martes, 28 de abril de 2009

El milagro de la vida

La mascarilla bien ajustada al rostro y el látex de los guantes bien apretados sobre los dedos. Hace apenas dos semanas que comencé la residencia y, hasta ahora, las cosas no han sido como me las habían contado. Cada día aparece un anciano con el bastón en la mano y la queja en la garganta, le receto algún calmante y vuelvo a necesitar un masaje que relaje mis cervicales. Iluso de mí, siempre creí que las urgencias de un hospital eran tal y como las contaban las series de televisión. De jovencito soñaba con ser el doctor Ross y enamorar a las enfermeras al tiempo que obraba el milagro de la curación en cada paciente desangrado que entraba por la puerta. Y ahora, mientras asimilo que el doctor House es un invento de la ciencia ficción, sigo esperando un paciente que me devuelva el cosquilleo que me impulsó a estudiar medicina. Quizá sea este, una mujer que me mira con ojos de desconfianza y mueca de dolor desesperante. La asistente termina de colocarme la bata y me coloco justo al lado de mi adjunto; voy a ser testigo de mi primer parto. Por fin algo de emoción. Obedezco las órdenes y asisto absorto al oficio de milagrero. Con el llanto del bebé rompo a llorar de emoción, con el llanto de la madre rompo a llorar de orgullo. Ya pueden venir más ancianos a por mi receta de calmantes, por más que tras su marcha siga necesitando un masaje en las cervicales, ahora vuelvo a recordar por qué un día quise ser médico.

viernes, 24 de abril de 2009

El vaso medio vacío

Apuró el último trago de whisky y volvió a sentir un escalofrío recorriendo su espina dorsal. Desde hacía mucho tiempo vivía en estado de embriaguez y no tenía pensamiento de redimir sus pecados alejándose de la botella. En el barrio era bien conocido por sus históricas faenas y, al tiempo que divertía a los niños con sus historias incoherentes, alarmaba a los mayores por el ejemplo que pudiese estar dando a sus hijos.

Les contó el día que quiso hacer realidad el chiste y acorraló a una monja en el portal para presumir de haberse acostado con Batman. O cuando saltó desde lo alto de un puente para demostrarle a sus amigos que sus piernas eran de goma inquebrantable. O aquel día en el que se enfrentó a tres cacos y evitó que se llevasen el bolso de una señora mayor.

Todas aquellas eran mentiras confabuladas por su mente insana. Apenas recordaba su último momento de lucidez, casi no tenía consciencia de que un día había sido feliz. Abandonó de nuevo a los chicos y se acercó a la barra del bar a seguir maldiciendo sus penas. Hubo un día en el que amagó con tener una familia y se encontró la casa vacía cuando regresó del trabajo. Desde entonces no había tenido más compañía que un vaso medio vacío y mil historietas inventadas.

Le gustaba imaginar lo que no existía porque un día vio lo que existía y no sentía interés por volver a contemplarlo. Fue el día en el que trató de dejar el alcohol y contempló como miles de insectos asesinos se arremolinaban a su alrededor para chuparle toda la sangre y hacerle vomitar hasta la última gota de su sudor. Le dijeron que, como todo, había sido mentira, aunque él estaba seguro de haberlo visto con sus ojos y sufrido con sus lágrimas. Lo llamaron delirium tremens. Desde entonces sigue bebiendo, sigue imaginando lo que pudo llegar a ser y sigue sonriendo cada vez que se acerca a los chicos del barrio porque en ellos encuentra la mismas sonrisas que un día le hicieron sentirse el hombre más feliz del mundo.

lunes, 20 de abril de 2009

A pleno sol

Por una fortuna sería capaz de matar. Repasó su pensamiento mientras cerraba con cuidado la última novela de Patricia Highsmith y la depositaba en una toalla sobre la arena. El sol caía demasiado vertical en Capri como para hacerle quiebros. Tapaba su frente con una visera y en el soslayo de su mirada podía contemplar el ir y venir de hombres y mujeres bien avenidos. Para él, doctor en apariencia y mendigo de la vida, imaginar que era como ellos significaba alcanzar la felicidad por la vía del olvido. Frecuentemente, se fijaba en los chicos más jóvenes, niños de papá en vacaciones perpétuas e intentaba localizar en cada sonrisa la confianza austera de su Phil Greenleaf particular. Frecuentaba, cada noche, los locales de moda buscando entrar en los selectos grupos de niños ricos y clubes deportivos, pero cada amanecer regresaba a casa con la insípida sensación de sentirse obviado por el mundo. Por ello, cuando encontró una sonrisa a su lado, no tardó en acomodarse sobre la toalla de diseño y mostrar la palma de la mano a modo de saludo. Junto a él se encontraba el niño rico que siempre había deseado conocer. No perdería el tiempo en preguntas triviales ni en discusiones absurdas, prepararía escrupulosamente el plan y guardaría bajo el sombrero su puñal mejor afilado. Él también podría ser Tom Ripley. Por la fortuna de uno de aquellos niños ricos sería capaz de matar.

