jueves, 17 de diciembre de 2009

El bicho raro

Jaime era orejón, caminaba encorvado y tenía más granos en la cara de los que su edad debía permitir. A menudo le regañaban en clase por andar mirando a las musarañas e igual se hacía sus necesidades encima como vomitaba la leche del desayuno en mitad del recreo. Era un bicho raro.

Sus compañeros lo sabía y por ello aprovechaban para reírse de él. Jaime les veía llegar en silencio y en silencio permanecía mientras agotaban su repertorio de burlas. Que si orejón, que si chepudo, que si gafotas, que si meón. Todo valía y Jaime callaba.

Cada vez que decía algo se reían de él, si le preguntaban algo antes de iniciar una respuesta ya se estaban riendo y cuando terminaba de responder se cachondeaban por completo. Era un tipo raro que decía cosas muy raras. Que si la biomasa, que si la física cuántica, que si un tal Arquímedes o los cuentos de chalado de un tipo al que llamaba Froid. Demasiado difícil para un niño de ocho años. Siempre sería un bicho raro.

Se acercaron de nuevo y le preguntaron por los deberes del día anterior. Los enseñó y le rompieron la hoja del cuaderno. Cuando le preguntaron qué más había hecho contestó, casi entre sollozos, que resolver la ecuación de Fermat.

¡Se había inventado otro cuento! Volvieron a reirse y volvieron a probar el sonido de su cabeza, menos hueca de lo que ellos imaginaban. Mientras el profesor entraba en clase y Jaime lloraba en silencio, los niños le miraban con sorna porque sabían que Jaime siempre sería un bicho raro.

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