viernes, 8 de octubre de 2021

Cinco horas con Carmen

Lola está sentada en rincón. Tiene la sonrisa forzada y la mirada perdida. Sus ojos azules, profundos como un mar en calma, analizan cada partícula de polvo en suspensión que el foco a contraluz deja ver flotando sobre el haz que nace en el techo y muere sobre su hombro. Estudia cada línea, repasa de memoria, se enfrenta a sus miedos y cree que la derrota será tan severa que apenas tendrá tiempo de resarcirse. La noche es tan especial, tan esperada y tan ruidosa que un mínimo error, por nimio que sea, terminará con su carrera en un bar de pueblo y con su reputación en un charco del camino.

Todo el papel está vendido y todas las plumas de la crítica están afiladas. La platea rebosa nerviosismo y un leve murmullo apagado por los ecos del anuncio de la función flota en el ambiente como el preámbulo de una guillotina a punto de ser disparada. Los tacones retumban sobre las tablas, el vestido negro, impecable y sin arrugas, invade el escenario y el telón se abre, lentamente, para mostrar un rostro compungido y una voz rota por el dolor.

Mira al frente sin querer mirar a nadie, sólo a sí misma, a ese aura que le rodea que le permite entrar en trance y poder hablar y hablar y hablar sin ser interrumpida por nada, ni por la gente, ni por el ruido, ni por su propio miedo, que sigue ahí, intacto, pero que está siendo utilizado más como recurso que como impedimento, una manera como otra de saber motivarse y saber ser la dama del escenario que todos esperan que sea. El día que no haya miedo, el día que no le tema a nada dejará de ser actriz porque ese día no sonarán campanas dentro de su pecho ni brillará el sol dentro de sus ojos.

Lola es la mujer del momento, la diva del país, la reina del papel cuché. Lola recita el texto de memoria, finge el dolor a la perfección, el desprecio es tan real que parece salido de un despecho propio y la tristeza es tan pura que llega a producir compasión en cada uno de los espectadores. El final, apoteósico y logrado, pone en pie al patio de butacas, a los palcos, a los corazones e incluso a los que no creían en ella. Mañana no se hablará de otra cosa, mañana no habrá más temas en el mundillo que no sea el recital de interpretación que Lola ha dado encima del escenario. Expectativas cumplidas, sueños pendientes de un hilo, exigencias dobles desde el momento en el que el público ha decido convertirla en reina por un día.

El telón vuelve a bajar, los aplausos siguen irrumpiendo la sala, los nervios son una anécdota en el cajón de las tareas pendientes y las promesas son un sendero de trabajo que habrá que seguir caminando día tras día, noche tras noche, crítica tras crítica. Porque Lola ya no vive en sí misma, ha dejado de ser actriz, persona y hasta aspirante. El éxito la engulle, el aire la abandona, las lágrimas aparecen. Sobre el escenario yace el marido que todo lo controló y el olvido que tanto añoró. Lola ya no es Lola, ahora es y será, para siempre, Carmen Sotillos.

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