jueves, 11 de diciembre de 2014

La línea

Una vez le habían dicho que había una línea que nunca debía cruzar. Era la línea de la vergüenza. El respeto siempre por delante, le habían recalcado. La paciencia, el amor y la comprensión son las claves. Lo había intentado con todas sus fuerzas, pero le había fallado la llave de todas las cerraduras: la confianza. Le habían empezado a comer los celos el primer día que la había visto bajar a la calle con una falda por encima de las rodillas. No te la vuelvas a poner, por favor. Se lo pidió con los ojos tan lastimeros que ella no tuvo otra opción que hacerle feliz por la vía de la obediencia. A partir de ese error, firmó su certificado de condena.

El primer puñetazo les dolió a ambos. A ella porque el golpe le había partido el labio y le había destrozado el alma. A él, porque verse convertido en un demonio le había condenado a una lucha consigo mismo. Pero no tardó en espantar a todos sus demonios para llegar a convertirse en el mismo Lucifer, rey de su propio averno. Los puñetazos se convirtieron en palizas y las palizas en vejaciones públicas. Los que dijeron que la querían empezaron a mirar a otro lado y ella se sintió tan sola que decidió escapar por el balcón.

La vio caer mientras intentaba, desesperadamente, no perder lo único que tenía. Solo le quedaba él mismo como persona y se tenía tanto odio que supo inmediatamente que le sería imposible sobrevivir sin ella y contra sus propios miedos. Buscó la escopeta que había adquirido el día que pensó que tendría que acabar con todo porque el vecino del cuarto la miraba con ojos coquetos y se puso el cañón sobre la boca. El sabor a pólvora era más amargo de lo que había esperado. No pudo pensar en otra cosa. Ni siquiera en todo lo que había hecho mal. Si acaso, durante una milésima de segundo, pensó en el día en el que le habían dicho que existía una línea que nunca debería haber cruzado.