martes, 14 de abril de 2009

Cinco minutos para el espectáculo

Cuando quedaban apenas cinco minutos para el comienzo del espectáculo, sintió en su interior el cosquilleo del éxito recorriendo sus venas. Se imaginó en cada milímetro del escenario, taconeando y virando sobre sí mismo para prestarle al mundo un trozo de arte. Había luchado mucho para llegar allí y por eso seguía soñando con su parcela de fama.

El show, como parte de la gala anual que se ofrecería en honor a los jefes del estado, se televisaría para todo el país. Cientos de espectadores sobre sus butacas y millones de ciudadanos frente al televisor y él seguía mascando cada aplauso y recreando cada agradecimiento.

El día que le habían contratado para el show se cumplieron de golpe todos sus sueños. Tantos pasos de baile derramados sobre la escuela, tanto sudor derramado sobre la tarima y tantas noches en vela soñando con una oportunidad. Apuró el casting hasta sus últimas consecuencias y como premio obtuvo la ocasión que siempre había soñado.

Cada día iba corriendo a ensayar y después de cada ensayo regresaba corriendo a casa. Una manera como cualquier otra de mantenerse en forma y expulsar las endorfinas que generaba su sistema nervioso. Por eso, el día que metió el pie en una boca de riego y se partió la tibia por la mitad, solo pudo pensar en malos augurios. Los mismos que le había deseado su padre en silencio desde que había decidido dedicarse a aquel oficio tan vergonzante del ballet.

Comenzaba el espectáculo y él continuaba tan nervioso como siempre. Se abrió el telón y dejó caer una lágrima. Sentado frente al televisor y con la pierna escayolada hasta las ingles volvió a imaginar que él estaba allí, buscando la gloria en cada zapateo y demostrando, en cada giro, que los sueños deberían fabricarse para ser cumplidos.

viernes, 10 de abril de 2009

Compañeros

Llevaba muchos años trabajando codo con codo con su compañero de faenas. Se habían conocido en la academia de policía y el destino había querido que ambos ingresasen en la misma comisaría para iniciar, aliento con aliento, la búsqueda imparable de delincuentes y maleantes. Ambos habían superado a la vez la prueba de inspector y ahora que tenían una edad se habían convertido en mitos indestructibles para el resto de compañeros del cuerpo.

De la búsqueda del último asesino en serie sabían, por comentarios de testigos, que era un tipo de abundante pelo negro y que vestía una cazadora de cuero negra con un parche de "Harley Davidson" en la espalda y zapatillas blancas de deporte.

En el penúltimo receso de su profesión, decidieron tomarse un sábado de descanso y cenar, como caballeros, en el mejor restaurante de la ciudad. En cada bocado de carne intentaron olvidar los cadáveres aparecidos con el corazón paralizado por el veneno y la frente agujereada por una bala de nueve milímetros. En cada trago de vino, intentaron dejar atrás las visiones de las víctimas aterradas por el dolor y con el rostro impregnado de sangre.

Decidió aceptar, como tantas otras noches, una penúltima copa de licor en el confortable sillón del salón isabelino de la casa de su compañero. Era demasiado clásico y demasiado británico en sus modales y su forma de vestir. Siempre impecable, con su traje a medida y sus zapatos de piel. Con el pelo gris, marcado por el tiempo y las visiones, perfectamente peinado con fijador. Y con el mueble bar siempre dispuesto para el mejor trago.

Saboreó el whisky con mimo y relamió los dieciséis años de reserva. Se acercó a la habitación de su compañero mientras este picaba una nueva ración de hielo y buscó, tal y como le había pedido, la cinta de vídeo donde tenía guardadas las imágenes de su primera cena de navidad en el cuerpo. En el armario, entre los trajes perfectamente planchados, encontró una inusual cazadora de cuero que sacó con cuidado de su percha. De la misma, colgaba una bolsa de plástico que abrió con nerviosismo para descubrir una descuidada peluca de abundante pelo negro. Tuvo que resistir para no caerse cuando descubrió un raído parche de "Harley Davidson" adornando la parte trasera de la cazadora. Y comprobó, como una lágrima de desencanto caía por su mejilla, cuando encontró un par de zapatillas blancas de deporte escondidas en un rincón del armario.

