martes, 28 de julio de 2020

La biblioteca

Cada mañana se sentaba en la misma silla junto a la misma mesa frente a la misma estantería mirando hacia el mismo libro. “El retrato de Dorian Gray”, un relato crepuscular sobre un tipo que se cree inmortal y cuya alma está vendida al infierno desde que decidió aceptar ambición por vida. Siempre joven, siempre bello, siempre tan hedonista como para rechazar la palabra por el placer.

Lo ha leído tantas veces que ya no imagina una vida sin un Dorian Gray a su lado; bello, joven, enhiesto, lujurioso. Por eso se sienta cada mañana con un libro en el borde de la mesa de la biblioteca municipal, leyendo pero vigilando, descubriendo pero imaginando. El primer hombre que llegue y tome la novela de Wilde, ese será Dorian Gray, ansioso por releer su historia, ávido por recordar, deseoso por volver a recuperar el alma. Y allí estará ella; para abrazarle, para besarle, para tenerle.

Será guapo, muy guapo. Y quizá alto, lo suficientemente alto como para impresionarla. Y lo suficientemente fuerte como para tomarla por la cintura y levantarla hasta encontrar sus labios, hasta poseerla con pasión, hasta hacerle sentir la mujer más afortunada del mundo. Y después le convencería de que abandonase la vida lasciva y se entregase a ella para siempre. Ella sería la mujer en la vida del tipo que jamás envejecía.

Entonces escuchó los pasos. Entonces percibió la sombra con el rabillo del ojo. Disimuló, con el libro entre las manos y los pies repiqueteando en el suelo. El tipo, vestido con traje de paño, de un marrón antiguo y unos zapatos castellanos algo ajados, se acercó a la estantería y repasó el canto de los libros apilados con el índice. Cuando encontró lo que quería lo sacó de la estantería y lo hojeó con prisa. “El retrato de Dorian Gray”. Lo colocó en el hueco entre el brazo y el pecho y se alejó hacia el mostrador rodeando la mesa y echando una última mirada a la mujer que leía, con gesto impaciente, un ejemplar de novela negra.

El aspecto, por delante, confirmó todos los augurios que le habían ofrecido las espaldas. Dientes de ratón, hocico de cabra, nariz de doberman, gafas de culo de vaso. Pensó que, quizá, aquel cuadro de Dorian Gray había sido subastado y ahora sólo había ratas en el sótano. Mejor cambiar de sitio, mejor esperar otra oportunidad. Mejor cambiar de novela. Quizá “El Conde de Montecristo”. Edmundo Dantés siempre le había parecido un tipo fascinante.

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