lunes, 30 de marzo de 2009

La habitación 17

Era la tercera pareja que abandonaba anticipadamente la habitación número diecisiete en los últimos diez días. Para el director del gran hotel de lujo, aquello era más una afrenta que una mera anécdota. Preguntados por las razones, ninguno de ellos había esgrimido un argumento convincente; se iban porque querían, porque no les gustaba la habitación o porque no era lo que esperaban. Por ello, cuando los señores marqueses solicitaron alojamiento, no tardó en tomar la llave de la habitación diecisiete y acompañar, él mismo, al acaudalado matrimonio hasta el interior mismo de la estancia.

Todo estaba en orden. La cama vestida con sábanas de seda, las cortinas bordadas en hilo de oro, la moqueta de cachemira fabricada en la India y los muebles de caoba importada del interior de África. Todo reluciente y ordenado. Cerró la puerta por fuera y esperó en recepción la primera queja. No pasaron doce horas antes de que el matrimonio regresase al hall con el equipaje en regla y el rostro fruncido. "Nos vamos".

Perder clientes de prestigio era tan peligroso como ganar clientes de clase media. Si el rumor se corría, la reputación del hotel quedaría en entredicho y no tardarían en verse obligados a disminuir las tarifas y recibir, con ello, a clientes de categoría inferior y modales en entredicho. Decidió subir de nuevo y examinar, parte por parte, cada uno de los rincones de la alcoba.

Cuando miró en el cajón superior del mueble de diseño que decoraba el elegante cuarto de baño, encontró una caja llena de botecitos de píldoras para la potenciación sexual. Extrañado ante el descubrimiento, decidió romper el sello de uno de ellos comprobando que había sido manipulado de antemano. En su interior encontró una nota escrita a mano donde pudo reconocer la letra de la asistenta de planta que había despedido doce días atrás.

"Hay una cámara de vídeo sobre el espejo frente a la cama. Al director le gusta grabar a las parejas haciendo el amor para su onanismo personal y negociación de chantajes. Márchense sin decir nada y no tarden en acudir a la policía".

Se dirigió al espejo frente a la cama y observó la pálida luz roja que parpadeaba sobre su marco de pan de oro. Extrajo la cámara y la lanzó contra el suelo. No tardó en recibir un mensaje de texto en su móvil; "Le va a costar demostrar que no ha sido usted". Era un número desconocido.

Regresó al hall y encontró dos policías vestidos de faena con la placa en la mano y la gorra bien calada bajo sendos rostros de firmeza. "¿Es usted el director? Creo que tiene que respondernos a unas cuantas preguntas".

miércoles, 25 de marzo de 2009

Inteligencia artificial

Sonó un chispazo y un haz de luz fulgurante iluminó el cartel que anunciaba la sala de neonatos del hospital. Los recién nacidos se apilaban, uno al lado de otro, junto a una vasta pared de chapa. Junto a las camillas de aluminio, un operario con pinta de hombre de las cavernas; el torso desnudo y la barba hasta el cuello, intentaba arreglar los últimos desperfectos antes de mandar a un nuevo recién nacido a la cuna.

La gran portezuela de hierro se abrió con un sonoro crujido y apareció el director del centro con los ojos refulgiendo en rojo fuego y la voz quebrada por un mal engranaje.
- ¿Cuántos han nacido hoy? - Preguntó en tono amenazante.
- Doce. - Susurró el operario con el rostro manchado de lágrimas secas.

Se acercó rodando hacia él y señaló con el metal de su mano un punto medio entre su boca y su frente.
- ¿Sólo doce? Si queremos repoblar el planeta no podemos perder el tiempo. O subes la producción o mando a tu familia al vertedero.

