La pared es fría y rugosa, pero al menos permite, cada vez que apoya la cabeza, aliviar el dolor y la hinchazón producidos por los golpes. El suelo, sin embargo, no ofrece consuelo alguno. Congelado y recorrido de arriba abajo por un par de roedores, no ofrece abrigo ninguno a su cuerpo desnudo y, sin embargo, siente la paz de la soledad como su último motivo de asueto. Pronto regresarán a por él. Hoy tampoco le han dejado comida, ni agua, ni siquiera son capaces de darle una maldita pastilla para el dolor de cabeza. La sangre, reseca, cubre la mitad de su rostro y cree que le han roto alguna costilla pues le duele cada vez que tira un suspiro al aire viciado de su celda de castigo.
Le atraparon
cuando salió de casa y se dirigía al taller como todas la mañanas. El cielo
gris de un Madrid otoñal no le ofreció consuelo cuando sintió el golpe en su
estómago y la respiración se marchó por la alcantarilla. Quedó ahogado, sin
fuerzas, sorprendido por un par de tipos de mirada adusta y rostro enjuto que
le obligaban a subirse en un coche en marcha.
A raíz de ahí
llegó el peor de los escenarios.
“Sabemos que
eres un invertido”, “Dónde está el club en el que te sodomizan cada noche”,
“Sabemos dónde viven tus padres”, “Dinos el nombre del pervertido al que te
follas”, “Confiesa y te dejaremos en paz”.
Le habían
detenido por ser maricón, por acostarse con hombres pese a llevar una vida
formal de trabajador abnegado y amigo leal. Cervezas los miércoles por la
tarde, alguna cena los viernes por la noche y los sábados visita al club donde
siempre le esperaba su amante con los brazos abiertos y el cuerpo desnudo. En
aquellos años de represión, mientras el mundo abría su mente y España cerraba
los ojos, la homosexualidad era perseguida, penada y, como lo estaba sintiendo
en sus carnes, severamente castigada. Por eso se veían obligados a encontrarse
cada sábado en un lugar distinto. Las claves le llegaban al buzón, o a la
bandeja de correo del trabajo o escritas en una servilleta en el bar donde
tomaba un bocadillo de tortilla cada martes por la tarde.
“El camarero que
te guiña el ojo no volverá a ponerte un café”.
Tembló. Tragó
saliva, pero hasta el mínimo trago procedente de su boca seca le producía un
dolor interior difícil de soportar. Estaba roto, machacado, reventado.
“Yo no he hecho
nada malo”.
“¿Cómo que no
has hecho nada malo, maricón?” “Vas en contra de la naturaleza, desgraciado”.
Y siguieron
cayendo los golpes mientras él seguía callando, porque supo, desde el
principio, que ser homosexual no era ni delito ni pecado, aunque en aquella
España dictatorial los hombres que amaban a otros hombres tenían que vivir su
represión escondidos en matrimonios de conveniencia, en solterías señaladas con
el dedo o en seminarios de curas para acceder con mayor facilidad al pecado
clandestino.
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