lunes, 30 de mayo de 2011

Un zapato en la escalera

¿Cómo se llamaba? Intentó recordar el nombre y solamente aparecía el brillo de una mirada en el umbral de su memoria. Seguramente, en el fragor de la fiesta, le había susurrado su nombre al oído mientras le acompañaba, con la falda del vestido recogida en su mano, en un baile de gala interminable. Malditos fuesen el vino y la prisa. Toda la vida soñando con ella y ahora no podía recordar su nombre. Al menos tenía un zapato. No le quedaba más remedio que llamar una a una a todas las puertas del reino.

martes, 24 de mayo de 2011

Una mancha de tomate

Restregó la alfombra con la punta del zapato mientras transportaba la bandeja con la cena camino al sofá. Aquella noche retransmitían un partido de fútbol y, en otra cadena, echaban una de esas series de policías que tanto le gustaban. La mancha de tomate seguía en la alfombra y no podía quitarla ni con químicos. Posó la bandeja entre las piernas y dio un mordisco al bocadillo de tortilla. Una gota de ketchup resbaló bajo su barbilla y cayó, a plomo, sobre la bandeja. En la tele, el equipo de blanco acababa de recibir un gol y en la mano, una servilleta buscaba la comisura del labio para limpiar la mancha. Otra mancha roja, como la de la alfombra. Sólo que esta sí era tomate y la otra no. Pero eso, sólo él lo sabía.

miércoles, 4 de mayo de 2011

El cambio

Todo cambio requiere un periodo de adaptación, toda adaptación requiere tiempo, todo tiempo requiere paz. Andrés cambió, no se adaptó y nunca encontró la paz. El nuevo instituto era un lugar para niños de papá, melancólicos de la normalidad, jugaban a ser el más fuerte en los patios de recreo. Con dieciséis años pilotaban motocicletas de pequeña cilindrada, fumaban marihuana en los baños y se acostaban con las chicas que se arremangaban la falda.

Un día, Andrés quiso ser un mas y se encontró con un puñetazo en el ojo. No volvió a acercarse al grupo. Aislado como estaba comenzaron a llamarle el raro, el marginado o el solitario. Ninguno de esos apodos ayudaron en su adaptación al medio. Aprendió a gritar en silencio, a llorar sin lágrimas y a esperar su momento.

Su momento llegó el día de fin de curso. Vació la mochila de libros y los cambió por algunas armas del arsenal de su padre. Se llevó dos collejas al cruzar la puerta de entrada y enseguida supo que serían las últimas. "Hay qué luchar hasta el final", le hubiese dicho su padre, en plan marcial, con los pies juntos y la mano saludando sobre la frente. Aquellos entrenamientos en el campo de tiro del cuartel le iban a servir de algo.

El primer disparo causó confusión y un muerto. El resto causaron pánico y media docena de cadáveres más. Luchó hasta el final. Gastó la munición y dejó de gritar en silencio para hacerle saber al mundo que él no era un tipo raro si no un héroe en busca de su lugar en el mundo.