
Quizá porque me gustan las aventuras difíciles me enamoré de una chica que vivía a cientos de kilómetros de distancia. Como al Atleti, me veía abocado a verla cada fin de semana con el rabillo del ojo siempre puesto en el televisor de turno. Cada beso que me daba y cada gol que marcaba Kiko eran como una ración doble de chocolate en un pastel de cumpleaños.
Me hice mayor aguantando a tipos que, de tanto sufrir la ignorancia, disfrutaban machacándome en cada recreo después de cada derrota de mi equipo. Ellos, que celebraban títulos cada mes de mayo, se regodeaban de mi infortunio y sacaban a pasear su casta blanca en cada fin de clase. Aprendí a odiar sus sentimientos al tiempo que fabricaba sueños que nunca se cumplían.
Cuando empecé a vivir con mi chica ya me interesaban tanto las victorias del Atleti como los goles que el Madrid recibía en contra. Sé que eso debe parecerse a aquello que contaban del mal de muchos, pero por muy tonto consolado que me sienta, siempre pensaré en aquellos imberbes incultos que me entorpecían el paso a la salida del recreo.
Esta noche ha habido cena romántica. Yo sé que a mi chica le rechina mi pasión futbolera y por ello he escogido este sábado virgen de competición. La liga se ha acabado y mientras ellos siguen regodeándose en su particular parque de atracciones emocional y nosotros seguimos tirando para alante como buenamente podemos, yo he encendido dos velas y he memorizado el mejor piropo que podría decirle.
Se ha puesto guapa y yo me he fascinado con su belleza. Desde luego, ahora sé que no podría vivir sin ella tanto como no podría hacerlo sin un domingo bajo el aliento inmortal del Calderón. Se ha acercado a mí y yo la he guiñado el ojo.
- Te quiero más que a las derrotas del Madrid.
No sé qué he dicho para que se molestase tanto; se ha levantado, me ha mandado a la mierda y se ha encerrado en la habitación ¿Acaso no es consciente de que no podría haberle hecho una declaración de amor más sincera?
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