Guardó un silencio atroz e, inmediatamente se marchó por donde había venido. El operario sintió sus manos temblar y, durante un par de minutos no pudo agarrar firmemente ninguna de las herramientas. Nunca hubiese podido imaginar aquel día en que fabricó su primer robot inteligente de última generación, su creación se hubiese vuelto tan maléfica. No quedaba resto de vida humana en la Tierra y solamente él permanecía con vida, amenazado y golpeado, mientras fabricaba un robot tras otro en el hospital de tecnología y su familia sufría el infame dolor del secuestro colgada en una jaula sobre la trituradora sideral de residuos mecánicos, convertida, a efectos de ganancia temporal, en un improvisado cementerio para robots inservibles.

lunes, 23 de marzo de 2009

Corazón destinado

En el penúltimo beso de la noche, sintió de nuevo su calor ardiente sobre los labios. Jugaban a mordisquearse la boca mientras recorrían, palmo a palmo, cada milímetro de su piel, jugando con la yema de sus dedos.

No se conocían desde hacía mucho y por ello aún mantenían secretos pendientes de hacer brillar. Ella alcanzó su pecho y entre un mar de besos le preguntó por aquella cicatriz que le dividía el pecho en dos partes.
- Un transplante. - Susurró él entre dientes.

Le extrañó no haberlo sabido antes. Desde que le conoció en la cafetería del hotel donde pasaba sus primeras vacaciones desde que enviudó, no había dejado de cartearse con él hasta conseguir, por fin, los besos que tanto deseó en sus desvelos de medianoche.
- ¿Cómo fue? - Le preguntó en tono indiferente.

El mascó un trozo de aire y respiró hondo antes de responder. Había recuerdos que le quemaban el alma tanto como los fracasos.
- Me detectaron una anomalía. Fue rápido. Me llamaron del Hospital Provincial el trece de agosto del 2003 y al día siguiente ya tenía corazón y vida nueva.

Un par de lágrimas recorrieron su rostro y se acurrucó en sus propios brazos intentando rechazar el filo de las palabras. Antes de que él pudiese preguntarle que le ocurría, ella habló en voz baja, con la mirada en el suelo y el alma en ninguna parte.
- Ese día y en ese mismo hospital, murió mi marido. Y ese día y en ese mismo hospital, yo firmé la autorización para que sus órganos fuesen transplantados.

lunes, 16 de marzo de 2009

Excalibur

Maldita fuese la madre del que había clavado allí aquella espada. El viejo pajar que hacía las veces de enfermería ya había recibido a catorce caballeros heridos por diversas circunstancias. A uno se le había dislocado la muñeca, había tres con el hombro destrozado, cinco con los riñones machacados y otros cinco con la espalda destrozada por el esfuerzo.

Gregorio, viejo gañán y campesino de la aldea se acercó a medianoche, mientras todos dormían, y extrajo la espada sin apenas doblar el brazo. Una ráfaga de luz iluminó la madrugada y el viejo mago Merlín, tan apabullante como siempre, se presentó ante sus ojos para prometerle todos los poderes del mundo.

Le habló de gobernar Camelot, de dirigir los designios de la guerra desde una mesa redonda y de tener a su disposición a todos los guerreros y damiselas del reino. Se lo pensó dos veces y devolvió la espada a su lugar.
- Mira, Merlín. No es que no quiera tener poderes y riqueza, pero para qué andar dando mandobles a gente que no conozco con lo agusto que estoy labrando mi huerta cada mañana. Mejor nos olvidamos del cuento ese de que soy el hijo bastardo de Uther Pendragon, sigo pagando mis tributos como buen cristiano y le cuentas el cuento de la espada al Arturico, el zagal del Héctor, que se le ve muy inquieto al mozo juguetenado siempre por las colinas con la alabarda de madera.

Y así fue. Mientras Gregorio siguió labrando su tierra y viviendo feliz en su chozo entre rastrojos y ratones, Arturo extrajo la espada delante de la congregación de nobles e inmediatamente le vistieron de rey. Venció a los sajones, liberó a los bretones y se casó con Ginebra. Todos fueron felices y los más adinerados se comieron las perdices.

jueves, 12 de marzo de 2009

El coche negro

Observó inquieto como la policía se llevaba a su vecino. En la España de progreso y aislamiento, ser propietario de un chalet adosado pintaba de prestigio la apariencia y de falsa soberbia el orgullo. Cuando reconoció en la foto de la comisaría al mafioso más buscado del país y le puso la cara de su inquilino del chalet de al lado, no tardó dos segundos en plantar voz anónima en una lejana cabina de teléfono para dar cuenta del paradero y escondite del delincuente.

