miércoles, 16 de marzo de 2011

Una taza de té

La muerte llegó a la mansión como una visita inesperada. El viejo, fuerte como un roble y sano como una flor de primavera, había caído redondo sobre la alfombra persa del dormitorio. Se apagaron los sonidos, las banderas ondearon a media asta y la región guardó dos días de riguroso luto.

Los hijos, más alterados que compungidos, prepararon un funeral con honores y lloraron lágrimas de confusión. La tormenta se desató cuando el abogado leyó el testamento. Al parecer había una jovencita en el pueblo que había despertado las pasiones del difunto. En su cama había encontrado compañía y a cambio había engrosado su patromonio con todas sus propiedades.

Los vecinos del pueblo saludaron a su nueva dueña y, por lo bajo, la acusaron ipso facto del infarto del viejo. Ella cargó la fama y, mientras otros seguían cardando la lana, se dedicó a gobernar sus tierras con la mayor complacencia posible. No era fácil mandar. No tanto como lo era envidiar.

En la sombra, los hijos desheredados afrontaron su problema como un nuevo reto a superar. Llegaron, como cada jueves, a su visita vespertina para tomar café. Uno de ellos dijo haber traído una fabulosa infusión de uno de sus viajes a oriente. Dieron de beber a la dueña y esperaron el veredicto. Hay venenos que matan sin dejar huella y a quién le iba a parecer extraño que dos personas muriesen en la misma casa después de tomar una inocente taza de té.

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