jueves, 27 de septiembre de 2012

Una calabaza en el rincón


“No consigo recordar qué es un hada", dijo la abuela a los policías cuando intentaron hurgar en su pasado. El Alzheimer la había convertido en la sombra de lo que fue, aunque mantenía en sus ojos el brillo de siempre cada vez que se cruzaba con el abuelo. El policía más alto insistió: “¿Dónde vio usted al hada por última vez?”. Al parecer, la buscaban por estafa y contrabando de caballos y ratones. La abuela no respondió, pero sonrió cuando el abuelo le calzó su viejo zapato y divisó, en el rincón, aquella raída calabaza que nunca se pudría.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Un funeral con flores

El funeral había estado adornado con flores. Cientos de personas se habían acercado a la iglesia para decir adiós, darle un beso a la esposa y maldecir los horrores de la guerra. En el ataud solamente había huesos, cenizas y algún trozo de carne quemada. Irreconocible, le habían dicho. Inolvidable, eso es lo que había creído ella. Sabía que le iba a costar demasiado tiempo olvidar el rostro de su marido, aquellos besos por la mañana, aquellas caricias por la noche, aquellas llamadas al mediodía antes de calentar la comida. "¿Cómo estás?", "¿Qué tal el día?", "Te quiero". Todo un ritual de oficina que ella asumía como una costumbre mundana que le situaba cada día a las doce junto al teléfono.

Pero hubo un día que sonó para dejar de hacer preguntas y para contar una noticia; dejaba la oficina y pasaba a la acción. Adiós a los días de cuartel, rancho y papeleo, hola a los días de desierto, trinchera y fuego enemigo. Durante meses no hubo llamadas a las doce del mediodía y durante semanas no las hubo ni siquiera los fines de semana. La esperanza tornó en preocupación y la preocupación en locura. Finalmente hubo una llamada, la llamada del fin. Sintió una lágrima caliente recorrer el rostro mientras era informada de la muerte de su marido en una emboscada enemiga. "Ojalá estuviera vivo", deseó. "Ojalá fuera mentira".

Se había quemado por completo. No pudo guardar ni un recuerdo, ni una muesca de oro, ni un pedazo de tela. Recordaba el sabor de sus besos, el calor de sus caricias y el olor de las flores del funeral. "Menudo último recuerdo me has dejado", pensó. Y cerró la puerta para buscar la oscuridad de su cama. Se quitó los zapatos mientras caminaba e hizo caso omiso del timbre del teléfono en la habitación de los trastos. "El teléfono suena en tu despacho", dijo en tono airado. "Lo sé", respondió la voz. Se sobresaltó. Era su voz. Era la misma voz que le hablaba todos los días a las doce. Buscó un interrumptor y deshizo la oscuridad con un click que alumbró la alcoba. Nunca hubiese querido ver aquello. Tenían razón, su marido había caído en una emboscada y se había quemado por completo. "¿Eres tú?", preguntó. Si no fuese por su voz, jamás hubiese reconocido aquel rostro desfigurado, horrendo, monstruoso. Quiso llorar y quiso correr a abrazarlo, pero no pudo. Regresó a la puerta y amagó con echar a correr; quería organizar otro funeral y sentir, de nuevo, aquel olor a flores. "Ojalá estuviera muerto", deseó. "Ojalá fuera verdad".

martes, 11 de septiembre de 2012

Media faena


Mientras me abalanzo sobre la novilla pienso si no me habrá vuelto a engañar y me habrá hecho citarla de nuevo para alardear de berrido. Recuerdo la última vez que volví para esconder el traje y apareció el bicho, con el furor de sus cuernos, dando embestidas por la puerta de entrada. Pero a los valientes nos gustan las grandes faenas. Nada más citar con mi estoque vuelvo a escuchar pasos en la puerta de entrada de la finca. Maldición. Otra vez, sin ropa, y con el estoque caído, tendré que escuchar las quejas de su marido oculto entre los trapos del armario ropero.