Mientras se marchaba esposado le escuchó clamar venganza. La palabra "Vendetta", pronunciada en un airado italiano se quedó por siempre grabada entre sus sienes. Durante las semanas siguientes, se despertaba a medianoche con el corazón acelerado y los nervios a flor de piel. Su mujer le propuso marcharse lejos y él aceptó la propuesta el día que descubrió un coche negro aparcado en la puerta del chalet de enfrente. Era el mismo coche que había visto la tarde anterior. Sentado al volante, y con actitud parsimoniosa, un tipo grueso fumaba puros sin parar y se pasaba las horas pegado a su teléfono móvil.

Cada noche, el conductor encendía las luces y se marchaba en busca de la oscuridad para no volver al lugar hasta la mañana siguiente. Planeó la fuga preguntándose como demonios habían podido descubrirle. Puso en las maletas todo lo necesario y cargó el coche en espera de que la oscuridad se hiciese dueña del barrio para partir hacia el otro lado del país en dirección opuesta al rumbo que, cada atardecer, ponía el coche negro que gobernaba sus peores presagios.

Aquella misma tarde llamaron a la puerta. Con la mano temblorosa y la voz quebrada consiguió hablar con el inspector de policía que impuso la placa como premisa de seguridad. Junto a él, un tipo grueso apuraba un puro y escuchaba atento las instrucciones a seguir. Estaban alertando a todos los vecinos, por su seguridad debían comunicar cualquier movimiento sospechoso.

Cerró la puerta expulsando su alivio en un profundo soplido y se dirigió a la cama para dormir a pierna suelta. Por la mañana, el coche había desaparecido y el tipo grueso que apuraba un puro tras otro ya no daba señales de presencia. Deshizo el equipaje y se fundió en un abrazo con su esposa. Tras la ducha matutina salió a la calle en busca del kiosko de prensa y cuando regresaba a casa con el diario bajo el brazo sintió el estridente sonido de un coche que interrumpía su marcha unos pasos detrás de él. El asfalto de la calle quedó impregnado de las marcas del frenazo y, ante ellas, reconoció un coche negro que apuntaba a su dirección. Al volante, un tipo grueso con un puro bailando sobre sus labios, empuñaba una pistola. No pudo ver mucho más. Cayó al suelo y el delgado filo del papel no pudo hacer nada por amortiguar la caída. En apenas dos segundos vio pasar su vida delante de las narices y vio llegar la oscuridad mientras sus protestas se ahogaban en un espeso charco de sangre.

lunes, 9 de marzo de 2009

Desaparecido

Llevaba tanto tiempo buscándole que aún no creía que alguien le hubiese dado una señal sobre su paradero. La hojarasca crujía bajo sus pasos y el sol hacía su vano intento de demostrar su viejo poder ante el oscuro otoño que se afianzaba en el cielo. Los arces perdían su brillo y las ramas grises anunciaban tiempos de resguardo y licor.

Hacía ocho años que no le veía. Ocho largos años en los que había peinado cada rincón del país en busca de una mísera pista. Como aún conservaba algo de lucidez en la memoria, calculó que ahora debía haber cumplido veintiséis años. Demasiado joven como para perderse solo por el mundo.

Encontró a la mujer de la gabardina apoyada en un viejo árbol con la corteza arrancada y el tronco marcado por las inscripciones de los que allí fueron de visita para purgar sus temores. Llevaba una foto en la mano y una lágrima sobre la mejilla. Le enseñó el retrato y acertó a preguntar con la voz cortada.
- ¿Es este su hijo?

Analizó la imagen parándose en cada detalle. Tenía el pelo más largo que entonces, la cara ensombrecida por una barba rala y aquel inconfundible lunar junto a la comisura del labio.
- Sí, es él.
- Venga conmigo.

Avanzaron por la hojarasca y sorteraron varias placas antes de llegar a su destino. Limpió el granito con cuidado y apartó todas las hojas para que él pudiese leer la inscripción.

