viernes, 3 de junio de 2022

Fin

La última vez que la vio fue en su cama, apoyada sobre un brazo, acariciándole la oreja y sonriendo discretamente mientras trataba de esconder el par de colmillos afilados que utilizaba como arma contra cualquier incauto que creía en sus palabras y se postraba ante sus brazos. Había encendido la luz, alertado por un mal sueño, y descubrió en su mirada la sed de quien necesita seguir bebiendo para seguir saciándose de ego. No se trataba de sobrevivir, se trataba de seguir siendo una leyenda.

Apagó la luz de inmediato, tratando de escapar, y se encontró en el suelo, desnudo y con una gota de sudor resbalando sobre su espalda. Tanteó las sábanas, preguntó en voz alta y bordeó la cama, a tientas, tratando de encontrar un final más o menos decoroso a sus miedos. Chocó contra la pared y recorrió el borde de la ventana con la mano hasta encontrar el tirador de la persiana, pero desgraciadamente, aún era de noche. La luna regaló un leve resplandor que iluminó el lecho vacío y un soplido de alivio nació desde el estómago para morir en su boca reseca.

Desde entonces durmió con la luz apagada y los ojos cubiertos por un antifaz. Prefería que la oscuridad le librase de encuentros indeseables antes que poner un pie en el suelo y encontrarse de frente con la reina de sus pesadillas. Hacía demasiados años que la conocía y siempre le había concedido una tregua permanente. Sigue alimentándome, le dijo un día, y jamás me alimentaré de ti. Así que a menudo se sentaba sobre su vieja silla de madera y ajeno a los crujidos de los encajes desencolados, buscaba lugares propicios para sus escarceos, encontraba pobres inocentes cargados de vida y le regalaba la ocasión de seguir satisfaciendo sus necesidades.

Todo fue bien hasta el día en el que dejó de encontrar rincones y en el que las víctimas fueron desapareciendo de su lista de asuntos pendientes. Entonces ella apareció en su lecho, le besó el cuello y él sintió el escalofrío de quien sabe que los finales felices son imposibles cuando se mezclan el miedo y la pereza. Durmió con ella durante varias noches, mientras escuchaba sus historias y planeaba sus deseos. Dame lo que quiero, le ordenó mientras clavaba las uñas en sus muslos y rozaba con sus labios la engarzada cicatriz que adornaba su frente.

Le dio dos víctimas más; un señor mayor que apenas era capaz de sostenerse apoyado en un bastón de madera y un banquero casi jubilado que no tuvo tiempo de pedir perdón para poder expiar sus pecados. Pero ella quería carne joven y sangre fresca. Sabía que el comisario García andaba detrás de ella, pero más que miedo sentía excitación. Era la última de una vetusta e implacable saga de vampiros. Era la última de los Crolie y no pensaba dejar que su linaje desapareciese en pos del prestigio de un tipo sin escrúpulos que sólo buscaba la gloria personal en forma de titular y una medalla prendida en el pecho.

Quítame a García de encima, le ordenó. Pero él, por más que intentase quebrar la moral del jefe de la comisaría centro, no conseguía detener su ímpetu, ni mucho menos su sed de gloria. Así que ella comenzó a personarse por las noches, con los colmillos afilados y las garras desnudas, perturbando sus sueños, dominando sus pesadillas, organizando su agenda con inscripciones cargadas de temor y promesas cargas de resentimiento. Y él sólo sabía esconderse en algún rincón, cerrar los ojos, rezar y esperar a que el día hiciese acto de aparición y le ofreciese una tregua de doce horas hasta la próxima amenaza de muerte.

La sequía duró unos días, hasta el momento en el que la vio aterrizar sobre el alféizar, golpear su ventana e irrumpir en su habitación con las alas desplegadas y la boca abierta de par en par. Dejó de sentir miedo. Cerró los ojos y esperó a que su yugular se cercenase antes de dar paso al último capítulo. En ese momento sintió un disparo y después sobrevino el silencio. Despacio, y agarrotado por la tensión, abrió los ojos y la vio caer al suelo, con los ojos abiertos, inyectados en sangre, y la boca cerrada, vacía de poder. Tras él, el comisario García sostenía la vieja pistola con la que el General Hurst había acabado con toda una estirpe de vampiros un siglo atrás. La pistola de balas de platino, fabricada en Tirisania y destinada a tipos con el corazón de hielo y el alma de fuego. Se sonrieron, se incorporaron, se abrazaron y se dejaron llevar por la oscuridad mientras el final de una historia se representaba frente a ellos y se cerraba en unos ojos inertes y un pecho perforado.

El agente Pinoso le encontró sentado en la silla, con los ojos abiertos y el pecho reventado por un disparo, supuestamente efectuado con la pistola que yacía a sus pies, a varios centímetros de su mano abierta y caída hacia el suelo en busca de un lugar donde terminar su viaje. Sobre la mesa, justo delante de él, un ordenador portátil mostraba una hoja escrita en un procesador de texto cuyo último párrafo terminaba con la palabra “Fin”.

Había una nota sobre la mesa ¿Alguien sabe quién es el comisario García? Preguntó. Alguien le respondió que era un personaje de sus novelas. Un tipo que vive obsesionado con cazar a una vampira. Todo demasiado sórdido. Chasqueó la lengua y levantó la pistola encajando un bolígrafo en el arco del gatillo. Mientras la observaba, se fijó en la estantería del fondo. Ocho volúmenes destacaban entre pilas de papeles desordenados. “La saga de los Crolie”. Tomó un ejemplar y lo ojeó despacio. El nombre de una mujer se repetía en cada capítulo, el mismo nombre que había leído en la pantalla del ordenador portátil. Devolvió el libro a su lugar y desbloqueó el teléfono. Alguien debería saber cómo terminaba la historia.