La última vez que la vio fue en su cama, apoyada sobre un brazo, acariciándole la oreja y sonriendo discretamente mientras trataba de esconder el par de colmillos afilados que utilizaba como arma contra cualquier incauto que creía en sus palabras y se postraba ante sus brazos. Había encendido la luz, alertado por un mal sueño, y descubrió en su mirada la sed de quien necesita seguir bebiendo para seguir saciándose de ego. No se trataba de sobrevivir, se trataba de seguir siendo una leyenda.
Apagó la luz de inmediato,
tratando de escapar, y se encontró en el suelo, desnudo y con una gota de sudor
resbalando sobre su espalda. Tanteó las sábanas, preguntó en voz alta y bordeó
la cama, a tientas, tratando de encontrar un final más o menos decoroso a sus
miedos. Chocó contra la pared y recorrió el borde de la ventana con la mano
hasta encontrar el tirador de la persiana, pero desgraciadamente, aún era de
noche. La luna regaló un leve resplandor que iluminó el lecho vacío y un soplido
de alivio nació desde el estómago para morir en su boca reseca.
Desde entonces durmió con la luz
apagada y los ojos cubiertos por un antifaz. Prefería que la oscuridad le librase
de encuentros indeseables antes que poner un pie en el suelo y encontrarse de
frente con la reina de sus pesadillas. Hacía demasiados años que la conocía y
siempre le había concedido una tregua permanente. Sigue alimentándome, le dijo
un día, y jamás me alimentaré de ti. Así que a menudo se sentaba sobre su vieja
silla de madera y ajeno a los crujidos de los encajes desencolados, buscaba
lugares propicios para sus escarceos, encontraba pobres inocentes cargados de
vida y le regalaba la ocasión de seguir satisfaciendo sus necesidades.
Todo fue bien hasta el día en el
que dejó de encontrar rincones y en el que las víctimas fueron desapareciendo
de su lista de asuntos pendientes. Entonces ella apareció en su lecho, le besó
el cuello y él sintió el escalofrío de quien sabe que los finales felices son
imposibles cuando se mezclan el miedo y la pereza. Durmió con ella durante
varias noches, mientras escuchaba sus historias y planeaba sus deseos. Dame lo
que quiero, le ordenó mientras clavaba las uñas en sus muslos y rozaba con sus
labios la engarzada cicatriz que adornaba su frente.
Le dio dos víctimas más; un señor
mayor que apenas era capaz de sostenerse apoyado en un bastón de madera y un
banquero casi jubilado que no tuvo tiempo de pedir perdón para poder expiar sus
pecados. Pero ella quería carne joven y sangre fresca. Sabía que el comisario
García andaba detrás de ella, pero más que miedo sentía excitación. Era la
última de una vetusta e implacable saga de vampiros. Era la última de los
Crolie y no pensaba dejar que su linaje desapareciese en pos del prestigio de
un tipo sin escrúpulos que sólo buscaba la gloria personal en forma de titular
y una medalla prendida en el pecho.
Quítame a García de encima, le
ordenó. Pero él, por más que intentase quebrar la moral del jefe de la
comisaría centro, no conseguía detener su ímpetu, ni mucho menos su sed de
gloria. Así que ella comenzó a personarse por las noches, con los colmillos
afilados y las garras desnudas, perturbando sus sueños, dominando sus
pesadillas, organizando su agenda con inscripciones cargadas de temor y
promesas cargas de resentimiento. Y él sólo sabía esconderse en algún rincón,
cerrar los ojos, rezar y esperar a que el día hiciese acto de aparición y le
ofreciese una tregua de doce horas hasta la próxima amenaza de muerte.
La sequía duró unos días, hasta
el momento en el que la vio aterrizar sobre el alféizar, golpear su ventana e
irrumpir en su habitación con las alas desplegadas y la boca abierta de par en
par. Dejó de sentir miedo. Cerró los ojos y esperó a que su yugular se
cercenase antes de dar paso al último capítulo. En ese momento sintió un
disparo y después sobrevino el silencio. Despacio, y agarrotado por la tensión,
abrió los ojos y la vio caer al suelo, con los ojos abiertos, inyectados en
sangre, y la boca cerrada, vacía de poder. Tras él, el comisario García
sostenía la vieja pistola con la que el General Hurst había acabado con toda
una estirpe de vampiros un siglo atrás. La pistola de balas de platino,
fabricada en Tirisania y destinada a tipos con el corazón de hielo y el alma de
fuego. Se sonrieron, se incorporaron, se abrazaron y se dejaron llevar por la
oscuridad mientras el final de una historia se representaba frente a ellos y se
cerraba en unos ojos inertes y un pecho perforado.
El agente Pinoso le encontró
sentado en la silla, con los ojos abiertos y el pecho reventado por un disparo,
supuestamente efectuado con la pistola que yacía a sus pies, a varios
centímetros de su mano abierta y caída hacia el suelo en busca de un lugar
donde terminar su viaje. Sobre la mesa, justo delante de él, un ordenador
portátil mostraba una hoja escrita en un procesador de texto cuyo último
párrafo terminaba con la palabra “Fin”.