
Habían vivido cuarenta años juntos, cuarenta años de cigarrillos por la mañana, de cigarrillos en la sobremesa, de cigarrillos nocturnos, de cigarrillos interminables. En cada fotografía, en cada recuerdo, en cada momento, aparecía un cigarillo que no se apagaba de la memoria.
Ella nunca fumó un sólo pitillo, ella nunca se acercó, ni siquiera, a un paquete de tabaco.
Regresó al hospital, esta vez sóla, esta vez desolada. Vestida de negro y con el corazón teñido de luto. Se sentó frente al médico.
- Todo bien. - Le dijo.
La ecografía bien, la mamografía bien, el escáner bien.
- Está usted como un roble. - Sentenció.
Y, para rematar, le dictó una frase que le enseñó el poder de aquellos malditos librillos de papel prensado.
- Y, además, sus pulmones ahora aparecen limpios. Hemos comprobado que ha dejado usted de fumar.
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