Siempre como nuevos, los zapatos de Machaco bailaban sobre la tarima. Sus brazos eran remolinos en
escala de grises y la cabeza una escoba de pelos negros que sudaba tinta y licor. Abajo, cuando la platea se fundía en negro y el silencio apagaba el eco de los aplausos, Machaco se paseaba entre las butacas acariciando el ante y sorbiendo los restos de polvo que había sobre su nariz. Ya no quedaban días ni entradas y aún así no puedo evitar la lágrima que, ennegreciendo el rostro de maquillaje, resbaló hacia el suelo manchando los zapatos que acababa de estrenar.
Rabia
Hace 10 horas
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