miércoles, 23 de diciembre de 2009

El señor cerdales

Le llamaban "el señor cerdales" y es que era tan guarro como el integrante de la más selecta piara. No vivía en una pocilga pero su hogar bien podía ser considerado como tal. Adolecía de escrúpulos y había enfermado, además, de ese mal tan molesto para los vecinos y que los expertos conocían como Síndrome de Diógenes.

Ave que volaba iba a su cazuela. Carros, chinchetas, pinzas, cordones, camisetas, bolsas, cajas, anillos, juguetes, baratijas... todo valía. Incluso hubo un día que encontró un escorpión en una urna y, sin preguntar ni denunciar, la hizo suya como animal de compañía.

Sucedío otro día que se encontró una rata merodeando entre sus juguetes favoritos y la metió en una especie de jaula con noria que había encontrado para tal ocasión. Sucedió que encontró un cachorro de perro que fue criando con mimo y con hambre hasta que se fue haciendo mayor y se convirtió en un ogro de dientes afilados y gruñido permanente. Y sucedió que completó el zoológico con un gato pardo que encontró entre cubos de basura en busca de una raspa de pescado que él ya había tomado prestada con anterioridad.

Sucedió que el perro vio al gato, que el gato vio a la rata y que la rata vio el escorpión. Sucedió que el perro se lanzó sobre el gato, el gato hurgaba en la jaula de la rata y en su huída y persecución tiraron la jaula del escorpión. Sucedió que el escorpión picó al señor cerdales antes de desaparecer entre la montaña de desperdicios, que el señor cerdales cayó desnudo al suelo y que la rata buscó su ano como escondrijo. Sucedió que el gato se aferró a su piel para defenderse del perro y sucedió que el perro mordió su cuello por confusión. Al final el escorpión murió de viejo, la rata se comió las tripas del señor cerdales y el perro se comió al gato, al señor cerdales y a la rata.

Desde hace meses solamente se escuchan ladridos y lamentos en el interior de la casa. Huele tan mal como siempre, incluso algunos dicen que peor. Pero nadie se atreve a pasar porque tienen miedo a infectarse. Una sirena de policía rompe el silencio. Una patada en la puerta rompe la monotonía. Y una cascada de vómitos se camufla con el hedor. No hay nada más que basura y un perro flaco que va directo a la perrera. Nadie volvío a ver al señor cerdales.

jueves, 17 de diciembre de 2009

El bicho raro

Jaime era orejón, caminaba encorvado y tenía más granos en la cara de los que su edad debía permitir. A menudo le regañaban en clase por andar mirando a las musarañas e igual se hacía sus necesidades encima como vomitaba la leche del desayuno en mitad del recreo. Era un bicho raro.

Sus compañeros lo sabía y por ello aprovechaban para reírse de él. Jaime les veía llegar en silencio y en silencio permanecía mientras agotaban su repertorio de burlas. Que si orejón, que si chepudo, que si gafotas, que si meón. Todo valía y Jaime callaba.

Cada vez que decía algo se reían de él, si le preguntaban algo antes de iniciar una respuesta ya se estaban riendo y cuando terminaba de responder se cachondeaban por completo. Era un tipo raro que decía cosas muy raras. Que si la biomasa, que si la física cuántica, que si un tal Arquímedes o los cuentos de chalado de un tipo al que llamaba Froid. Demasiado difícil para un niño de ocho años. Siempre sería un bicho raro.

Se acercaron de nuevo y le preguntaron por los deberes del día anterior. Los enseñó y le rompieron la hoja del cuaderno. Cuando le preguntaron qué más había hecho contestó, casi entre sollozos, que resolver la ecuación de Fermat.

¡Se había inventado otro cuento! Volvieron a reirse y volvieron a probar el sonido de su cabeza, menos hueca de lo que ellos imaginaban. Mientras el profesor entraba en clase y Jaime lloraba en silencio, los niños le miraban con sorna porque sabían que Jaime siempre sería un bicho raro.

lunes, 14 de diciembre de 2009

El reino casto

A Durbina le gustaba abrirse de piernas más de lo que para una bella y educada dama era recomendable. Hacía el amor a escondidas porque el rey había prohibido el coito pecaminoso como medida de castidad ante el pecado mortal del deseo carnal.

