jueves, 25 de febrero de 2010

Gloria y desgracia

La sangre tenía el sabor de una pelea callejera. El crochet de derecha se incrustó en su barbilla como una aguja busca el conducto arterial, retrocedió dos pasos y se cubrió con ambos brazos. Había pasado de ser favorito a ser destrozado. Se preguntó si le quedaba una última carta que jugar y supuso que, quizá, su única vía de escapa pasaba por una toalla en el suelo y una humillación en la memoria.

Alcanzó el rincón de las palabras perdidas y volvió a escuchar los consejos de quien un día se presentó como su nuevo entrenador. No le había enseñado demasiado de boxeo pero le había enseñado demasiadas cosas de la vida. Gracias a él, lo que antes eran golpes y victorias ahora eran sentimientos y aplausos. Gloria. O desgracia.

Se sentía desgraciado como antes se había sentido glorioso. Regresó al cuadrilátero y planteó una estrategia, buscó un resquicio, rezó una oración. No había manera de ganar aunque él sabía que seguía siendo el más fuerte. Esquivó como cuando era un juvenil y le obligaron a atrapar moscas con las manos y golpeó como cuando era un adulto y le dieron un cinturón de campeón del mundo.

Contempló a su rival en el suelo y respiró aliviado. Se había salvado por los pelos. Había ganado por los puños. Se abrazó a su entrenador sin demasiado entusiasmo y comprendió aquello de los sentimientos y los aplausos. Tiraría el cinturón al suelo y no volvería a subir jamás a un ring. Ya había sufrido demasiados sentimientos como para seguir llorando y ya había recibido los suficientes aplausos como para seguir peleando. Ya no le cabía más gloria, y tampoco más desgracia.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Mensajero

Hacía semanas que había marcado aquel día en el calendario como el último que trabajaría en la empresa de mensajería. Aún no había contado nada a nadie, ni a su pareja, ni a sus amigos y mucho menos a su jefe; ese maldito déspota que le cobraba hasta los kilómetros de más al precio vigente del combustible. Tenía pensado hacer sus recados diarios, dejar la moto en su sitio y pedir el finiquito. No tenía pensado regresar.

Había entrado a trabajar como mensajero una nublada tarde de abril de hacía cinco años. Desde entonces se había convertido en un empleado eficaz que recorría la ciudad de punta a punta con su moto de baja cilindrada y nunca recibía una palmada en la espalda por su puntualidad y por su trabajo bien hecho. Para más dolor en el orgullo, había tenido que ver como otros compañeros, mucho menos eficientes, habían subido en el escalafón de la empresa aún habiendo entrado en la empresa después que él.
- A tí no podemos sacarte de la calle. - Decía su jefe a modo de excusa. - Eres el mejor.

Aquella frase servía como único acicate para sus ánimos a la hora de afrontar sus dudas. Estas llegaban cada vez que tenía que aguantar el sarcasmo de sus compañeros y la risa tonta de las chicas de la oficina. Para todos no era más que un puñetero pringado.

Le mandaron a un nuevo aviso y él mismo arrancó la moto sabiendo que allí estaba su último acto de servicio. Remitente anónimo, dirección desconocida y destino la propia oficina de mensajería. Un paquete para la propia empresa. Qué extraña era la gente.

Arrancó la moto y puso gas hasta provocar un estruendo de pasión en el pecho. Aceleró y alcanzó una pequeña casa de campo deshabitada con un paquete envuelto en papel marrón en su interior. Había un sobre lleno de billetes y uno más pequeño donde podía leerse la palabra "propina". Se guardó ambos en bolsillos diferentes y arrancó de regreso a la oficina.

Dejó el paquete y estaba a punto de despedirse cuando le mandaron a un nuevo y, esta vez le juraron, último aviso. Descubrió la sonrisa maliciosa en el rostro de la recepcionista y escuchó, de fondo, el desagradable sonido de los gritos de su jefe.
- Maldito bastardo. - Pensó.

Abandonó el paquete misterioso y apuntó en la memoria la nueva dirección. Sabía como llegar. Arrancó la moto y dio gas hasta que un estruendo hizo vibrar su pecho. Esta vez no había sido el sonido del motor de la moto si no el sonido de una explosión que había llegado desde la ventana en la que estaba ubicada su empresa de mensajería.
- Creo que ya no hace falta que me despida.

Sonrió y se perdió en las calles de la ciudad camino a su penúltimo destino.

jueves, 4 de febrero de 2010

La luz

Nadie le había dicho que los sueños cumplidos son siempre placenteros. A menudo deseaba dejar su mundo e inmiscuírse por completo entre nuevos horizontes. Era un estudioso de lo complejo y un enfermo de lo sobrenatural. Llevaba varias noches viendo la luz y varias tardes planeando un plan de encantamiento.

Anduvo despacio hasta que se encontró frente a aquella explosión cegadora que parecía nacer de la misma tierra. El ruido, que en su casa de campo parecía un susurro, allí era atronador. Vio descender algo que nunca había visto y sitió ascender algo que nunca había sentido.

Se quedó dormido y soñó con seres de otros mundos. Quizá ya estaba a bordo de sus sueños y aún no había superado el miedo a despertar. Cuando lo hizo se encontró con unos ojos color violeta. Se asustó demasiado como para no llamar la atención. Sintió la caricia de media docena de manos y la dura ligazón de una cuerda extraña que anudaba sus muñecas.

El fuerte tirón le sacó de su asombro. Se vio conducido, mientras resbalaba por un suelo de nácar, hacia una habitación blanca con una camilla en medio. Por fin vio las manos verdes, de largos dedos, con las que tantas noches había soñado mientras dibujaba extraterrestres en una hoja de papel. Quiso sonreir pero el sonido de una máquina le impidió hacerlo.

No pudo expresar la palabra "amigo". Antes de decir ni mú, una cuchilla de disco le seccionó el estómago a sangre fría. No pudo ni ahogar un grito, aunque antes de morir supo de veras lo que era el dolor. Después de muchos años estudiando, ahora era él el objeto de estudio.