martes, 28 de junio de 2011

Miradas

Aquellos años como esforzado psicólogo de barra y tenderete le habían enseñado a leer entre líneas, a reconocer mil gestos y a aprender como hablaban las miradas. Eran muchas cañas de cerveza servidas como para no reconocer a un tipo que bebía para olvidar, al que bebía para esperar y al que bebía para resucitar. En la mirada triste de Amelia pudo descubrir la angustia de quien se sabe atrapada por el temor y la súplica de quien necesita una mano amiga que le hiciese rememorar viejos tiempos. Esteban, el marido que tantas veces le había puesto la mano sobre los hombros ahora era un monigote en las garras del vino tinto. En el barrio, entre goles y soles, entre famosos y honrosos gestos, sobrevivía la palabra recorriendo un rumor de esquina a esquina. Ya todos sabía que Esteban era el borracho de la calle de atrás y el dueño del bar donde liquidaba cada mañana dos botellas de vino no era ajeno al problema.

Apoyados los codos sobre la barra, escuchó el sollozo de Amelia.
- Por favor, no le vuelvas a poner una copa de vino.

Aquella había sido una mirada demasiado enternecedora como para guardarla en el olvido. Tratando de no obviar las súplicas escondió la trampa en el almacén y esperó que nunca llegase el momento de la tormenta. Pero las nubes acecharon el umbral del negocio cuando Esteban cruzó la puerta y pidió un vaso de vino. La primera mirada, cuando se creía en posesión del caldo, era de deseo, la segunda, cuando recibió la negativo, fue de enfado, y la tercera, cuando fue consciente de que no obtendría su premio, era de horror.

Entre la conciencia y el deber, el camarero anduvo luchando unos segundos contra su propia palabra. Supo, en el momento que le vio enfilar la puerta, que aquel hombre terminaría borracho en cualquier esquina a poco que encontrase un bar donde le fiasen dos botellas a cambio de una promesa que nunca cumpliría. Asomó la cabeza en el almacén y alargó la mano para fallarse a sí mismo. Cuando Esteban dio el primer trago pudo descubrir de nuevo aquella mirada que tanto le reconfortaba cada vez que hacía inventario nocturno de sus experiencias; era pura felicidad. Aquella carcajada escondida tras las pupilas era lo único que no tenía precio.

lunes, 13 de junio de 2011

Aquellos juegos

Recuerdo aquellos juegos que impregnaban el barrio de sonrisas, gritos y jadeos. Aquellos rescates en los que nos enfrentábamos a la carrera contra los del bloque de al lado, aquellas batallas de globos contra los del barrio de la vía, las tardes jugando a pañuelo cuando queríamos acercarnos a alguna chica, las mañanas jugandonos los cromos a los tejos contra los vecinos del primero, la tarde en la que jugamos al escondite y Tino nos ganó a todos después de encontrar un lugar imposible, la noche en la que tocamos todos los timbres del barrio y la policía dio un susto al pobre de Fermín y el verano en el que nos jugamos todos los ahorros a un partido de fútbol contra los de la calle de atrás.

Hoy he visto a la madre de Tino. Tendía prendas negras en la cuerda de su terraza, creo que me ha visto pero no ha tenido ganas de saludarme. Ni a mí, ni ha nadie de los que jugamos al escondite aquella tarde. Creo que nos reprocha que hayamos dejado el juego antes de tiempo. Ella, sin embargo, aún no se rinde y sigue creyendo que puede encontrarle.

miércoles, 8 de junio de 2011

Terapia

La niña de la cama del fondo le observaba ojiplática, el chavalín de al lado balbuceaba y los dos últimos inquilinos de la sala aplaudían exhaustos después de limpiar las lágrimas que les había producido la penúltima carcajada. Saltó entre los aparatos y giró sobre sí mismo para poner el final a su actuación y recibir, una vez más, aquella pequeña ovación que le hacía sentir el más grande. Los niños, con sus cabezas pelonas y sus ojos enrojecidos, permanecieron en la sala, rememorando el momento, mientras él se despedía a lo grande y buscaba una percha donde colgar su bata blanca. Pensó, antes de llorar a escondidas una vez más, que ante la muerte se debería luchar con dignidad y que antes de pasar al olvido, no había mejor remedio contra el dolor que un buen puñado de carcajadas.

martes, 7 de junio de 2011

Una caja de bombones

Uno de los pequeños diablos pendía de su mano boca abajo; sujetaba firmemente su tobillo y le enseñaba el fondo de un bidón de ácido casero donde ya yacían los cuerpos descompuestos de sus dos amigos. El viejo cascarrabias había terminado de perder la paciencia y los tres habían caído en la trampa del zulo bajo los maderos del porche. Solamente había tenido que tirar de una cuerda para que los tableros se desprendiesen y cayesen en la red. Atraparlos había sido más fácil, unas gotas de cloroformo, un par de nudos en los tobillos y a esperar a que despertasen para verles padecer en el patio trasero.

Despertó entre sudores. Como todos los años en el día de sus peores recuerdos, había engullido los veinticuatro bombones de licor de la caja del supermercado. Era un homenaje a su esposa, fallecida después de un atracón similar. Los sueños, cada vez, eran más reales. Pensó en ello cuando sintió, una vez más, los pasos de los tres pequeños demonios pululando por el jardín. Llegarían al porche, llamarían al timbre y le dejarían un regalo junto a la puerta. Una vez fue un excremento, otra vez un gato muerto y la última una foto de su esposa hecha trizas que le habían robado de la chaqueta en un descuido.

Esperó el timbrazo e hizo inventario. Ya tenía preparado el ácido y había comprado un buen frasco de cloroformo en el mercado negro. Si se daba prisa con los tableros del porche, probablemente tendría preparada la trampa para la próxima ocasión.

jueves, 2 de junio de 2011

Frente a las luces

- Me está llamando.
- ¿Quién?
- Ella.
- ¿Dónde?
- Dentro del bar.
- ¿Y la compra?
- Con un poco de suerte además de la fruta, el pescado y el fiambre, quizá pueda comprar un buen chuletón para la cena de esta noche.

La dejó pasar. Arrastró el carro tras la puerta y se acercó a la barra para cambiar un billete de cincuenta. Se quedó observando desde la parte de afuera del ventanal; los pasos rápidos, el rostro desencajado y la primera moneda resbalando por la ranura de la máquina tragaperras. No le había dicho nada y aquello le hacía sentir culpable. Las dos sabían que aquella noche no habría chuletón, como tampoco habría fruta, ni pescado, ni fiambre.