jueves, 16 de febrero de 2012

El museo de ciencias naturales

Escondía una mirada tímida bajo sus gafas de pasta. Arrastraba los pies por el suelo cuidadosamente encerado y producía un sonido estridente con las suelas de goma que hacía a los visitantes volver la mirada hacia su rostro. La mano de su padre le sujetaba firme, para que no se perdiese y la voz grave volvía una y otra vez hacia sus oídos para que no se le escapase un solo detalle.

Había regresado a casa el día anterior totalmente apesadumbrado; un trabajo sobre dinosaurios para la clase de ciencias del lunes y muy poquita idea en su cabeza sobre la historia y costumbres de los saurópsidos. Pero su padre siempre estaba al quite de cualquier problema, le contó media docena de historias incomprensibles y le prometió una visita para el día siguiente al museo de ciencias naturales.

Y allí estaban ellos, un ilustrado de cualquier materia y un aspirante a algo que, con solamente nueve años, confundía su cabeza entre las decenas de lecciones que le aglomeraban el entendimiento y le distorsionaban la comprensión. Le gustaba abrir los ojos con un buen tebeo o con un buen libro de ciencia ficción ¿Pero dinosaurios? ¿Qué había de interesante en ello?

Se fijó en los ojos del diplodocus de cartón piedra que ocupaba la gran sala central del museo. Se sentó en un banco para intentar analizar aquel inmenso cuerpo escamado y escuchar un nuevo intrascendente relato de boca de su padre. Las palabras se perdieron contra las paredes de la sala y el ojo del diplodocus se cerró en un guiño que acompañó con un ligero movimiento de la boca en algo que pareció ser una sonrisa. Lentamente se acercó al animal y, mientras su padre seguía con su inanimada cantinela, escuchó una voz profunda que le contó la historia de un valle, del instinto de supervivencia, de los predadores y los sedentarios, de cuevas y nieves, de un meteorito y una extinción que borró huellas y escondió recuerdos.

Despertó. Abrió los ojos y continuaba sentado en el banco, la cabeza apoyada contra el hombro de su padre y la voz monótona contra los oídos. El ojo continuaba inerme, al igual que la boca, al igual que el largo cuello. Se levantó y buscó una mano que le llevara de regreso a casa. Abrió su cuaderno y empezó a escribir. Recordaba el sueño y tenía poco que perder. Contó la historia de un valle, del instinto de superviviencia, de los predadores y los sedentarios, de cuevas y nieves, de un meteorito y de una extinción que borró huellas y escondió recuerdos.

Sacó un sobresaliente. Y desde entonces, cada vez que tenía el deber de hacer un nuevo trabajo, se olvidaba de su padre y se metía en un museo en busca de un sueño y una voz que le aclarase las ideas.

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