miércoles, 27 de octubre de 2010

El sabor de la victoria

Desconocía cual era el sabor de la derrota. Durante meses, incluso años, llevaba devorando labios, saboreando lenguas ajenas al ritmo que le imponía su animada testosterona. Era un tipo moderno con aires de toda la vida. Pelo engominado, camisa impecable y labios carnosos con los que conquistar mil ciento un corazones. Llevaba escrupulosamente la cuenta anotada en una vieja libreta de andar por casa.

Supo de su próxima conquista por la tierna mirada que le dedicaron. Eran dos mujeres, una muy guapa y la otra aún más. Se bastaba solo para tenerlas, para amarlas y para hacerlas recordar el olor de su carne. Bastaron dos frases, un beso repartido y una promesa que nunca cumpliría.

Otras dos más, y ya iban mil ciento tres. Creyó que seguiría sumando hasta que la vio por primera vez en su camino de regreso a casa. Los primeros rayos del alba despuntaban sobre una ciudad a medio cocinar, no hacía frío como para buscar abrigo pero tampoco demasiado calor como para caminar bajo los alzados que prometían una incierta sombra. Cruzaron una mirada y creyó verla sonreir. Él no dijo nada, ni siquiera pudo balbucear un par de incoherencias. No tardó en darse cuenta de que hasta aquel día no había sido más que un pelele del destino.

Desde entonces cruza aquella calle a diario y a la misma hora, no se le conoce una nueva conquista y su corazón no se confirma con pequeñas batallas. Desconocía el sabor de la derrota pero sabía, también, que hasta que no besara aquellos labios de tacón alto no sabría realmente a qué sabe la victoria.

domingo, 24 de octubre de 2010

Confusión

Aquel era el cuarto día consecutivo en el que se había levantado con ganas de morirse. No sabía bien por qué pero de un tiempo a aquella parte había perdido todas las ilusiones. Un trabajo mal remunerado, una soledad demasiado sencilla, una vida monótona, un cúmulo de circunstancias.

Desde que había sentido en su corazón la desazón del desencanto, se había habituado a bajar al parque con menos esperanza que entusiasmo. Le gustaba ver los patos beber en el estanque y comprobar como las palomas se disputaban un mendrugo de pan. Ellos tenían un motivo, una gota de agua, una miga perdida, por la que disputarse un pedazo de orgullo. Él no tenía nada. Quizá necesitase tratamiento, quizá estuviese mucho mejor internado en el lugar donde los sueños son simplemente poesía maldita.

Tardó un tiempo en percibir la avalancha de excursionistas que, en fila india y con los ojos perdidos en algún punto de su horizonte mental, se acompañaban unos a otros cogidos de la mano. No eran demasiado jóvenes ni demasiado viejos, ni demasiado tristes ni demasiado alegres, ni demasiado emprededores ni demasiado conformistas. Eran personas sencillas, con la mirada melancólica y la razón de existir guardada en algún cajón. Más o menos como él.

Fue por ello que decidió unirse al grupo y subir a aquel autobús mientras seguía las indicaciones de un tipo vestido con una bata blanca y un rictus de condenada paciencia bajo las arrugas de los ojos. Encontró un asiento libre en la parte trasera y susurró, por lo bajini, las incomprensibles canciones que algunos de sus compañeros de excursión tarareaban en voz baja. Cuando llegaron a su destino observó como algunos de ellos cambiaron el gesto hacia un rictus de dolor inconcebible. Leyó el rótulo de "Hospital mental" y quiso salir corriendo. Pero solo encontró la mano firme del tipo de la bata blanca.
- A la fila.
- Pero si yo no estoy loco. - Suplicó.

Sintió aquella mirada aterradora y aquella voz grave que sabía dejar a los pacientes como un témpano de hielo.
- Claro, ni tú, ni ninguno de tus compañeros.

