miércoles, 13 de julio de 2011

Despido indecente

Conocí a Israel una templada mañana de abril. Llegó a la caseta de obra con el rostro dormido y la mirada risueña, desde el principio, todos captamos sus ganas de aprender. Y aprendió. Aprendió tanto como le dejaron aprender porque a pesar de ser nuevo en la plaza y de estar acobardado por la novedad se ilustró a sí mismo con el conocimiento de la obra. Para todos, Israel era un administrativo con ganas.

Su jefe pronto captó en su actitud los valores del talento; cada contrato, cada factura, cada documentación era vivida por Israel como un nuevo reto contra su ignorancia. Su alborotado pelo siempre caía sobre sus ojos en señal de prisa cada vez que asomaba la cabeza por nuestro despacho y nos pedía, educación mediante, un poquito de ayuda. Israel llegó un día de abril y se marchó un día de mayo con una patada en el culo y ninguna explicación.

Nunca pudo imaginarse Israel que las consecuencias de apoyar una iniciativa iban a ser tan fatales. En una empresa en la que el término solicitud es sinónimo de amenaza, insulto y delito, Israel contó sus últimas horas de trabajo como quien cuenta sus actos pasados sumido en el arrepentimiento. La solidaridad se había vuelto contra él y todos los que habíamos unido nuestro criterio al suyo no pudimos sino quedar boquiabiertos ante la injusticia que se había cometido contra él.

Israel había encontrado este trabajo por el camino de la ilusión, lo había abordado con la templanza del profesional y lo estaba abandonando con la incredulidad del inocente condenado. Por más que buscó una explicación en nuestras miradas nosotros solo le contestábamos con ignorancia; acababan de clavarnos un puñal en la misma espalda y, asustados por la contraindicación, nos estábamos quedando con los brazos cruzados mientras nuestro compañero se marchaba por la puerta de atrás sin razón coherente.

Israel, que siempre había pensado que hacer las cosas bien no costaba ningún trabajo, se vio en la tesitura de llorar y solo tuvo agallas para arrepentirse contra sí mismo. Un día antes firmó un papel en el que un texto solicitaba un apoyo económico para sus compañeros y al día siguiente su compromiso con el resto de administrativos le ponía con las patas y el corazón en la misma calle.

Israel aún pide una razón para sí mismo, aún se pregunta por qué le cortaron de raíz un reto que había afrontado en plenitud de ganas y sobre todo, aún se solivianta contra el aire cada vez que comprueba que sigue habiendo empresas que juegan a la dictadura contra sus empleados. Hacer las cosas bien no cuesta ningún trabajo. Siempre seguirá pensando lo mismo. Decir sencillamente que no, no es más difícil que callarse. Romper un papel no es más difícil que rellenar una carta de despido. Y, sobre todo, dormir con la conciencia tranquila no es más difícil que el mero ejercicio de putear por puro y simple placer.

No hay comentarios: