miércoles, 2 de febrero de 2011

El alma a precio de saldo

Llevaba más de ocho años sin ver la luz, exactamente desde el día que había arrancado la nuez de un bocado a uno de sus compañeros de recreo. Después de quemar la biblioteca, orinar en el cesto de la rompa limpia, escupir sangre sobre la comida y arañar las paredes de su celda, a aquel acto de perversión había sumado la muerte de dos funcionarios de prisiones que intentaron poner paz.

Intentó hacer uso de su memoria y recordó por qué le habían encarcelado. Era un tipo multimillonario, con aspiraciones de vivir a todo confort y muchos sueños por delante. Solamente una cosa le impedía disfrutar la vida con auténtico frenesí: el incontrolable impulso de matar. Lo hizo con su esposa, con su amante, con su chófer y con su ama de llaves. Cuando ya no encontró más lugares para esconder los cuerpos y la policía puso sobre él todas las sospechas a causa de tantas desapariciones consecutivas, confesó su culpa no sin antes tirarse al cuello de uno de los agentes que le interrogaba.

De su mansión de lujo pasó a la celda de una prisión psiquiátrica. De como había llegado a ser millonario apenas tenía noción, la locura había borrado gran parte de su memoria. Antes de ser rico era un hombre feliz, ese recuerdo sí le arrancó su primera sonrisa después de una década de sed incontrolada. Era un trabajador honrado que pasaba los días madrugando y llenando su casa de muebles y a su mujer de besos. Hubo un día en el que soñó ser rico y se jugó una apuesta a la lotería. Tanto pidió su suerte que alguien le ofreció un pacto. Te cambio a tí por tu futuro. Y así lo hizo.

Por más que intentaba romperse la crisma, era incapaz de hacerse daño. Ni los frascos de pastillas, ni las navajas de afeitar, ni las caídas de distinto nivel le producían el más mínimo dolor. Siempre imperecedero, siempre vivo. Tan dolorosamente vivo como aquel día en el que miró el décimo de lotería y a cambio de su suerte le vendió el alma al tipo que apareció en su sueño. Tenía forma de cabra, fuego en el látigo y decía llamarse Lucifer.

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