miércoles, 2 de junio de 2021

Viaje al infierno

La frondosidad del bosque era tan espesa que no sólo era difícil caminar, también lo era respirar, también lo era caminar con la boca abierta porque los insectos, mosquitos gigantes en su mayoría, se metían hasta la garganta produciendo exageradas toses y arcadas intempestivas. Muchos de ellos enfermaban y la mayoría de los que lo hacían, terminaban muriendo entre convulsiones y gestos de dolor espasmódico. El párroco, reclutado por la expedición para cumplir con el cupo y poder contar con la cuota de fe necesaria, no daba abasto a la hora de repartir unciones y prometer a los moribundos una vida mejor en el más allá. Porque allí, donde Dios se había olvidado de sus súbditos, no habían encontrado ni la paz ni las riquezas que la corona les había prometido. Jugaban a conquistar el nuevo mundo, pero el nuevo mundo les estaba conquistando a ellos, uno por uno. Cortés, el gran cacique al que todos buscaban para encontrar el lugar donde picar el pendón, aún estaba lejos y, mientras seguían buscando orientación por un sol que se ocultaba entre las ramas, sentían como el desánimo se hacía dueño de la tropa y el capitán tenía que recurrir a la voz de mando e incluso a la cuchillada vespertina. Nadie podía salirse del redil, si había Dios, allí les encontraría. Pero Dios no estaba y los únicos que les encontraron fueron los nativos que, cerbatana en mano y puntería en el ojo, iban terminando con ellos uno por uno. Así hasta que el capitán también hincó la rodilla y sólo quedó el sacerdote quien, brazos en cruz y crucifijo visible sobre el pecho, imploró una piedad que sólo llegó en forma de tajo sobre la nuca. Aunque siempre quiso creer que Dios le daría un paraíso más allá de la tierra, supo que, para siempre, había sido esclavo de un infierno del que no supo predicar una manera de salir.

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