Un violento golpe en la puerta me hace regresar a la realidad. Sé que debo actuar con normalidad si no quiero verme de bruces en un calabozo o, lo que es peor, con un tiro en la nuca tirado en una cuneta.
Hace menos de un año
que el partido Nacionalsocialista ganó las elecciones y desde entonces no ha
parado la caza de brujas contra aquellos que defendimos con uñas y dientes la
República de Weimar. Sé que el abuelo, cuyo retrato adorna la pared principal
del salón, estaría orgulloso de mi resistencia.
El oficial es alto,
rubio e imponente. Todo un ejemplo de raza aria al servicio de la Gestapo. Sus
modales no son los más educados así como tampoco lo son sus palabras.
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¿Dónde están los documentos?
Me encojo de hombros
y les hago saber qué no sé de qué me están hablando. Aun así, no puedo evitar
un golpe que me rompe la nariz y me tira al suelo de costado.
Ponen la casa patas
arriba. Allí no hay nadie, ni nada que pueda comprometerme, a no ser que sean
lo suficientemente listos de descifrar el código que cuelga en la pared.
-
Aquí no hay nada, señor. – Se lamenta el subordinado.
Nada impide que pase
tres noches en una fría celda con la única compañía de un par de ratas
hambrientas que se comen las sobras de un almuerzo rancio que me ofrecen tras
una trampilla.
Cuando regreso,
famélico y dolorido, descuelgo el cuadro del abuelo, vestido con su uniforme
del ejército prusiano y sus números de identificación cosidos en un bolsillo
sobre el pecho.
23-14-18-96.