domingo, 24 de octubre de 2010

Confusión

Aquel era el cuarto día consecutivo en el que se había levantado con ganas de morirse. No sabía bien por qué pero de un tiempo a aquella parte había perdido todas las ilusiones. Un trabajo mal remunerado, una soledad demasiado sencilla, una vida monótona, un cúmulo de circunstancias.

Desde que había sentido en su corazón la desazón del desencanto, se había habituado a bajar al parque con menos esperanza que entusiasmo. Le gustaba ver los patos beber en el estanque y comprobar como las palomas se disputaban un mendrugo de pan. Ellos tenían un motivo, una gota de agua, una miga perdida, por la que disputarse un pedazo de orgullo. Él no tenía nada. Quizá necesitase tratamiento, quizá estuviese mucho mejor internado en el lugar donde los sueños son simplemente poesía maldita.

Tardó un tiempo en percibir la avalancha de excursionistas que, en fila india y con los ojos perdidos en algún punto de su horizonte mental, se acompañaban unos a otros cogidos de la mano. No eran demasiado jóvenes ni demasiado viejos, ni demasiado tristes ni demasiado alegres, ni demasiado emprededores ni demasiado conformistas. Eran personas sencillas, con la mirada melancólica y la razón de existir guardada en algún cajón. Más o menos como él.

Fue por ello que decidió unirse al grupo y subir a aquel autobús mientras seguía las indicaciones de un tipo vestido con una bata blanca y un rictus de condenada paciencia bajo las arrugas de los ojos. Encontró un asiento libre en la parte trasera y susurró, por lo bajini, las incomprensibles canciones que algunos de sus compañeros de excursión tarareaban en voz baja. Cuando llegaron a su destino observó como algunos de ellos cambiaron el gesto hacia un rictus de dolor inconcebible. Leyó el rótulo de "Hospital mental" y quiso salir corriendo. Pero solo encontró la mano firme del tipo de la bata blanca.
- A la fila.
- Pero si yo no estoy loco. - Suplicó.

Sintió aquella mirada aterradora y aquella voz grave que sabía dejar a los pacientes como un témpano de hielo.
- Claro, ni tú, ni ninguno de tus compañeros.

Escuchó risas. Escuchó llantos. Escuchó burlas. Escuchó lamentos. Se escuchó a sí mismo durante muchos años. Tantos, que incluso llegó el día en el que se cansó de escucharse. Encontró el vacío y vivió inmerso en él hasta que la cordura dijo basta. Fue un proceso largo, le dio tiempo a pensar, a olvidar, a llorar, a arrepentirse y, sobre todo, a valorar lo que nunca más volvería a tener.

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