Escuchó risas. Escuchó llantos. Escuchó burlas. Escuchó lamentos. Se escuchó a sí mismo durante muchos años. Tantos, que incluso llegó el día en el que se cansó de escucharse. Encontró el vacío y vivió inmerso en él hasta que la cordura dijo basta. Fue un proceso largo, le dio tiempo a pensar, a olvidar, a llorar, a arrepentirse y, sobre todo, a valorar lo que nunca más volvería a tener.

lunes, 18 de octubre de 2010

De refilón

Arreciaba la noche cuando escuchó, en la lejanía, las primeras sirenas de la policía. No creía estar muy segura pero si había algo que había agudizado tras tres meses de soledad y silencio, era el oído. Tras la baja rendija de la puerta de chapa por la que le tiraban la comida una vez al día, podía escuchar, cada vez con más nitidez, las palabras huecas de sus secuestradores. Sabía lo que planeaban y sabía que aquella iba a ser su última noche con vida si su abuelo seguía resistiéndose a la petición de rescate.

Siempre había confiado en la destreza y la astucia de su padre para intuir la solución a los casos más difíciles. Brillantemente licenciado en derecho y estadística, se había casado con la rica heredera de un imperio de dulces de chocolate. Era por eso que los mejores recuerdos de su infancia estaban ligados a aquel dulce de color oscuro que nunca faltó en su casa de campo.

El divorcio la había dejado trastornada. Su padre, atrás un brillante abogado y ahora un alcohólico de poca monta, había llegado una noche borracho a casa y se había encontrado las maletas en la puerta. Ella había seguido visitándole a menudo, buscando un beso, una palabra y un buen programa de televisión que ver junto a él acurrucada en el sillón de la vieja pensión que había podido permitirse.

Llevaba meses muy apagada, justo el tiempo que llevaba su padre sin dar una señal de vida. Contaba la casera que aquel inquilino gruñón era como aquellos tipos de una mala película que se marchaban a por tabaco para no regresar jamás. Pero ella no había creído nada de eso. Fue un día al regresar de casa desde la universidad cuando dos tipos la había metido a la fuerza en el interior de una mugrienta furgoneta blanca.

Llevaba tantas semanas encerrada como para perder la cuenta de los días. Caminando sobre la cuerda floja de la locura aprendió a jugar con el pensamiento. Unas vacaciones con su padre, una brillante carrera como abogada y un esposo al que cuidar mucho más de lo que su madre había hecho con el suyo. Aquellos eran sus planes de futuro pago de rescate mediante.

Escuchó un golpe brutal y un par de disparos que venían de la habitación contigua. Un tipo ataviado con un traje azul oscuro y un casco de protección sobre la cabeza le tendió la mano y la abrazó con fuerza. La puerta había quedado entreabierta y los policías se llevaban a los secuestradores, uno a uno, esposados un cabizbajos. Quizá no lo había visto bien y por eso tuvo que pestañear, pero hubiese jurado ver entre ellos a su padre, solamente de refilón.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Cinco sentidos

No podía ver nada. Durante un minuto su visión se transformó en niebla espesa, el claro fue dando lugar a lo oscuro y las luces se convirtieron en sombra. Pestañeó un segundo y quiso creer que allí estaba el milagro, a punto de producirse, más no vio nada que no fuese un pensamiento, un deseo, un sueño a punto de cumplirse.

No podía escuchar nada. Durante un minuto su oído se convirtió en un silencio inquietante, quizá un zumbido transparente, quizá una sordera provocada por la intensidad. Quiso prestar atención más solamente un tic tac apareció bajo su pecho, apenas perceptible, apenas esclarecedor.

No podía oler nada. Durante un minuto su olfato se convirtió en acero pulido, frío, inapetente, estremecedor. Había aire, más no había sentimiento. Había vaho, más no había nada que empañar. Quiso alcanzar el olor de la vida y solamente apareció el aroma de un esfuerzo que parecía no tener fin.

No podía saborear nada. Durante un minuto su lengua se secó hasta el extremo de no volverse ni siquiera de paja. Echó de menos aquel sabor amargo del esfuerzo, de la hiel acumulada sobre la garganta, de la saliva resecada bajo el paladar. Masticó algo invisible y no sintió nada, más quiso apretar los dientes y lo hizo sin cuidado, chascando el marfil, desgastando el esmalte.

No podía sentir nada. Durante un minuto su cuerpo se paralizó pese al esfuerzo. Quiso y pudo aprentar pero ni quiso ni pudo sentir el dolor que la conectaba al momento que estaba viviendo. Era pura vida y al mismo tiempo era pura muerte porque no podía sentir nada. Ni siquiera las lágrimas, ni siquiera el aire que salía desde su boca en busca de un lugar donde la comprensión fuese pan nuestro de cada día.

