
Sobre la mesilla, y recogida en una docena de círculos, conservaba la soga, lazo delantero incluido, con la que se había colgado quien antaño fuese su esposa. Había sido aquel día el punto de inflexión que había terminado por disolver su felicidad. El entusiasmo se convirtió en desolación, la ilusión en pesadumbre, la esperanza en desgana.
Tomó la soga y afrontó sus miedos, bajó hasta el sótano y buscó el saliente. Mismo lugar, misma hora, distinto día pero un mismo destino. Cuando observó a sus pies temblar a medio metro del suelo, supo que el insomnio había terminado para siempre.
Había niebla a su alrededor, una inquietante y espesa niebla. Ya no había cuerda alrededor de su cuello cuando había abierto los ojos, ya no había arañas, ni murciélagos, ni losas, ni cuchillos, ni almohadas de acero. Había niebla y un sonido embaucador. Entre la espesura apareció una mano, tras la mano, divisó el brazo y tras el hermoso cuerpo de mujer reconoció la cara de su esposa. Le abrazó con dulzura y se aferró a su pecho. Con voz baja, a medio camino entre un beso y un susurro, le dijo la verdad.
- Yo tampoco podía dormir, cariño.
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