viernes, 11 de diciembre de 2020

El ladrón de almas

Observa a la gente como quien observa un espectáculo de funambulismo. Cree saber quién se mantendrá en pie y cree saber quién se precipitará al vacío de sus propios fracasos porque ha aprendido que la vida es más que una sucesión de acontecimientos que se transforma en una planificación de vicisitudes. Por eso se acerca a los sonrientes, se sienta tras los poderosos y activa el mecanismo de rastreo con aquellos que visten de triunfador.

Ha aprendido a robar almas. No de la manera de vaciar a la gente, no, de la manera de aprender a compartir, de aprender a desdoblar. Hechicero por afición y mago de frustración tardía, hubo de vender su conciencia al diablo y ponerle una piedra a Dios para conseguir el hito de su supervivencia. Ahora sabría cómo ser alguien, ahora sabría cómo situarse en lo más alto.

Absorbió la esencia del tipo engominado y el traje de mil euros. Se sentó a esperar blandiendo la euforia y simulando una sonrisa cuando el dolor de pecho se hizo agudo en forma de pinchazo. Aquello era una preocupación suprema, un cargo en la conciencia, un miedo atroz a perderlo todo. Vomitó el aliento contra el aire y sedujo por la espalda al tipo que aparcó una moto cara. Se sintió valiente de pronto, esta es la mía, no tenéis nada que hacer, hasta que las lágrimas inundaron sus ojos y las figuras pasaron a ser sombras borrosas que se confundían con la nada. Volvió a expulsarlo de sí y volvió a buscar un nuevo horizonte.

Pero los horizontes eran muros donde el más allá sólo tenía preocupaciones, depresiones, ansiedades y taquicardias. El sabor de la derrota se enjuagaba con alcohol, el de la soledad con cocaína, el del estrés con opiáceos, y el valor de la verdad era desconocido porque todos vivían a mil por hora y no se habían parado a respirar. Tomar aire, ser persona, soltar el aire. Ser alguien.

Entonces entendió que ser alguien no pasaba de manera exclusiva por el éxito, que la fama es efímera y que importa más saberse querido que saberse respetado, que valía más la sonrisa que el miedo y que, más allá de la soledad autoinfligida, existe la compañía espontánea. La sociedad es una bandada de pájaros. Los hay que vuelan en compañía y viven aventuras y los hay que vuelen en soledad y viven dentro de su angustia.

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