
Apoyados los codos sobre la barra, escuchó el sollozo de Amelia.
- Por favor, no le vuelvas a poner una copa de vino.
Aquella había sido una mirada demasiado enternecedora como para guardarla en el olvido. Tratando de no obviar las súplicas escondió la trampa en el almacén y esperó que nunca llegase el momento de la tormenta. Pero las nubes acecharon el umbral del negocio cuando Esteban cruzó la puerta y pidió un vaso de vino. La primera mirada, cuando se creía en posesión del caldo, era de deseo, la segunda, cuando recibió la negativo, fue de enfado, y la tercera, cuando fue consciente de que no obtendría su premio, era de horror.
Entre la conciencia y el deber, el camarero anduvo luchando unos segundos contra su propia palabra. Supo, en el momento que le vio enfilar la puerta, que aquel hombre terminaría borracho en cualquier esquina a poco que encontrase un bar donde le fiasen dos botellas a cambio de una promesa que nunca cumpliría. Asomó la cabeza en el almacén y alargó la mano para fallarse a sí mismo. Cuando Esteban dio el primer trago pudo descubrir de nuevo aquella mirada que tanto le reconfortaba cada vez que hacía inventario nocturno de sus experiencias; era pura felicidad. Aquella carcajada escondida tras las pupilas era lo único que no tenía precio.