jueves, 3 de febrero de 2011

La última patente

Como buen creador de patentes, cada noche soñaba con una nueva invención. Suyas habían sido la fregona inteligente, el router de pequeño tamaño, el coche dirigido por un navegador, el papel impermeable y el motor de helio para trasbordadores espaciales. En el mundillo de los patentadores, era poco menos que el rey, el auténtico amo del negocio.

La primera noche que durmió con ella soñó con un alimento que, en una mínima proporción de un gramo, saciase tanto que no volviesen a entrar ganas de comer y, al mismo tiempo, ayudase a rebajar la grasa acumulada. Una auténtica revolución en la dietética; lo llamaría "Saciatín". La segunda noche a su lado, soñó con un dispositivo que, introducido en la boca, limpiaría a la perfección aquellos restos de suciedad que quedasen en los dientes. Toda una iniciativa a favor de la odontología; lo llamaría "Bocasana". La tercera noche, abrazado a su cuerpo escultural, soñó con un pequeño chip que, colocado sobre la nuca, ayudaría al usuario a recordar todos y cada uno de sus asuntos pendientes. Una auténtica maravilla para los ejecutivos que llevasen todo el control de sus empresas en la cabeza; lo llamaría "Agenda mental". La cuarta noche, simplemente desapareció.

Anduvo trabajando durante un par de semanas en sus nuevos proyectos hasta que recibió la revista mensual a la que estaba suscrito desde hacía más de veinte años. No pudo dar crédito a lo que veían sus ojos; una empresa, de nombre "Patentes sin fronteras" había comenzado a comercializar tres productos totalmente revolucionarios, "Saciatín", "Bocasana" y "Agenda mental". Inmediatamente se dirigió al registro de patentes y, balbuceando, intentó poner una denuncia sin pruebas. "Esas ideas eran mías". "Pase por aquí, por favor".

La sala estaba llena de viejos amigos y competidores. Todos maldecían a "Patentes sin fronteras". "A mí robó mi idea de ordenador plegable y proyectable" decía uno, "Pues a mí me robaron mi pequeño teléfono auricular reconocedor de voz, receptor y proyector de mensajes hablados", replicaba otro. "Yo soñé con una raqueta de material fíbrico de dos gramos de peso y a los cuatro días ya estaba en el mercado". "Yo pensé en el detector automático de fueras de juego y a las dos semanas ya lo estaban utilizando en la Bundesliga".

"Lo más extraño de todo es que nunca lo comentamos con nadie".

"Yo tampoco lo hice con mi "generador de trabajo rápido", dijo un tipo gordo y calvo al que nadie conocía. "¿Y eso qué es?". "Pues un diminuto film incluído en un proyector de sondas que, al visionarlo, aumenta la capacidad de tarea del cerebro hasta tal punto que, trabajos que pueden llevarte hasta un año, se pueden realizar en uno o dos días". "¡Qué maravilla!".

En aquel momento todos miraron hacia el televisor que se alzaba en uno de los rincones de la sala y vieron salir a una mujer esbelta, guapa, sensual, conquistadora.

"¡Pero si esa es Betty!" "¡No, es Elizabeth!" "¿Pero qué dices? ¡Es Teresa!" "¿Cómo? ¡Esa mujer es Cristina!" "No teneís ni idea, yo me he acostado con ella", "Y yo también". "Y yo", "Y yo".

Todos se habían acostado con la mujer de voz templada y figura escultural que, con la mirada brillante y un pequeño objeto en la mano, se disponía a hablarle a las cámaras. El rótulo la presentó ante el mundo como "Marta Flanders", directora general de "Patentes sin fronteras". Todos quedaron boquiabiertos, ni era Betty, ni era Elizabeth, ni era Teresa, ni era Cristina, ni era una pobre empleada del hogar en busca de calor. "Esto que veis aquí", dijo con voz firme, "se llama ladrón de sueños".

Lo que ellos no sabían es que, en el bolsillo de su chaqueta, ella guardaba un pequeño objeto tecnológico cuyo nombre era "ladrón de recuerdos". No servía para borrarle la memoria a nadie, pero sí para que, cierto día, cualquier hombre al que se acercase, terminase acostándose con Betty, con Elizabeth, con Teresa o con Cristina, sin que recordasen haberlo hecho antes en ninguna otra ocasión.

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