Cosas curiosas lo de este rey. Le gustaba matar infieles como quien cascaba nueces a la hora de la merienda, pero sin embargo, la simple mención de un torso desnudo le provocaba tal escándalo que era capaz de castrar hombres, ablacionar mujeres o incluso cortar cabezas de hijos bastardos.

Cosas curiosas. Durbina era la hija del rey y se había acostado con más de la mitad de los vasallos del reino. Ellos temían por su aparato viril pero ninguno podía resistirse a los encantos de la princesa cuando, vestido en el suelo y cuerpo desnudo al aire, ofrecía sus placeres a cambio de nada.

Se conspiró contra el rey y Durbina encabezó la revuelta. Deponer a propio padre le supuso poder, libertad y, sobre todo, autoridad sobre todos los caballeros, vasallos y obreros del reino. Colgó un cartel y espero desnuda sobre su cama. Las mujeres se quedaron sin maridos, las fulanas perdieron a sus amantes y las prometidas se quedaron compuestas y sin altar. Todos estaban obligados a copular con la princesa.

Como hay ocasiones en los que la enfermedad es mucho mejor que el remedio, las hembras se revelaron en armas y decapitaron a la princesa para volver a establecer los plenos poderes del antiguo rey. Practicar el coito volvió a estar prohibido pero todos estaban más felices que nunca. En secreto, seguían follando como conejos y en público ponían cara de escandalizado cada vez que se enteraban de quien incumplía el voto de castidad. A veces, un cabrón puede ser mejor remedio que una hijaputa.

jueves, 3 de diciembre de 2009

El barrio

El barrio es un lugar solitario y triste. De vez en cuando refulge el brillo del acero de un par de navajas a medio camino entre el susto y la venganza. Cuando hay luna llena, apenas se ven dos estrellas florescentes haciendo hincapié en destacar por encima de la cortina de humo. En invierno hace demasiado frío como para salir a la calle y las estufas desgastan el color de la pintura, y en verano hace demasiado calor como para quedarse en casa y el sol desgasta el gris claro del asfalto. Hay niños peleándose en el parque, juegan, ya desde pequeños, a la ley de selección natural. El más fuerte acabará en la cárcel y el más débil, con un poco de suerte, terminará sus días cubierto de grasa en cualquier taller de un callejón perdido. Resuenan las motos trucadas con el estruendo del mediodía y llaman las madres a sus hijos para que dejen las pelotas de reglamento recién robadas y suban como rayos a beberse la sopa y a comerse el filete. Los jóvenes en edad de prometer ya no van a la escuela porque allí solamente enseñan tonterías y los que tienen un poco más interés por aprender a menudo ven sus ilusiones cortadas en una furgoneta al ralentí y una buena paliza bajo los columpios del parque. Nadie se acuerda de nosotros y si alguna vez viene la televisión es para enseñarle al mundo la mierda en la que nos han convertido. Hay demasiada luz en los desguaces y demasiada oscuridad en los portales, desde lo alto de la azotea se ven a los hombres como hormigas y a los niños como pulgas. El suelo está cada vez más cerca, hace años que no vivo sin soñar ni sobrevivo sin estar colgado a un pico de heroína. La azotea cada vez está más arriba y los hombres ya no son hormigas y los niños cada vez son menos niños. Definitivamente me he convencido de que es imposible volar sin un caballo cabalgando por mis venas, el suelo está cada vez más cerca y mi vida está cada vez más lejos. Realmente nunca tuve vida. Dejaré para el recuerdo un buen charco de sangre que pintará de rojo el gris claro del asfalto. No dejaré de ser un ciudadano anónimo más dentro de estas calles, pero con un poco de suerte igual consigo que la televisión vuelva al barrio y quizá mi nombre salga una vez en el periódico.