lunes, 21 de junio de 2021

Maricón

La pared es fría y rugosa, pero al menos permite, cada vez que apoya la cabeza, aliviar el dolor y la hinchazón producidos por los golpes. El suelo, sin embargo, no ofrece consuelo alguno. Congelado y recorrido de arriba abajo por un par de roedores, no ofrece abrigo ninguno a su cuerpo desnudo y, sin embargo, siente la paz de la soledad como su último motivo de asueto. Pronto regresarán a por él. Hoy tampoco le han dejado comida, ni agua, ni siquiera son capaces de darle una maldita pastilla para el dolor de cabeza. La sangre, reseca, cubre la mitad de su rostro y cree que le han roto alguna costilla pues le duele cada vez que tira un suspiro al aire viciado de su celda de castigo.

Le atraparon cuando salió de casa y se dirigía al taller como todas la mañanas. El cielo gris de un Madrid otoñal no le ofreció consuelo cuando sintió el golpe en su estómago y la respiración se marchó por la alcantarilla. Quedó ahogado, sin fuerzas, sorprendido por un par de tipos de mirada adusta y rostro enjuto que le obligaban a subirse en un coche en marcha.

A raíz de ahí llegó el peor de los escenarios.

“Sabemos que eres un invertido”, “Dónde está el club en el que te sodomizan cada noche”, “Sabemos dónde viven tus padres”, “Dinos el nombre del pervertido al que te follas”, “Confiesa y te dejaremos en paz”.

Le habían detenido por ser maricón, por acostarse con hombres pese a llevar una vida formal de trabajador abnegado y amigo leal. Cervezas los miércoles por la tarde, alguna cena los viernes por la noche y los sábados visita al club donde siempre le esperaba su amante con los brazos abiertos y el cuerpo desnudo. En aquellos años de represión, mientras el mundo abría su mente y España cerraba los ojos, la homosexualidad era perseguida, penada y, como lo estaba sintiendo en sus carnes, severamente castigada. Por eso se veían obligados a encontrarse cada sábado en un lugar distinto. Las claves le llegaban al buzón, o a la bandeja de correo del trabajo o escritas en una servilleta en el bar donde tomaba un bocadillo de tortilla cada martes por la tarde.

“El camarero que te guiña el ojo no volverá a ponerte un café”.

Tembló. Tragó saliva, pero hasta el mínimo trago procedente de su boca seca le producía un dolor interior difícil de soportar. Estaba roto, machacado, reventado.

“Yo no he hecho nada malo”.

“¿Cómo que no has hecho nada malo, maricón?” “Vas en contra de la naturaleza, desgraciado”.

Y siguieron cayendo los golpes mientras él seguía callando, porque supo, desde el principio, que ser homosexual no era ni delito ni pecado, aunque en aquella España dictatorial los hombres que amaban a otros hombres tenían que vivir su represión escondidos en matrimonios de conveniencia, en solterías señaladas con el dedo o en seminarios de curas para acceder con mayor facilidad al pecado clandestino.

Por ello seguiría guardando silencio, porque prefería ser un cadáver anónimo muerto con la conciencia tranquila a vivir para siempre señalado como el hombre que mandó a la cárcel a varias docenas de inocentes.

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