Allí estaban su nombre y su fecha de nacimiento. Un renglón por debajo aparecía una nueva fecha que retraía el tiempo dos meses atrás.
- Fue muy rápido. - Dijo ella. - Un cáncer fulminante. Me dejó tan sola en casa que no tardé en buscar su compañía como consuelo.

Se arrodilló ante la lápida y no buscó más preguntas. No quiso saber por qué se había marchado de casa ni por qué no había dado señales de vida durante aquellos largos ocho años. Lloró en silencio y, por fin, respiró tranquilo.
- Por fin te encuentro. - dijo. - Prefiero saber que estás muerto a no saber dónde estás.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Como un niño con zapatos nuevos

Cuando sintió el rugido del motor por primera vez casi siente el placer del éxtasis en su grado más extremo. Su coche, recién tuneado y acoplado para comerse el mundo, surcaba las calles de la ciudad a cien por hora sin semáforo ni stop que pudiera detener su ímpetu de gloria. A cada intermitencia del carril contrario respondía con un acelerón marca de la casa y a cada adelantamiento por la derecha le ponía el sello de un rugido especial nacido desde su garganta.

Se sentía como un niño con zapatos nuevos; equipo surround, dos tubos de escape, motor trucado y dieciseis válvulas para conquistar el camino de cada gramo de asfalto del continente. Probó su pericia una vez más y jugó consigo mismo a llegar al final de la calle antes que el pijo que conducía su todoterreno delante de sus narices. Le adelantó por la derecha y, para jugarse más el tipo, cambió tres veces de carril para culminar en un zig zag dos adelantamientos más. Volvió a vitorearse envalentonado por la euforia.

Llegó a su barrio para aparcar haciendo ruedas y accionó el cierre con el mando a distancia. Subió las escaleras extasiado por la adrenalina y deseó que llegara un nuevo amanecer para partir rumbo a ninguna parte y demostrarle al mundo quien era el amo de la carretera. En el cajón dejó las llaves y, sobre la mesita del comedor, la carta de despido que, unas horas antes, le había dado su jefe. En aquel momento no encotró manera de lamentar una ausencia de fuente de ingresos que le permitiese seguir comiendo; el subsidio le daría para seguir dando de beber al coche y para continuar pincelando cada uno de sus rincones. Para él, la felicidad se alejaba de lo convencional y se acercaba a lo insignifcante; dos tubos, un motor trucado y dieciséis válvulas. Buscarse la vida era cuestión de seguir pisando el acelerador.

lunes, 2 de marzo de 2009

Rambo no existe

Avanzó entre la maleza con el cuchillo temblando entre sus dientes y el filo arañando la punta de su lengua. Entre el sabor dulzón de la sangre pudo distinguir el vuelo de un par de pulgas atragantándose en la garganta. Llovía a mares y nunca pudo imaginar que las misiones de rescate fueran tan puñeteramente inhumanas como aquella.

Durante su infancia revivió sus sueños visionando una y otra vez aquellas viejas películas de Stallone en las que el héroe mataba a todo el ejército enemigo y regresaba a casa colmado de medallas y mascando el olvido de la patria. Visionó una vez más el escudo del ejército que llevaba cosido en el lado del corazón y volvió a sentirse orgulloso de pertenecer a la patria de los derechos y las libertades.

Sintió una granada volar sobre su cabeza y en apenas cinco segundos el silbido se convirtió en estruendo. Se echó a un lado y se encontró con la pierna cercenada del coronel junto a su vieja mochila de campaña. Agarró el cuchillo con una mano y mientras cortaba los últimos juncos que impedían el camino de ida al infierno, tomó la metralleta con su mano libre y descargó el arsenal de balas que pacía sobre sus hombros.

Un disparo solitario le atravesó el corazón y mientras caía de espaldas con la boca ensangrentada y el orgullo herido, pensó en aquel héroe de película que siempre regresaba a casa con la misión cumplida. Vio los helicópteros sobrevolar la zona enemiga y mientras los proyectiles desgarraban la selva, su último aliento le dio tiempo para una sonrisa. "Misión cumplida", pensó. Y mientras moría supo, aunque demasiado tarde, que Rambo solamente existe en las películas.