Y entonces ocurrió. Pudo ver unos ojos llenos de vida que la miraban sin cesar, pudo escuchar un llanto celestial que le rogaba un abrazo, pudo oler el aroma de una vida recién llegada que nacía desde la nariz y llegaba hasta el alma, pudo paladear el sabor de los sueños cumplidos, pudo sentir el tacto de su hijo recién nacio y supo que los milagros y los sueños son parte inescrutable de la vida.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Un número de cuatro cifras

Aparcó su desconchado coche de segunda mano encima de la primera acera que encontró libre y de dirigió hacia su casa no sin antes maldecir al sargento Martínez por la venta que le había realizado. Martínez era un caradura de poca monta y muchas ínfulas que, en sus ratos libres, se dedicaba a vender coches usados con la premisa de una ocasión que en realidad no era tal. Grabó el número de la matrícula en la mente para llamar al seguro y se perdió en la síntasis del último caso que le estaba comiendo la vida.

Ocho muertos, ocho vecinos de su mismo barrio, ocho ataques al corazón y ninguna pista que llevase a clarificar que había una mano negra detrás de tanta penumbra. Repasó mentalmente el caso y se detuvo, uno a uno, en los números de las cuentas bancarias de cada uno de los fallecidos. Eran tipos que, como él, jugaban a ser un héroe de vida inventada mientras lamían los excrementos verbales de sus jefes en su desgraciada vida real.

Había una coincidencia. Ocho transferencias a un mismo número de cuenta. Repasó los números y los apuntó en su libreta de los casos pendientes. Le querían sonar aquellas cifras más solamente podía recordar el día que estrechó la mano del sargento Martínez por penúltima vez. Había sido hacía dos días, después de acordar la venta de un cacharro de más de doscientos mil kilómetros por el módico precio de mil doscientos euros. Rebuscó en sus cajones y encontró su libreta bancaria. Allí estaba aquel número de diez dígitos que, como en los casos anteriores, se repetía por última vez al final de cada apunte bancario. El número de la cuenta de Martínez. El mismo tipo que le había sugerido una compra, el mismo que le había ofrecido un coche, el mismo que, por ademanes de la casualidad, se había enterado de que el divorcio le había dejado sin mujer a la que amar, sin hijos a los que educar, sin techo bajo el que vivir y sin vehículo en el que viajar.

Apuntó las ocho matrículas después de encontrar el inventario de pertenencias en el informe que le había redactado la cabo Arganguren. 0876, 0934, 1235, 0033, 1598, 2001, 0365 y 0007. Números de cuatro cifras, todos seguidos de tres letras. Coches de segunda mano olvidados en un desguace, un depósito o una cuneta. Repasó los datos del último fallecido. Había muerto aquella misma mañana una semana después de comprar el coche de Martínez. El segundo lo había hecho justo un año después. Una semana, un año, 0007, 0365.

Corrió hacia la cocina buscando el frescor de un vaso de agua y descansó durante un instante apoyado en la encimera de estraza mientras intentaba poner en orden aquellas impresiones. Calculó los días del tipo cuya matrícula era 0033 y comprobó, excitado, que había muerto exactamente treinta y tres días después de haber comprado el coche a Martínez. Siguió calculando y dio con la solución, el resto coincidían exactamente en número con la cifra de su matrícula; habían muerto ochocientos setenta y seis, novecientos treinta y cuatro, mil doscientos treinta y cinco, mil quinientos noventa y ocho y dosmil un días después de haber adquirido el coche.

No sabía qué especie de poderes eran los que tenía Martínez más no estaba dispuesto a permitir que aquel tipo vendiese un solo coche más. Descolgó el teléfono para informar a su superior pero se acordó de que tenía pendiente una llamada al seguro. Marcó en el teclado y recordó el número de cuatro cifras de su matrícula que había memorizado un par de horas antes. 0001. Clavó la vista en el techo y sintió como su corazón explotaba en el mismo momento que la señorita de la aseguradora preguntaba por su interlocutor y no recibía respuesta.