martes, 25 de enero de 2011

Un trabajo a medio terminar

La calle le resultaba demasiado fría después de haber acostumbrado a sus huesos a doce años de noctura soledad. La prisión, más allá de los clásicos, era aún más ténue de lo que había imaginado, quizá había echado en falta un par de disputas en el comedor y una cuchara sobre la garganta, igual que en aquella película que vio de niño y cuyo título no podía recordar.

No había nadie en su antigua casa y le había costado convencer al conserje que le devolviera su viejo juego de llaves. Sus padres habían muerto mientras él se pudría en la cárcel y el resto de sus primos habían preferido olvidar todos aquellos juegos infantiles para renegar de la oveja negra de la familia. En el suelo, junto a la puerta, había una vieja nota escrita a mano cuyos pliegues habían sido castigados por el tiempo y la humedad. Limpió el polvo de su descosido sofá de escai y se sentó para leer las seis palabras del anverso.

"Tienes un trabajo a medio terminar".

La dirección del reverso la conocía de sobra. Fue allí donde le cazaron con las manos en la masa a causa de la necesidad y había tenido que echar mano de la pequeña pistola que le habían dejado prestada. Sin factura de compra de por medio, ni compañero que le echase una mano, hubo de cargar con el robo del arma y con el delito de agresión por disparo de bala. Total, veinte años y un día reducidos a ciento cuarenta y cinco meses. Incluso era capaz de contar los días, uno a uno.

Se cubrió con un viejo gabán que aún conservaba en el armario ropero y cerró la puerta dejando tras de sí las cientos de millones de motas de polvo que se habían acumulado en los muebles de su piso durante aquella larga ausencia.

La ciudad era demasiado fría en invierno como para recorrerla a pie y arriesgarse a terminar con los pies engullidos por la congelación. Tomó un taxi y pagó con el penúltimo billete que le quedaba en el bolsillo. La casa del corredor de bolsa seguía siendo tan impactante como antes; su fachada de piedra, sus ventanales de cara al atardecer, su tejado de pizarra y su jardín plagado de flores.

Entró sin llamar y encontró, sobre el taquillo del recibidor, la misma pequeña pistola que había utilizado doce años atrás. Al final del pasillo, un tipo en silla de ruedas se desplazaba lentamente hacia él. Le fue observando poco a poco y sonrió amargamente a medida que le fue reconociendo. El mismo peinado, los mismos ojos de maldito encantador de serpientes y las mismas gafas de montura de pasta que tanto aire de confianza le habían dado hacía casi trece años, el mismo día que se había cruzado en su vida y le había convencido para confiarle todos sus ahorros en una inversión segura.

La inversión había resultado ser una tapadera, la tapadera una estafa y la estafa le había llevado a la ruina. Cuando había visitado aquella casa por primera vez, iba con la intención de recuperar todo su dinero y se marchó con las manos llenas de sangre y la mirada clavada en tipo tendido en el suelo con un disparo en la cabeza. Aquel sufrimiento del ser ajeno había sido la única satisfacción que le había permitido sobrevivir todos aquellos años en una celda de castigo. Bien pensado, haberlo dejado paralítico había sido aún mejor que matarle.

Abrió los brazos en el momento que paró la silla a dos pasos de él y le gritó con rabia contenida.
- ¡Adelante! ¡Termina lo que dejaste a medias!

Se permitió el lujo de sonreir una vez más. Dejó la pistola entre las piernas de su víctima y se marchó por la puerta casi sin hacer ruido.
- Hazlo tú si tienes huevos.

Se volvió para cerrar la puerta y no temió un disparo por la espalda porque conocía el final de la historia.
- Yo hace tiempo que cobré mi deuda.

martes, 11 de enero de 2011

Sobrevivir

A menudo tirábamos una piedra y saltábamos a la pata coja evitando pisar las rayas de las casillas. Los números los dibujábamos con tiza y el suelo se convertía en nuestra mejor colchoneta. Había días en los que fabricábamos una pelota y jugábamos durante horas al balón prisionero, otros, sobre todo en vacaciones, corríamos como locos para ver quien ganaba el rescate y si nos apetecía hacer el bruto, nos montábamos encima de los compañeros y gritábamos aquello de "¡Burro va!".

Ahora nos tiran piedras y ni podemos esquivarlas, caminamos a la pata coja porque nos cercenan las intenciones, dibujamos con tinta china mientras temblamos por el miedo a equivocarnos y si acabamos en el suelo será de rodillas suplicando una segunda oportunidad. En la oficina hay pelotas y juegan contigo a hacerte su prisionero, apenas hay vacaciones y cuando el tiempo regala un día libre no tienes ganas de correr aunque sigues esperando una mano amiga que te rescate. Dejamos que hagan el bruto con nosotros y dejamos que nos griten la cara mientras nos hacen sentir como un triste burro de carga.

Aquello era vivir. Ahora se trata de sobrevivir.

martes, 4 de enero de 2011

Cinco días

Cuando recibió aquella llamada anónima en el que le advertían que no le quedaban más de cinco días exactos de vida, no quiso darle más importancia que la de una anécdota banal. Según su reloj, el día cinco se cumpliría en el plazo concreto de de dos minutos y, aunque no quería sentirse angustiada, tampoco tenía la cabeza como para no tomarse las cosas a pecho. Era una chica demasiado anónima como para despertar el interés de alguien, demasiado sencilla como para resaltar por encima de las demás, demasiado cotidiana como para pensar que alguien hubiese estado pensando en ella con el fin de gastarle una broma macabra.

Pagó el diario al kioskero y sacó el teléfono móvil de su bolso. Desde que había sonado hacía cinco días a aquella misma hora, no había parado de mirarlo cada mañana por la intriga de averiguar si la voz que había escuchado tras la línea volvería a aparecer a las nueve de la mañana. No lo hizo. Aún así, le resultaba demasiado fácil recordar aquel tono metálico, casi apagado y un tanto estridente, parecía realmente sacado de una película de terror.

Esperó a que el semáforo se pusiera en verde para los peatones y comenzó a cruzar el paso de cebra. Por un segundo se vio rezagada por cuenta de sus recuerdos. Volvió a sacar el móvil del bolso y miró la hora. Habían pasado cuatro minutos de la hora acordada y no le había ocurrido nada. Permaneció pensativa un momento, lo justo para recordar que hacía seis días había atrasado la hora del teléfono en cuatro minutos para obligarse a ser puntual en una cita, lo justo para no ver venir al camión que se había saltado el semáforo y que llegaba desde su derecha a toda velocidad.