lunes, 4 de octubre de 2021

Qué dirán

La primera noche no durmió ni un solo minuto. Y eso que había asistido a la consulta sin ninguna preocupación. Gracias a su carácter abierto y, en ocasiones beligerante, se había tomado las palabras de su padre a broma. Pero su padre sentía una profunda vergüenza por él. Un desviado en la familia, cuándo se había visto eso. Su hijo, su único hijo, en quien tenía puestas todas las esperanzas, estaba a punto de tirar por la borda toda la reputación que, durante años, se había labrado su apellido. Un apellido casto, vinculado al orden, al trabajo y al poder. Si quería heredar su impero debería dejar de ser un maldito y desvergonzado desviado.

Las preguntas habían sido de lo más desconcertantes, el primer bofetón por una respuesta insolente le había impulsado de la silla, pero entre las manos de su padre y la fuerza del doctor consiguieron reducirlo y acostarlo en una camilla donde le llenaron de cables y de preguntas.

La segunda noche durmió conducido por el dolor y las ganas de evadirse de todo. Los impulsos eléctricos cada vez eran más intensos y los golpes, por una respuesta incorrecta, cada vez eran más intensos. La tercera noche tuvo pesadillas y la cuarta no quiso cerrar los ojos por miedo a que el diablo se volviera a presentar.

Le enseñaban fotos de mujeres pero él seguía sin sentir nada por ellas. Algún impulso nervioso aparecía cuando las fotos eran de hombres desnudos y su padre afirmó con la cabeza cuando el médico le solicitó con la mirada pasar a una nueva fase. La quinta noche ya no pensaba en hombres sino que sólo pensaba en morir. Tras la sexta sesión ya no sabía si tenía que dormir y en la séptima ya era un esclavo de las pastillas para vencer el miedo. La octava sesión fue terrible y la novena fue la última porque ya había dejado de mostrar interés por todo. Sólo miraba al frente, balbuceaba y ni siquiera era capaz de limpiarse la baba que caía por su comisura.

Pese a que había pagado por diez sesiones, las que el doctor le había prometido que servirían para paliar los dudosos gustos de su hijo, la décima no fue necesaria y hubo de pagar un extra para ingresar a su hijo en una clínica mental. A los conocidos les dijeron que el chico había tenido una depresión y esas cosas de jóvenes, pero cuando se corrió la voz de que el hijo del empresario no iba a salir del manicomio, todos le señalaban por la calle como “el padre del loco”. Pero él mantenía la dignidad intacta y la conciencia tranquila pese que iba a vivir sin hijo e iba a morir sin heredero. Cuando se hacía la pregunta en voz baja, siempre se terminaba respondiendo lo mismo: “Mejor un hijo loco que un hijo maricón”.

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