; oculta entre la escala y a la vista de los visionarios. Tomaba su violín, iniciaba el recital y, en un momento dado, iniciaba la secuencia musical. Era entonces cuando el público entraba en trance y él aprovechaba para abrir carteras, coger billetes y repartir besos furtivos. Cuando, tras el silencio, apagaba el hechizo con un cambio de ritmo, la gente despertaba de nuevo como si el tiempo no hubiese pasado, como si el reloj se hubiese detenido sin haber dejado secuelas en la memoria.

Había ganado cierto prestigio entre los corrillos musicales y cada vez eran más grandes los salones que le contrataban y, con ellos, cada vez más grandes sus botines. Un centenar de personas a un billete por barba, el botín diario terminaba siendo lo suficientemente goloso como para renunciar a tocar aquella nota mágica a la que había tardado años en llegar. Por ello, cuando escuchaba hablar a los entendidos de barra de bar diciendo que el reggaetón ese atonta a la gente, él sonreía por lo bajo y susurraba, muy bajito un “si tú supieras…”.

Hoy tiene recital en una sala de fiestas con cierto prestigio. Ciento veinte comensales que disfrutarán la velada con vino tinto y música agradable. En cierto momento acaricia las cuerdas y entona la nota que los deja a todos en trance. Comensales, camareros, asistentes, vigilantes… todos en situación de sueño sostenido; ojos abiertos, rictus relajado, manos caídas. Poco a poco va extrayendo carteras, cogiendo billetes y volviéndolas a guardar. Tiene un buen fajo. Cuando llega hasta la última mesa, ha de sujetarse fuerte cuando comprueba como un chico de pelo largo y orejas perforadas le observa con sorpresa y respira con temor. Le ve quitarse los auriculares y, a través de ellos, a un volumen lo suficientemente alto como para no poder escuchar nada de lo que ocurre alrededor, suena una sintonía popular de ese reggaetón que decían que atontaba a la gente.

Tan sorprendido y tan atemorizado como él, saca el fajo de billetes del bolsillo y le ofrece la mitad. El chico los recoge con agrado y asiente sonriente cuando el músico se lleva los dedos a los labios y le solicita un trato silencioso mientras guiña un ojo y camina hacia atrás en busca del escenario. Cuando regresa a su lugar, toma el violín y raspa las cuerdas comprobando como la gente sale de su letargo y le dedica una ovación lo suficientemente sonora como para sentirse agradecido. Al fondo, el chico de los auriculares ni mira, ni aplaude, ni sonríe. Cualquiera diría que el reggaetón le tiene atontado.