Durante un instante creyó escuchar pasos, pero no eran más que los latidos de su corazón indicando la tensión a la que se estaba viendo sometido. Seguidamente sintió un latigazo en el pecho y cayó de rodillas sobre la elegante alfombra persa. Miró al frente y descubrió la sonrisa de su compañero y la mano firme empuñando un cañón de nueve milímetros. Entendió, instantáneamente, que el corazón estaba dejando de latir preso del veneno que había ingerido en el vaso de whisky. Y supo también, antes de morir, que la cara con la que descubrían a las víctimas antes de recibir una bala entre ceja y ceja, no era de dolor sino de sorpresa al descubrir, como él, que la persona en la que habían confiado sus últimos minutos de vida no era más que un asesino sin piedad.

lunes, 6 de abril de 2009

Sin miedo

Cuando le arrestaron tenía las manos ensangrentadas y la mirada limpia. Su conciencia estaba vacía y su historial continuaba escribiéndose en rojo. Hacía tiempo que había empezado a matar y ahora que habían dado con su paradero no pensaba ponerles las cosas difíciles.

Desde que nació se convirtió en un personaje ajeno al miedo. Se acostumbró tanto a las palizas de su padre y a las compañías furtivas de su madre, que aprendió a sobrevivir con tres cuartos de imaginación y otro de recelo. Como nunca conoció el miedo, le gustaba asesinar a cara descubierta para comprobar como era la mirada de un hombre a punto de morir. Aquellas pupilas hinchadas, aquel gesto de súplica y aquel último rictus de odio. Eso era el miedo, y él aún no lo había conocido.

Caminaba hacia el cadalso con pasos tranquilos y mirada imperturbable. Había solicitado un espejo frente a su rostro como última petición previa a la muerte. Recorrió el pasillo que conducía a la silla eléctrica masticando el silencio y recordando, una vez más, la mirada impertérrita de cada una de sus víctimas. Ellos habían tenido miedo, él nunca.

Le sentaron con displicencia y le mostraron su propio rostro frente a un espejo medio metro de largo. No vio nada, solamente una mirada que terminó de perderse tras la oscuridad de la capucha con la que cubrieron su cabeza. Vivió sin miedo y, mientras los voltios iban arrancando cada pedazo de su sistema nervioso, murió recordando lo que nunca había visto. En aquella mirada frente al espejo había visto a un tipo sin arrepentimientos, sin conciencia y, una vez más y ahora por siempre, un tipo sin miedo.

jueves, 2 de abril de 2009

La tableta de chocolate

A medida se sorprendía de la capacidad que tenía, para hacerle soñar, el majestuoso sabor de una buena tableta de chocolate. Se sentaba en el sofá y aprovechando el silencio de la noche se dejaba llevar por el aroma y el placer del chocolate negro derretido sobre el paladar. Pensaba en vuelos interminables, en logros asombrosos, en oportunidades indescifrables.

Nada más apurar el penúltimo bocado y mientras observaba como media onza quedaba divididad por el disconforme dibujo de su dentadura, el timbre de la puerta le hizo abandonar su estado de panacea mental. Tras la puerta, tan morena y guapa como siempre, con apenas un albornoz tapando su cuerpo y con la encantadora sonrisa de todas las mañanas, se encontraba su vecina de enfrente.
- No me funciona la ducha. - Susurró. - ¿Puedo ducharme en tu casa?

Con apenas un balbuceo la invitó a pasar y mientras imaginaba su cuerpo desnudo bajo la ducha, quiso acercarse a la puerta del cuarto de baño para romperla de un puntapié y apuntarse a la fiesta del agua caliente. Se escuchó una dulce voz tras el grifo que le invitaba a pasar. Con mucha precaución, pues temía estar cayendo en un juego de su propia imaginación, desentornó la puerta y entró despacio dentro del cuarto de baño. La observó desnuda, más guapa que nunca y tan sonriente como siempre.
- Dúchate conmigo. - Le sugirió.

Se empaparon juntos de agua caliente y espuma. Tras los refrotes llegaron los besos y tras los besos las caricias. Terminaron, mojados por el agua y el deseo, haciendo el amor en la cama durante varias horas hasta que la madrugada les rindió y se dejaron caer en un sueño profundo, abrazados y radiantes de felicidad.

Cuando despertó estaba solo. No había cama ni restos de frenesí. Seguía en el sofá y los primeros rayos del sol cegaban su mirada. Buscó en su regazo y encontró aquella media onza mordida. A medida se sorprendía de la capacidad que tenía, para hacerle soñar, el majestuoso sabor de una buena tableta de chocolate.